_
_
_
_
_
Tribuna:28 MAYO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cultura democrática

Cada vez que nuestra clase política se pone en campaña electoral suscita en un público que no asiste a los mítines, pero al que llegan retazos de su discurso, la razonable duda sobre la consistencia de su cultura democrática. No se trata de profesiones de fe en la democracia, sobreabundantes cuando habría que darla por supuesta, sino de actitudes y de valores, de modos de ser y plantarse ante el adversario. A este respecto, y por lo que toca a las relaciones entre líderes políticos, se diría que a medida que pasa el tiempo caminamos hacia atrás, a los años en que los valores democráticos no gozaban de gran predicamento entre los españoles.Porque si visitamos, como es moda, las hemerotecas en las que duermen artículos publicados por quienes ahora forman la clase política será muy fácil encontrar las huellas de convicciones políticas pre o pos democráticas, pero algo más complicado dar con rastros de una cultura democrática a secas. Es evidente que una buena parte de la generación que ahora está en el poder se adaptó mejor o peor a la dictadura: si no lo hubiera hecho, mal podría haber durado Franco tanto tiempo. Pero la minoría militante, la que arriesgaba pellejo y hacienda, no lo hacía en nombre de la democracia precisamente, sino de lo que vendría después, de la dictadura del proletariado, del socialismo.

Valor preferido sólo después del orden o valor puramente instrumental: para muy poca gente, era la democracia un valor en sí. De ahí la sorpresa de la transición. Cuando prestigiosos politólogos aventuraron un nuevo choque entre los extremos y el retorno a los caminos del pasado, ocurrió que casi todos nos descubrimos demócratas porque el mismo proceso político nos enseñó a serlo. No que hubiéramos nacido tales, sino que la transición misma, con la percepción de la fragilidad de sus conquistas, nos volvió más sensibles a unos valores que dejamos de calificar como formales, como última y más refinada forma de dominación burguesa, o que posponíamos al orden y a la seguridad.

En ese aprendizaje, fue decisivo que unos dirigentes que procedían de los extremos del espacio político, desde el Movimiento Nacional al Partido Comunista, establecieran redes de comunicación, se vieran, negociaran, discutieran y aprendieran a incorporar a su propia visión la mirada del otro. Ésa fue la salsa en la que coció la transición y que adobó nuestra educación democrática: Suárez podía hablar con Carrillo. No resultó fácil porque miles de muertos gravitaban como una losa sobre la memoria de los españoles. Suárez, sin embargo, arriesgó y ganó al construir su propia legitimidad en el reconocimiento de la legitimidad de todos los demás.

Pero, por lo que se ve, la cocción se efectuó a fuego de masiado vivo, sin tiempo para alcanzar el núcleo de nuestra ancestral cultura política, la que tiene a mi adversariopolítico por menos legítimo que yo. Cada vez que se inicia una campaña electoral, no faltan dirigentes políticos que revuelven con singular placer las escorias del pasado y con juran sus fantasmas sin comprender que si tachan de ¡legítimo a su adversario en razón de su origen, el público ex tenderá a ellos mismos la sospecha de ¡legitimidad. Cuan do niega legitimidad a la derecha, la izquierda deviene ¡legítima, o viceversa: ése es el resumen de nuestra historia política de los años treinta.

Es lógico que los últimos en comprender esta condición elemental de la democracia sean los demagogos populistas y los que entienden el ejercicio del poder como un caudillaje carismático. Para éstos, el adversario político es un apestado: Suárez y Carrillo no se tapaban las narices al encontrarse; González y Aznar sencillamente no se pueden ver. Lo preocupante, con todo, es que se entregue a ese juego un juez que es ministro de Justicia e Interior, porque con su huida hacia adelante muestra que la precariedad de los valores democráticos guarda una estrecha relación con la cantidad de poder acumulado en unas solas manos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_