¿Pacto social o engaño?
En el pasado mes de agosto, Antonio Zabalza, jefe del gabinete de la Presidencia del Gobierno, publicó en este periódico (EL PAÍS del 8 de agosto de 1994) un artículo sobre el Estado de bienestar, que, tal vez por la ocasión veraniega de su aparición, no obtuvo la atención que, a mi juicio, merecía. Sus argumentos son reflejo de una postura estatista que, por desgracia, está bastante difundida y que, por considerarla perjudicial, me gustaría contribuir a rebatir.Dice Zabalza que el que quiera poner en cuestión la existencia del Estado de bienestar debe hacerlo por razones sustantivas; no por razones asociadas a su financiación. Piensa que los problemas de financiación del Estado de bienestar no son distintos de los problemas que plantea la financiación de cualquier otra partida del gasto público y que, si se está convencido de la bondad del gasto, basta "mantener un sistema fiscal y de ingresos públicos capaz de responder a la necesidad de recursos que tal gasto plantea". Dicho en plata, si aumenta el gasto aumentemos los impuestos y, si éstos no bastan, aumentemos la deuda. Esto es lo que, de hecho, se ha venido haciendo. Pero tal planteamiento tiene un límite, porque el aumento del tipo impositivo, al quebrantar y expulsar al sector productivo de la economía, deteriora la base impositiva, crea más déficit del que pretende cubrir y reclama más deuda, cuya carga, aumentando el déficit, ocasiona más necesidad de endeudamiento. Se genera así un espiral perverso cuyo fin no es otro que el derrumbamiento del crédito público, con la huida del ahorro exterior y, a fin de cuentas, la bancarrota del Estado. No quiero remontarme a los ejemplos del siglo XVII, cuando Juan de Mariana sufrió un proceso inquisitorial por criticar en su De monetae mutatione las manipulaciones del duque de Lerma, bajo Felipe III, para salir de la quiebra del Estado; basta pensar en las reconversiones de la deuda pública hechas por Bravo Murillo (1851), Camacho (1882) y Villaverde (1899) para ver que no es imposible llegar a lo que digo. Claro que hoy, los Estados prefieren sustraer los derechos de los tenedores de la deuda, no reconvirtiéndola, sino dando rienda suelta a la inflación -que es el más inmoral de los impuestos- como antesala de la devaluación de la moneda, que, a su vez, se traducirá, como la experiencia enseña, en una nueva oleada inflacionista.
Sirve lo que antecede para señalar, que tampoco es lícito despachar a los que se oponen al Estado de bienestar por razones de financiación, alegando que esta financiación es simplemente un problema de voluntad política. Pero, dicho esto, acepto el reto de Zabalza y declaro, paladinamente, que estoy en contra, no del bienestar social, sino del Estado de bienestar, entendido como la universalización de la protección social con carácter de servicio público, exactamente por las tres razones que él esgrime, suponiendo que nadie será capaz de asumirlas. La primera, porque no creo que el Estado de bienestar sea el resultado de un pacto social; la segunda, porque creo que, efectivamente, sus consecuencias son perjudiciales, y la tercera, porque creo que mejores resultados se pueden conseguir de otra forma.
El Estado de bienestar, tal como existe en España, y en toda Europa, no es "un pacto social entre activos y jubilados, entre empleados y parados, entre sanos y enfermos...". El Estado de bienestar fue impuesto por los políticos, a partir de una época no tan lejana como el fin de la Primera Guerra Mundial, con la complicidad de las élites dirigentes, que, al amparo del pensamiento keynesiano, habían perdido la fe en el Estado liberal. Puede decirse que fue aceptado por los votantes, pero la verdad es que éstos no tenían mucho donde elegir, porque los políticos -fueran socialistas fueran conservadores- tendían todos a ofrecer programas de gasto en favor de sus clientelas, a fin de ganar las elecciones, que es lo que realmente importa a los políticos. Si los ciudadanos han aceptado, implícitamente, el planteamiento del Estado de bienestar, ha sido bajo el engaño de hacerles creer que la protección que les otorgaba era gratuita; siendo así que la pagamos todos -unos más y otros menos- hasta que resulte imposible pagarla.
