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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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El caso del escritor desleído (2)

Cuando pasó el vídeo que habían grabado sus hijas comprobó que, en efecto, se le veía muy borroso. Cada gesto que hacía, cruzar una pierna sobre la otra o ajustarse el nudo de la corbata, parecía ralentizado y dejaba tras de sí esa estela fugaz que deja en las fotografías un objeto en movimiento. Todo lo demás a su alrededor, incluida la bella presentadora y los papeles y libros que manejaba, aparecía quieto y nítido; sólo su imagen parecía pertenecer a otra película, con otro ritmo -a un celuloide rancio, diríase: tenía una tonalidad distinta, bañada por otra luz, otra atmósfera. Pero lo más extraordinario era que las manos peludas de Mr. Hyde y su cara de mono, mientras procedía a estrangular a la pobre lvy en la fotografía que colgaba a su espalda, las garras y la máscara bestial que deberían haber quedado parcialmente ocultas, podían verse a través, de su estómago porque éste se transparentaba.Pasó el vídeo otra vez, y luego otra, y decidió que el realizador del programa había mezclado dos tomas con alguna finalidad estética; una virguería técnica copiada de Rouben Mamoulian o de George Stevens.

Ese mismo día, hallándose en una librería, fue reconocido por una señora que le pidió su autógrafo esgrimiendo un ejemplar de su último libro y un bolígrafo de tinta roja. R. L. S. la complació, no sin problemas: firma y rúbrica surgieron ante sus ojos y los de su admiradora, pero se esfumaron al instante. Parecía cosa de magia. Pensó que la tinta carecía de la suficiente densidad o le faltaba algún ingrediente, y firmó y rubricó nuevamente de forma vigorosa y enrevesada, como hacía siempre, pero presionando mucho más: el trazo sanguinolento apareció, bastante aguado y fantasmal, y volvió a esfumarse en la nebulosa blanca del papel. Sólo después de varios intentos y con otros bolígrafos, rodeado de la curiosidad general y las atenciones del personal de la librería, consiguió fijar un palidísimo remedo de su autógrafo.

El incidente le dio mucho que pensar. Decidió someterse a la prueba de una nueva comparecencia televisiva y pidió a sus hijas que lo grabaran. Volvía a sentir el escalofrío del cubito de hielo incrustado en la tráquea y el goteo interior.

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Pensaba hacerse invitar, pero no fue necesario: en los medios audiovisuales se interpretó su primera e inesperada aparición ante las cámaras como el fin de una cabezonería insensata, una rendición ante el poder supremo de la imagen, y varias cadenas privadas ya reclamaban su presencia. Con tal motivo, sus editores le felicitaron instándole a participar en programas de gran audiencia y de muy diversa roña y pelaje: debates sobre extraterrestres y parapsicología, concursos millonarios y debates públicos sobre la corrupción política, la ruta del bakalao, los animales de compañía, las apariciones de, la Virgen, el tabaquismo o la calvicie o los grandes incendios forestales... Le recomendaron muy encarecidamente huir de los programas dedicados a libros.

-Vamos a recuperar el tiempo perdido -exclamó entusiasmado. un joven jefe de publicidad.

-Ojalá no sea demasiado tarde -murmuró R. L.S.

La segunda comparecencia tuvo lugar en un gran estudio que lucía un decorado espectacular con piscina y trampolín, gradas repletas de público y mucho trajín de sonrientes azafatas faldicortas. Era un concurso de audiencia nacional conducido por un popular periodista, y los televidentes podían concursar desde sus casas por teléfono respondiendo correctamente a preguntas muy simples, y, al final, en un breve espacio dedicado al personaje invitado, debían adivinar al autor de una cita literaria previamente escogida por él, y que aparecía escrita en la pantalla a lo largo de la entrevista. Después de invitarle a sentarse y de improvisar unas breves palabras de presentación, el conductor del programa le preguntó, muy sonriente:

-Ante todo nos gustaría saber, disculpe nuestra curiosidad, por qué ha rehuido usted las entrevistas en televisión durante tantos años.

