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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Pueblos elegidos

Mario Vargas Llosa

El terrorista judío Yigal Amir se equivocó escogiendo a Isaac Rabin en lugar de Simón Peres como su víctima, cuando tuvo a ambos líderes al alcance de su arma y prefirió asesinar al primer ministro en lugar del ministro de Relaciones Exteriores de Israel. Porque, si en un principio la autoridad moral y el prestigio militar de Rabin, antiguo halcón y héroe de la independencia y de todas las guerras libradas por el país en su casi medio siglo de existencia, fueron indispensables para que una mayoría de israelíes aceptara la negociación con la OLP y el principio de cambiar 'tierras por paz' con los palestinos, ahora, con el acuerdo ya en marcha, el hombre clave para su éxito del lado israelí no es Rabin sino Peres. Él concibió la audaz idea, supo contagiársela a aquél, llevó a cabo el diálogo secreto de Oslo y ha presionado y obrado todo este tiempo con maestría, convicción y terquedad perruna para que el histórico acuerdo -que parecía hasta hace poco una quimera- se haga realidad.De modo que, acaso, los tiros del apacible estudiante de Derecho de la Universidad religiosa de Bar llán que segaron la vida del estadista israelí terminen prestando un (monstruoso) servicio a la causa por la cual será ahora recordado Rabin, más que por sus proezas en el Palmach, cuerpo de élite de la Haganah, Ejército israelí, o sus dotes de estratega cuando era jefe de estado mayor en la guerra de los seis días: la paz de Israel con el pueblo palestino.

Nada de eso se puede dar por descontado, desde luego. Al mismo tiempo que, en estos años revueltos, descubríamos que la historia no está escrita ni sigue siempre pautas lógicas, que no hay leyes fatidicas que determinen los acontecimientos sociales y que por lo tanto el individuo puede desémpen-ar un papel protagónico en el desenvolvimiento de una época, un pueblo o una nación, tenemos que rendimos también a la sobrecogedora conclusión de que, si es así, el terror, método histérico de fanáticos, desesperados o enloquecidos, puede tener consecuencias cataclísmicas y provocar trastornos profundos en la vida de vastas colectividades. El ejemplo más obvio se halla en ese ombligo del mundo que es el Medio Oriente. Allí, la paz depende todavía, en gran medida, de dos hombres -Yasir Arafat y Simón Peres- que han apostado por ella y hacen esfuerzos sobrehumanos para apuntalarla. Si uno de ellos o los dos caen abatidos por los terroristas es de temer que los acuerdos en vías de materialización se paralicen y retornen la intifada y la guerra -larvada o explícita- en que palestinos e israelíes han vivido desde hace cuarenta y siete años.

No tuve la menor simpatía por Yasir Arafat cuando pedía la destrucción de Israel y amparaba el terrorismo, pero ahora la tengo, pues no hay duda de que, al cabo de tanta sangre y sufrimiento, como el propio Isaac Rabin en los últimos años de su vida, ha llegado a aceptar la evidencia: que la única manera de parar la hemorragia atroz de vidas y energía consiste en que judíos y palestinos acepten compartir la tierra que ambos consideran suya y renuncien a imponer sus tesis por la fuerza. Así ha aparecido ante los ojos del mundo algo que ha servido mucho más alas legitimas reivindicaciones del pueblo palestino que cuatro décadas de acciones violentas: una fuerza moderada y pragmática, tal vez mayoritaria (esto sólo se sabrá cuando se celebren elecciones) dispuesta a reconocer el derecho a la existencia del Estado de Israel y a hacer concesiones razonables a fin de alcanzar un modus vivendi con éste. Semejante evolución no hubiera sido posible sin el coraje y el empeño con que trabajó por ella Arafat y, por eso, éste se halla ahora enfrentado a los sectores más radicales del movimiento palestino, como Hamás o la Yihad Islámica, que lo odian tanto como odiaban a Rabin (y odian a Simón Peres) los discípulos israelíes de Meir Kahane, el rabino asesinado en Nueva York en 1990, fundador de la Liga de Defensa Judía y cuyas ideas incendiarias a favor del Gran Israel y de la acción violenta contra los árabes alimentaron al grupo extremista Eyal, al que pertenecía Ygal Amir, el asesino de Rabin.

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Al mismo tiempo que descubría la existencia de una fuerza moderada entre los palestinos, la opinión pública occidental se enteraba de que, entre los israelíes, pululan también grupúsculos intolerantes, ciegos a todo argumento racional, y dispuestos a justificar los peores crímenes en el nombre de Dios. Pero, hasta ahora, estos fanáticos sólo se manchaban las manos con sangre de árabes, como el colono Baruch Goldstein, otro discípulo de Kahane, que el año pasado, convertido en una batería artillera ambulante, entró a una mezquita de Hebrón a la hora de la plegaria y ametralló a los musulmanes allí reunidos, dejando un saldo de 29 muertos y 125 heridos. A sus compatriotas moderados -o palomas- se limitaban con insultarlos o, como venían haciendo con Rabin y Peres, a difamarlos presentándolos en carteles vestidos con uniforrnes nazis o tocados con la koffiyah palestina.

Isaac Rabin no es sólo el primer mandatario israelí asesinado; es, también, el primer dirigente político del Estado judío asesinado por un judío. ¿Servirá esto para despertar de su sueño teológico -de su espejismo colectivista- a los extremistas ultraortodoxos que, con proliferación de citas de la Biblia a la mano, creen en el 'pueblo elegido' y argumentan que éste tiene derecho a quedarse para siempre con los territorios ocupados de la orilla occidental del Jordán porque Judea y Samaria pertenecen por derecho divino al "pueblo judío"? Seguramente, no, porque el fanatismo -religioso o político- es impermeable a la razón.

