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Los enigmas del Che

Jorge G. Castañeda

Fue sin duda una mera casualidad que el retorno multipublicitado, nostálgico y enternecedor de los Beatles en Estados Unidos y el mundo coincidiera con la reaparición del Che Guevara en las primeras planas de todos los diarios de la tierra. Claro, las seis horas de programación en cadena nacional y en horario central, aunadas a ventas sensacionales de canciones viejas ya de más de treinta años, afectaron a un público mucho más extenso y variado que aquel compuesto por quienes pudieran poseer el menor interés por conocer el paradero exacto de los restos del Comandante, enterrados bajo una pista de aterrizaje en Vallegrande, Bolivia, hace 28 años. Escuchar la voz de John Lennon entonar desde ultratumba un par de estrofas de una nueva canción, innegablemente cautivó a mil veces más jóvenes que descubrir que el Che había sido enterrado, no incinerado, por sus verdugos bolivianos. Y sin embargo, detrás de la coincidencia y de la desproporción, yace la sospecha de una convergencia explicativa y de pertinencia, como un etéreo recordatorio de que aquellos tiempos pasados fueron, en efecto, mejores que los que hoy vivimos.Si los Beatles representan los iconos de los profundos y maravillosos trastornos culturales que los años sesenta despertaron en una infinidad de países, el Che se convirtió desde el momento mismo de su muerte en el arquetipo de la transformación política y del alzamiento ideológico que aquel decenio introdujo, aunque fuera de manera efímera. El vínculo obviamente se antoja precario, indirecto y abstracto: Guevara murió en La Higuera varios meses antes de que irrumpieran en el escenario de su época los multitudinarios movimientos estudiantiles que sacudieron a sociedades tan disímbolas como la americana y la checa, la francesa y la mexicana, la cordobesa y la china. Pero la foto de Alejandro Korda mil veces vista -la del Che con boina negra, el cabello al viento y la mirada en el horizonte- no sólo se erigió en la principal prenda decorativa de los centenares de manifestaciones, protestas y motines del final de los años sesenta; el affiche más vendido en la historia también personificó buena parte de los sentimientos y esperanzas que albergaban los manifestantes, cualquiera que haya sido la validez y el significado de su verdadero nexo con la vida y obra del Che.

Si la vida y la muerte de Guevara retienen hoy su misterio y su carisma, se debe en buena medida al hecho de que esa vida y muerte resultaron ser emblemáticas del último instante que recordamos cuando el mundo, la sociedad y la política parecían susceptibles de ser transformados. El Che carece por completo de actualidad o vigencia hoy para la acción y el discurso políticos, para el cambio social o incluso para la iconografía cultural; pero la época que evoca forma parte de los recuerdos que guarda un mundo distópico en espera de mejores días, aun si a final de cuentas nunca llegan. Si la ausencia de ilusiones genera utopías, y los sesenta constituyeron la última era utópica del siglo, Guevara entonces es el último sobreviviente de la utopía naufragada.

Los titulares de los diarios sobre la tumba del revolucionario en Argentina se explican y se justifican gracias a esta pertinencia histórica, aunque, paradójicamente, la amenaza que representa la noticia para el mito puede ser significativa. Hasta hace pocas semanas, la fuerza del mito del Che muerto era tal que le impedía tener una presencia física en la muerte misma: sin tumba, lápida o monumento donde llevar su duelo o rendirle homenaje. Sucedía lo contrario que con los desaparecidos de Chile o de la Argentina: su fallecimiento dejó de ser objeto de duda hace años, pero hasta que no aparezcan sus restos y obtengan la sepultura que sus deudos desean, el duelo sigue inconcluso. Con el Che, la incandescencia de su tumba y su cadáver nutrían el mito; la noticia de su entierro, si bien debilita el misterio, reenciende el mito.

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Mario Vargas Salinas, el general boliviano que ahora reconoce haber enterrado el cadáver bajo la pista de Vallegrande, le ha hecho en cualquier caso un gran servicio a la historia. La proliferación de biografías (seis, por lo menos, en Estados Unidos, Europa y América Latina), de películas de largo metraje (dos) y de documentales (varios) en curso muestra que el Che está de nuevo de moda. Todos estos esfuerzos se han fascinado, y a la vez topado en alguna medida, con la persistencia de los enigmas que aún envuelven el destino del Che. Las revelaciones del oficial boliviano que selló la suerte de Guevara al aniquilar a la retaguardia de la columna guerrillera en Vado del Yeso, esto es, al grupo de ocho guerrilleros, incluyendo a Tania, la agente de penetración argentino-alemana utilizada por Guevara en Bolivia, que se separó del cuerpo principal de la insurgencia, resolvieron un dilema: el del descanso final del Che.

Pero muchos otros dilemas se mantienen, incluso a propósito del entierro. Según versiones nuevas y viejas, y datos certeros, se ha dicho que tanto las manos como la cabeza del Comandante fueron amputadas por bolivianos y/o norteamericanos para asegurar una identificación definitiva. El oficial de la CIA de mayor rango en el teatro de operaciones confirmó, en una entrevista con el autor celebrada hace pocas semanas, que el Che sí estaba enterrado en Vallegrande, pero desmintió categóricamente que hubiera sido decapitado. Según quien fuera el jefe del notorio agente cubano-norteamericano Félix Rodríguez y que hasta la fecha no había declarado al respecto, el Estado Mayor boliviano, y el mismo jefe de la Octava División, el coronel Zenteno, en efecto contemplaron la posibilidad de seccionar la cabeza de Guevara, pero desistieron cuando el enviado estadounidense amenazó con recurrir a Washington para asegurar que al compañero de Fidel Castro se le diera "la sepultura que todos deseamos y nos merecemos". Pero hasta que no se encuentren los restos, no sabremos a ciencia cierta la verdad.

Asimismo, hasta que no se abran del todo los archivos norteamericanos, cubanos, bolivianos e incluso rusos para que los historiadores puedan consultarlos libremente, los misterios y los rumores persistirán. Muchos documentos ya están abiertamente disponibles en Moscú y en Washington, y muchos otros pueden ser revisados subrepticiamente en La Habana o en La Paz. Y muchos compañeros, correligionarios o adversarios del Che han comenzado ya a hablar; sus testimonios forman parte de las biografías en obra. Pero muchos más documentos permanecen cerrados, y muchas otras voces siguen calladas. Esperemos que así como el Comandante Guevara significa aún algo para los hijos y las hijas de los años sesenta, y para sus descendientes en los noventa, le inspire igualmente el suficiente respeto, a sus amigos, a sus colegas y a sus enemigos para que permitan contar su historia entera. Si es tiempo de abrir su tumba, también lo es de abrir su vida.

Jorge G. Castañeda profesor de Relaciones Internacionales de la UNAM, escribe actualmente una biografía de Ernesto Guevara.

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