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Tribuna
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Ritos satánicos

Existen ciertos delitos cuya puesta en práctica no sólo proporciona beneficios y frescura al ciudadano medio: también representan, por sí mismos, un activo cultural nada despreciable. El desacato o la insumisión, sin ir más lejos; y también el contrabando. Una ocupación comercial, ésta, muy sana y disipada, buena para el cutis y a menudo cargada de aventura y romanticismo. Todo ello, claro está, siempre que el género transportado no mantenga relación con el plutonio, los fusiles de asalto o los lanzallamas. (Y para más información sobre el que hacer de los contrabandistas, remito al lector a la novela El enamorado de la Osa Mayor, obra magna en la que quedan perfectamente reflejadas estas sensaciones a las que he hecho mención).Pero no todo es tan bello en el mundo de los bajos fondos. De hecho, en este ambiente habitan también criminales que no resistirían ni siquiera un principio de análisis, por muy compasivo que se mostrase el observador. Tal es el caso, por ejemplo, de los secuestradores de Anabel Segura, apresada hace ya más de dos años, y desde entonces retenida contra su voluntad en algún lugar desconocido. Profundizando en el asunto, y tratando de superar el sopor que el paso del tiempo suele obrar sobre personas y sucesos, no es difícil llegar a la conclusión de que este secuestro constituye un acto manchado ya de antemano por la ignominia y la abyección. Una vileza tan retorcida y perversa que no se diría de origen natural (dando a este término un sentido únicamente biológico). Por desgracia, la ciencia no ha logrado dar todavía con la clave que determina tales conductas; y no explica por tanto el encanallamiento o la degradación genética que acecha a cualquiera de estas dudosas criaturas que provocan y alimentan el horror de un semejante. El dinero, desde luego, no es enemigo pequeño. Ofrece más cosas de la cuenta, y resulta sencillo aceptar que su búsqueda altere las mentes humanas. Pero aquí nos enfrentamos a enemigos de ultratumba. A verdaderos espíritus de la muerte que no se arredran a la hora de aplicar a una persona inocente, de modo cuerdo, implacable, permanente e insólito, un dolor, sospecho, inimaginable. Con el dinero como razón de fondo. Y antes de que se me vaya. la idea, quiero hacer saber a los secuestradores que a mi entender, y en lo que a ellos respecta, todo este asunto constituye un error de cálculo gravísimo; y al tiempo; un insulto dirigido al propio honor de quienes lo pergeñaron, proferido quizá por una malignidad superior; por un hálito podrido que hace de ellos simplemente unos entes incapacitados para la libertad. Viscosidades, en suma, infames y serviles, sin derecho, presumo, a ningún tipo de redención futura. En realidad, no estaría de más que su destino, en aras a un poder celeste que muchos echamos de menos, quedara inmerso, y por siempre, en la penumbra de la autopodredumbre. Venganza le llaman a este sentir.

Desde que raptaron a Quini, siempre me imagino a las víctimas de un secuestro encerradas en un sótano con trampilla a ras de acera, vislumbrando a lo lejos un resquicio de luz. Y sucede que Madrid está plagado de ventanucos bajos: huecos tenebrosos que me instan a acelerar el paso cuando me hallo en sus proximidades. Son recintos unidos a la calle, prendidos a la fatalidad, y se me ocurre que así debe sentirse Anabel: narcotizada, atónita, subyugada, huésped forzosa en un edificio real, con vecinos reales, escuchando tal vez sonidos reales procedentes del exterior, aunque tan sola y extraviada como podría quedar una playa sin mar. Y confío en que este sufrimiento tan extremo no se le esfume en la ausencia. En que su angustia sirva para algo. Porque parece inútil tratar de hacer comprender a estos secuestradores que un dolor como el que ellos están generando no ha de quedar impune. Policías y cárcel al margen. Y aunque después de lo expuesto cuesta imaginar más cargos contra ellos, lo cierto es que también cabría imputarles la inmensa crueldad de no aportar noticias a su familia. La maldad de retenerla. La perversión, en su caso, de haberla matado. El oceánico dolor de sus padres, acobardados tal vez para siempre.

Dicen que Anabel Segura era, es, profundamente religiosa. Y me pregunto por qué entonces Dios no responde a su sentimiento. "Porque no existe", argumentará más de uno. No obstante, aun así, yo le hago responsable de todo dolor que caiga sobre el planeta Tierra. Precisamente por no existir, o por no atender a sus criaturas como debiera, o por no asomar jamás su faz cuando se le busca. Cualquiera de estas razones me vale; de manera que se diría mejor no contar con él (minúscula). Y sólo me resta pues suplicar de nuevo a los implicados que liberen a Anabel; que, si la hubieran matado, digan cuándo y dónde dejaron su cuerpo, y que de este modo den fin a la pesadilla. Para que los suyos pueden despertarse y llorar en paz. En fin, que nada va bien.

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