Pero la tragedia que acaba de sacudir a Israel servirá, sin duda, para dar nuevos bríos a quienes apoyan la negociación con la OLP -algo más de la mitad de la población-, para atenuar momentáneamente la ferocidad con que la critican sus adversarios del Likud, y para disipar la ilusión, todavía enraizada en muchos israelíes de que, si no por elección divina, sí en razón de su trágica historia, la diáspora, los pogroms, el holocausto y la hidra incesante del antisemitismo, el pueblo de Israel es distinto a los demás, un pueblo al que la persecución, la crueldad y los estúpidos prejuicios de los otros pueblos han hecho más solidario, más homogéneo, más fraterno. Sería formidable, una contribución más y no de las menores que haya prestado a sus compatriotas Isaac Rabin, si su cadáver cosido a balazos por un estudiante israelí que creía obedecer a una orden de Dios convenciera a muchos israelíes de que el 'pueblo judío' no es diferente de los otros, porque, al igual que los otros -digamos, el 'pueblo palestino'- tampoco existe, es una ficción piadosa, porque lo que trata de representar y unificar es una diversidad protoplasmática, una maraña de individuos que, además de compartir ese denominador que traza uno solo de sus atributos, difieren entre sí por otros mil, y acaso más definitivos e irreductibles que la genérica pertenencia a una fe, una geografía o una historia común. Existen 'israelíes', más diferentes que semejantes entre sí, no el pueblo de Israel, como existen palestinos y no el pueblo de Palestina, pues en esas miríadas gregarias que designa el vocablo pueblo caben todos los especímenes de la humanidad: el tolerante y el fanático, el generoso y el mezquino, el verdugo y la víctima. Por eso, si se trata de generalizar, todos los pueblos son elegidos o ninguno lo es.

El azar ha puesto en manos de Simón Peres la responsabilidad de llevar a término la extraordinaria empresa del acuerdo de paz con los palestinos que él diseñó hace un par de años y que ha avanzado mucho, en gran parte gracias a su obstinación. Probablemente no haya nadie mejor equipado, intelectual o políticamente, en Israel para esa ímproba tarea, contra la que conspiran no sólo los extremistas de ambos bandos, sino, también, un amplio sector medio de gentes escépticas y pasivas, que pueden ser arrastradas por aquéllos con cualquier pretexto (las acciones terroristas, sobre todo).

Quisiera decir aquí que, entre los numerosos políticos a los que he tenido ocasión de escuchar, pocos me han impresionado mejor que Simón Peres. Estaba yo cenando, en marzo de este año, en casa de Zev Birger, el director de la Feria Internacional del Libro de Jerusalén, cuando en la tibia terraza apareció la cara paleolítica y avinagrada del que era entonces el canciller israelí. Vino a sentarse a mi lado y se puso a hablar de Flaubert, con desmedido entusiasmo y sorprendentes conocimientos. Pronto descubrí que su tremebunda cara era una mera táctica para despistar, que ella disimulaba a un hombre muy cordial. Mis esfuerzos para sacarlo de la literatura y llevarlo a Ben Gurion, su mentor -hizo sus primeras armas de político a la vera del fundador de Israel- fueron inútiles. Pero, poco después, reaccionando a los alfilerazos que recibía de otro comensal amigo, el periodista y escritor Amos Elon -un irreverente profesional-, comenzó a hablar de los acuerdos de paz. "Usted sabe muy bien que la opinión pública israelí se les está volteando y que si continúa la negociación con la OLP los laboristas perderán las próximas elecciones", decía Amos Elon. Y, entonces, Bibí Netanyahu -el, líder del Likud- desanudará todo lo que haya atado usted con Arafat". "Cuando lleguen las elecciones habremos avanzado tanto en los acuerdos, que los cambios logrados serán irreversibles", respondía Peres. "Bibí, por lo demás, tiene grandes dificultades para desanudar los cordones de sus zapatos. Así que...". "¿Y Siria? -contraatacaba Elon-. ¿De qué valen los acuerdos con la OLP si no hay un acuerdo con Siria sobre el Golán?". "También habrá un acuerdo con Siria sobre el Golán. Y, para mayor precisión, antes de las elecciones". "¿Eso va en serio o es mera conjetura de optimista?". "Es una realidad en marcha que en cualquier momento saldrá a la luz". "¿Es usted consciente de que el premier Rabin puede desanimarse de seguir apoyando los acuerdos de paz y dejarlo a usted dando manotazos en el aire? Porque Rabin no quiere ser derrotado en las elecciones y la opinión pública, irritada con el terrorismo, está perdiendo la ilusión que tuvo al principio por los acuerdos y escuchando cada vez más las críticas del Likud". "Rabin no dará un solo paso atrás y los acuerdos se firmarán y se pondrán en práctica, aunque esto sea lo último que él y yo hagamos en la vida pública". "¿Está Arafat tan decidido como usted a sacar adelante los acuerdos de paz, pese a la oposición feroz a que tiene que hacer frente?". "Creo que sí lo está y, por otra parte, a estas alturas del partido, ni para él ni para mí hay ya viaje de retorno. El problema de Arafat no son los acuerdos de paz, sino acostumbrarse a operar en democracia. '¡Qué complicada es la democracia!, se queja siempre'. '¡Pero, por lo visto, no hay más remedio que ser democráticos!'. Bueno, eso mismo ocurre con la paz entre israelíes y palestinos. Nos guste o no nos guste, ¡no hay otro remedio que hacer la paz entre nosotros!".

Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1995.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1995.

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