La existencia del engaño se ha puesto de manifiesto cuando, tras decenios de Estado de bienestar, la amarga experiencia de la recesión y el desempleo, más de una vez coincidiendo con una no doblegada inflación, ha hecho cambiar de, opinión a los votantes. Al margen de las encuestas que, en diversos países europeos, detectan una inclinación de la opinión hacia el paso al sector privado en lo relativo a educación, sanidad y sistema de pensiones, un claro exponente del cambio de mentalidad, lo proporciona Suecia, donde la opinión de los propios beneficiarios del más amplio sistema de protección universal que se ha concebido obligó a los políticos, precisamente socialistas, a cambiar de planteamiento.
Puede argüirse que en España las cosas no son todavía así. Es cierto, como lo prueba que ni el Gobierno ni la oposición se atreven a mentar nada que pueda suponer un intento de cambio del sistema de protección social, a pesar de que unos y otros estén convencidos de que hay aspectos con imperiosa necesidad de ser modificados. Pero es que en ningún país como en el nuestro -por algo tenemos fama de extremosos- se ha llegado tan lejos en la utilización política de la Seguridad Social, no ya tolerando, sino fomentando el fraude y la corrupción del sistema con propósitos electorales.
El Estado de bienestar, tal como se ha concebido y aplicado, ha sido perjudicial, y no solamente por la quiebra económica a que conduce. Con ser esto malo, a mi juicio, no es lo peor. Lo peor del Estado de bienestar es el daño que ha hecho a la mentalidad de los hombres de nuestro siglo. El Estado ciertamente debe proteger las situaciones de indigencia y, en ejercicio de su función subsidiaria, extenderla a los contados casos que la sociedad no puede atender. El error del Estado de bienestar es haber querido que esta protección se universalizara, alcanzando al inmenso número de aquellos que, sin necesidades perentorias, debían haber sido puestos a prueba para que dieran los frutos de que la iniciativa individual es capaz; en lugar de ello, generaciones enteras han sido adormecidas por el exceso de seguridad con cargo al Presupuesto y, lo que es peor, en detrimento de las unidades productivas de riqueza, que, de esta forma, se sienten desincentivadas.
El resultado es que, nuestros contemporáneos, acostumbrados a tener cubiertas, sin esfuerzo, todas sus necesidades básicas, desde la cuna hasta la tumba, han perdido el amor al riesgo y a la aventura, creadora de riqueza. Preso de una paralizante excesiva seguridad, el hombre de hoy se desinteresa progresivamente de su contribución al desarrollo de la sociedad, lo que conduce a instituciones cada vez más ineficaces y anquilosadas. En esta situación, lo único que subsiste es la ambición por el enriquecimiento rápido y sin esfuerzo, fomentando la corrupción y el empleo de toda clase de artes torcidas para lograrlo.
El Estado de bienestar, en manos de políticos que buscan sus propios objetivos de perpetuación en el poder, produce efectos contrarios a los que dice perseguir. El seguro de desempleo amplio y duradero produce más paro; la ayuda a los marginados produce más marginación; los programas contra la pobreza producen más pobres; la protección a las madres solteras y a las mujeres abandonadas multiplica el número de madres solteras y el número de hogares monoparentales... Los estatistas dicen que, a pesar de todo, el Estado de bienestar produce sociedades socialmente más justas. Y pretenden probarlo, porque, haciendo un empleo abusivo del concepto de justicia, han convertido en derechos a satisfacer en nombre de la justicia social lo que no eran más que reivindicaciones propugnadas por determinados grupos políticos y sindicales Por eso, aunque desde 1970 el peso del gasto social sobre el PIB se ha más que doblado, continúa la escalada de presiones para convertir en derechos las pretensiones más absurdas y abusivas.