R. L. S. permaneció mudo y absorto ante la sonrisa del presentador. Sentía las manos ardientes y peludas de Mr. Hyde, que olían a azufre, apretando su cuello. Durante diez minutos, el gran comunicador no logró arrancarle una sola palabra. Simuló ante su audiencia un fallo técnico y ordenó que le cambiaran el micro prendido en la solapa, pidió un vaso de agua y una silla más cómoda para su invitado, le ofreció un café, y nada. Finalmente, R. L. S. pareció despertar de su letargo y dijo:

-He venido para verme después.

El presentador hizo una seña al cámara de la grúa para que se acercara y sacara un plano del nudo impecable de la corbata de su invitado, mientras palmeaba amistosamente su rodilla.

-¡Vaya, nos ha salido usted muy bromista, señor Errelese! A propósito, estas iniciales corresponden a su nombre y apellidos, naturalmente. Déjeme adivinarlo... ¿Roberto Lara Segura? ¿Rafael Linares Salinas? ¿Raúl Lemos Sancho?

R. L. S. lo miró. La sonrisa y las garras de azufre seguían haciendo su trabajo.

-¿Y por qué no Robert Louis Stevenson? -dijo.

-¡¿Por qué no, en efecto?!

¡Muy agudo, sí señor! ¿Tal vez lo escogió porque es usted un fan del autor de La isla del tesoro?

-Bueno, sería la única forma de parecerme a él en algo...

En este momento se recibió la primera llamada telefónica. Una señora de Madrid. La cita de autor famoso que R. L. S. había escogido era: "Os lamentáis de que el culo de las mujeres es monótono. Hay para eso un remedio muy sencillo: olvidarlos". Era de Gustave Flaubert. Los guionistas del programa habían expresado sus recelos ante la frase, apelando al buen gusto del que siempre había hecho gala el concurso (aquí se escuchó la risa sarcástica de Mr. Hyde) pero en eso R. L. S, se mostró inflexible: o se aceptaba su propuesta o se iba a casa.

-¡¿Con quién tenemos el gusto de hablar?! -preguntó el presentador.

- Con Matilde.

-¡Muy bien, Matilde! ¡¿Puede usted decirnos quién es el autor de nuestra cita de hoy?!

-¡Pues es que no estoy segura, la verdad ... ! -dijo la concursante muy excitada.

-¡Adelante, mujer, sin miedo! íTiene medio millón de pesetas al alcance de la mano! ¡No es ninguna broma, Matilde!

Ay, ¿por qué no me echa usted una ayudita?

imposible, querida señora. Yo no sé el nombre del autor. Sólo nuestro ilustre invitado lo sabe, él lo escogió.

-Ay. ¿No será éste... cómo se llama? Este que sale siempre por la tele y casca mucho... Ay, lo tengo en la punta de la lengua ... ¿Don Benito Pérez-Dragó?

-Siempre sin dejar de sonreír, el gran comunicador miró a R. L. S., esperando su veredicto.

-Déle usted a esta señora su medio millón -dijoel escritor invitado con la voz suave- y que se compre un pesebre.

Se volvió a un lado, hacia una de las azafatas, y pidió otro vaso de agua.

-¡Cuánto lo sentimos, Matilde! -dijo el presentador-. Parece que no hubo acierto. ¡Gracias por llamar y suerte la próxima vez! -y colgó el teléfono, mirando a R. L. S. con el rabillo del ojo. La azafata de sonrisa congelada trajo el vaso de agua y, al disponerse R. L. S. a cogerlo, su mano se cerró en el aire y el vaso fue a parar al suelo y se hizo añicos; vio sus dedos traspasando limpiamente el cristal y el agua, sin tocarlos, asiendo la nada. "Perdón", murmuró, y se puso lívido.

Poco después hubo otra llamada. Una concursante de Valencia.

-¡¿Es don Camilo José Cela?! -dijo una voz chillona-. Porque esta clase de cochinadas... vamos, que es lo suyo, muy propio del don Camilo ése. Seguro que es él.

-No. Éste es un prosista castizo y campanudo -dijo R. L. S.-. Yo he venido a dar testimonio de un novelista.

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