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La advertencia de Kohl

Hace unas semanas, el grupo de la CDU-CSU (Unión Cristiana Democrática y Unión Democrática Cristiana) del Parlamento alemán publicó un documento sobre el futuro de la unificación europea.No es casualidad que se haya publicado durante la presidencia alemana del Consejo Europeo ni que haya sido lanzado cuando el índice de popularidad de Helmut Kohl hace pensar que volverá a ser canciller federal.

Último superviviente de la generación de los europeístas, Kohl será, tras la salida de la escena política de Mitterrand, el garante y el guardián de una determinada fidelidad. A través de sus amigos políticos, anuncia dos cosas importantes: quiero el desarrollo de la construcción europea, pero lo quiero con determinadas condiciones; y si no se cumplen esas condiciones, Alemania hará de imperio del centro entre el Este y el Oeste.

Antes de analizar las condiciones, preguntémonos por la legitimidad y la oportunidad de esta acción.

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Con la unificación, Alemania sufrió una prueba que en cierto modo la puso en peligro. Durante unos años ha estado paralizada, mientras el destino personal de su canciller se hacía igualmente incierto. Ha salido victoriosa; él también. Ambos han pasado a formar parte de los árbitros de los equilibrios mundiales.

Están en una posición que les permite elegir entre dos destinos, y tienen la capacidad de asumir cualquiera de ellos. Alemania, la de Helmut Kohl y la de mañana, puede pretender convertirse -gracias a su moneda, su economía, su política internacional y su posición estratégica- en un gran país, tanto más significativo cuanto que, aun estando en contacto con Europa del Este, y en particular con Rusia, su lugar sigue y seguirá estando en Occidente. Contribuye al poder de Occidente, pero saca partido de él a la hora de tratar con unos vecinos difíciles. Sin duda, Alemania no tiene todos los atributos de una potencia, especialmente los nucleares, pero como tiene todos los demás y dado que no parece que mañana vaya a haber una guerra -en la que, a fin de cuentas, EE UU asumiría de todos modos la principal responsabilidad-, Alemania puede considerar sin pecar de presunción la posibilidad de ser el grande que garantice el equilibrio entre el este y el oeste de Europa.

Puede hacerlo. Pero duda a causa de los viejos fantasmas que atormentan la memoria de los dirigentes, a causa del complejo político que todavía pesa sobre las viejas generaciones, y, finalmente, a causa del sueño que aún persiste de construir una Europa que comparta con EE UU el imperio del mundo.

Pero hace falta que, al renunciar a un destino individual, pueda basar su actuación en la certidumbre de realizar en Occidente un destino solidario.

El documento cristiano-demócrata proclama: "Preferimos avanzar juntos, pero si la tarea resultara ser imposible o poco creíble, avanzaríamos solos".

Sin embargo, según se afirma en ese mismo documento, el estado actual de la Unión Europea no promete el próximo nacimiento de la potencia con la que soñamos y en cuyo seno es razonable y posible asumir responsabilidades importantes. Para que nuestra fidelidad dinámica a la Unión se haga razonable, hace falta que se cumplan tres condiciones: una alianza sin fisuras entre Alemania y Francia, la constitución de un núcleo duro que tenga las ambiciones y los medios de una auténtica federación, y la Capacidad y la voluntad de ese núcleo. duro de seguir abierto a los países de la Unión que aunque hoy no puedan acceder al mismo, quieran y puedan hacerlo mañana.

Eso constituye un desafío múltiple: para EE UU, al que se promete un socio serio; para Francia, a la que se conmina a elegir su camino y dejar de andarse con subterfugios como hace continuamente; para el Reino Unido, que tendrá que decir si sus titubeos ante una Europa reforzada son circunstanciales o fundamentales; para los demás países de la Unión, que tendrán que decir si están dispuestos a realizar un esfuerzo y demostrar que lo están, en caso de que deseen integrarse en el núcleo duro, pero no puedan hacerlo en la actualidad.

La maniobra es hábil. Es saludable. Revaloriza a Alemania y, llegado el caso, podría justificar su infidelidad. Obliga a Francia y al Reino Unido a decir qué quieren ser. Supone una invitación urgente especialmente a España e Italia. Prepara un nuevo mapa de Europa para dibujar dentro de 10 años, cuando una vez establecida la federación o cuasi Estado se pueda decir quién formará parte de ella y quién, definitivamente, no lo hará.

Apostemos por que Francia acepte el reto, a pesar de su orgullo o a causa de él. No hagamos ninguna apuesta por la insularidad del Reino Unido. Apostemos por que Italia y, en particular, España se esfuercen por integrarse lo más pronto posible en un conjunto que no se puede concebir sin ellas.

Algunos acusan al documento de chantaje, porque consideran que las dos posibilidades alternativas que proponen los parlamentarios cristiano-demócratas son inaceptables. Se les pide, dicen, que elijan entre el fin de la Unión o el liderazgo alemán. Lo que no dicen es que en la actualidad no hay otra alternativa, lo único que hay es el declive continuo de una Europa sin proyecto, sin ambición, sin auténtica capacidad y que solamente sirve para pagar el precio de los espasmos de la ex Unión Soviética, el precio de intervenciones impotentes en la ex Yugoslavia, el precio del juego sin contrapartidas de un dólar regulado exclusivamente de acuerdo con los intereses estadounidenses, el precio de un papel de comparsa en un teatro del mundo que espera un nuevo actor principal.

No depende sólo de Alemania el que la Unión Europea esté dominada por ella. De Francia, España, Italia, del Benelux, Irlanda, Austria y los países escandinavos y tal vez del Reino Unido y Grecia (marginales ambos, aunque por, razones distintas) depende el que, con el esfuerzo de cada uno por consolidar Europa en un mundo mundial, Alemania no parezca y no sea, en definitiva, más que uno de los elementos de una federación donde, por definición, ningún Estado puede dominar ni al conjunto ni a los demás Estados.

Nada es más irritante que esa actitud apocada que rechaza los riesgos controlables de la construcción europea para preferir los riesgos, ahora seguros, de un repliegue y un estancamiento.

Hay que responder al proyecto alemán con enmiendas o contraproyectos que tengan los mismos objetivos. Nada sería tan despreciable como el rechazo de ese debate.

Edgard Pisani es Presidente del Instituto del Mundo Arabe de París y director de la revista LÉvénement Européen.

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