Los defensores del Estado de bienestar dicen, también, corrompiendo de nuevo los conceptos, que, gracias a él, nuestras sociedades son más solidarias, cuando, en realidad, la solidaridad organizada con cargo al Presupuesto lo que hace es expulsar la virtud personal de la solidaridad, con sacrificio personal, de la que la sociedad dio abundantes pruebas antes de que el intervencionismo estatal justificara la inhibición del individuo. Éste es el daño moral hecho por el Estado de bienestar: la vinculación del individuo al Estado. Sus efectos serán muy difíciles de desarraigar en unas generaciones crecidas al amparo del Presupuesto. No sin razón, Zabalza dice que "el ciudadano contempla la seguridad que el Estado de bienestar le proporciona como algo consustancial a su propia forma de vida, a lo que difícilmente va a renunciar". Esto es lo malo.
Antonio Zabalza dice -sorprendentemente- que nadie parece estar muy convencido de que el mercado sea la mejor vía, o la más barata, para garantizar niveles adecuados de protección social. En mi opinión, la verdad es exactamente lo contrario; prácticamente, todo el mundo está seguro de que los sistemas privados de prestaciones sociales son más eficaces y baratos que los públicos. La mayoría de los que defienden la Seguridad Social pública lo hacen, no por razones económicas, sino por la necesidad -dicen- de primar la equidad sobre la eficiencia; porque también ellos saben lo que hoy ya no se discute: que la eficiencia está del lado privado. Nadie ignora que una cama en la Seguridad Social es más cara que en una clínica privada; que un bono escolar es infinitamente más barato que el sostenimiento estatal de una institución de enseñanza; que los Planes de pensiones privados, actuando en competencia, ofrecen más y más barato que los sistemas públicos de pensiones; etcétera. Incluso en el supuesto de que el Estado quiera reservarse el papel de financiador total o parcial de las prestaciones sociales, su provisión puede y debe ser confiada al sector privado porque lo hará mejor y más barato.
El gran argumento al que, a pesar de su endeblez conceptual, recurren los defensores de la Seguridad Social pública es que esto es lo que hacen los restantes países europeos, respecto de los cuales estamos todavía muy atrasados, añadiendo como argumento adicional los esfuerzos que, según ellos, está haciendo Estados Unidos para adaptarse al modelo europeo. Hoy, después del revolcón propinado por los electores a la política socializante de Clinton, no parece que pueda afirmarse que los ciudadanos de aquel país estén deseosos de cambiar su sistema de protección social que, desde luego, no es desincentivador de la inversión y de la creación de empleo, como lo es el europeo. En cualquier caso, apoyarse en lo que hacen otros sin pararse a considerar si lo que hacen está bien o está mal, no parece serio. Y prueba de que lo hecho en Europa, en materia de protección social, no estaba tan bien pensado, es la paralización o retroceso a que ahora se ven obligados la mayoría de los países que la componen.
Pero ésta no es la cuestión; la cuestión es que la tercera razón por la que estoy en contra del actual Estado de bienestar es que, grande o pequeña, financiada o no por el Presupuesto, la protección social dará mejores resultados si se presta privadamente. Obsérvese que, ante la mayor eficacia del sector privado, no se trata de intentar hacer más eficaz al sector público, aplicando al mismo sus métodos de gestión. El objetivo del Estado no es emular al sector privado; es simplemente servirle en el ejercicio de las escasas funciones que le son propias, para lo cual basta que sea de tamaño reducido, esté sometido a derecho, y su administración, bajo el control de la intervención.
En resumen, el actual Estado de bienestar no es un pacto social, sino un engaño; sus resultados son contraproducentes, y puede lograrse mejor protección social por medios privados. Aun prescindiendo -que no se puede prescindir- del riesgo de quiebra del Estado que el sistema entraña, estoy en contra del Estado de bienestar tal como es entendido y practicado en Europa.
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