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Pelillos a la mar

Los nadadores de fondo son grandes pensadores. Sumergidos en el líquido amniótico, rememorando su genética condición de amebas, recorren un camino interior complejo y salpicado por constantes cambios de ritmo. Cada medio minuto -sí es una piscina de 25 metros-llegán a un falso final que interrumpe suavemente el hilo de su discurso mental. Al giro de 180 grados le sigue un impulso que relanza la construcción de la tesis. En una sesión de una hora cabe un programa múltiple, siempre en función de las pequeñas pausas y de la precisión técnica con que se mantenga el ritmo. Cada variante se retroalimenta. A veces es el hilo de la fantasía el que inyecta adrenalina a los músculos; otras, la imaginación se apacigua aplastada por la monotonía.El pataleo de las piernas, siempre rígidas, debe triplicar cada brazada. Los brazos giran alternativamente como aspas y la mano, los dedos juntos en forma de cuenco, tiene que penetrar el agua con la máxima precisión aerodinámica. Como en un concierto polifónico, medio cuerpo entona una voz y la otra mitad otra. La combinación del mecánico movimiento físico con una predisposición mental a la fantasía, semejante al soñar despierto, produce un efecto similar al de la meditación. Uno acaba por sumirse en una ingravidez cósmica. El agua pierde sus cualidades físicas, ni fría ni caliente, simplemente inexistente.

Pero semejante éxtasis choca abiertamente con el reglamento que rige las piscinas municipales de la Villa y Corte. En las piletas cubiertas es obligatorio el uso de casco, perdón, de gorro. Algo parecido a ponerse un preservativo por la cabeza. Y claro, embutido en el hule, aplastados los pelos contra el cráneo, cuando uno se sumerge en el sospechoso líquido transparente, clorado hasta la exasperación, el cerebro queda al margen de la experiencia amniótica, un elemento ajeno interrumpe el proceso, las ideas se estancan entre los poros de la goma y la experiencia resulta del todo detestable.

Interrogados los funcionarios sobre el asunto, tras algunas dudas, aducen razones higiénico-mecánicas. Pero una encuesta más exhaustiva descubre que se trata de una regla que curiosamente no rige en verano en las piscinas descubiertas. Y entonces surgen una serie de preguntas que quedan sin respuesta. ¿Qué extraño higienista ha llegado a la conclusión de que los supuestos pelos que se desprenden de la cabeza de un nadador son más peligrosos si están bajo techado que cuando se sumergen al aire libre? ¿Son diferentes los sistemas de depuración de unas y otras piscinas? ¿Adquiére la masa capilar propiedades malignas con el frío? ¿Saben nadar las chinches y los piojos? ¿Sólo en invierno o también en verano? ¿Serán los rayos solares los que evitan su maléfica multiplicación en el entorno clorado, como si de gremlins se tratara?

Sumido en tamaña inquietud, abrumado por tanta pregunta sin respuesta, uno decide airear sus cuitas y preguntar al conserje, a la taquillera y, también, a los bañistas embutidos en su gorrito. Craso error. Tras una somera encuesta, comprueba que a los madrileños no parece molestarles la exigencia de calzarse un condón por la cabeza cuando van a nadar a la piscina, es más, lo encuentran lógico y deseable. Algunos, incluso, con malos modos, no dudan en compararme con un animal de bellota empeñado en enturbiar el líquido elemento. Y me digo que debe ser por un curioso respeto al agua en grandes cantidades, comprensible en gente de secano. Cabe deducir que existen muy pocas posibilidades de que se derogue esta absurda reglamentación.

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