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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El fin de un sueño

LOS DOCE se hallan en vísperas de una decisión histórica: la sustitución de Jacques Delors por un anónimo político luxemburgués, cuyos mayores méritos son mera consecuencia de la sobredimensión que adoptó el Gran Ducado en la vida internacional gracias a la Unión Europea. Jacques Santer, el candidato elegido por Helmut Kohl como mínimo común denominador entre. los Doce, es un excelente profesional de la cosa pública que ha acreditado sus dotes de primer ministro durante 10 años al frente de una estable coalición. La placidez de un país como Luxemburgo, con sus 400.000 habitantes, le ha facilitado las cosas.Con el nombramiento de Santer es de temer que Alemania, como país que preside ahora el Consejo de Ministros y como locomotora solitaria de la Unión, quiera hallar un gestor sumiso que se pliegue a sus designios, una especie de gerente de la burocracia europea que deje manos libres a los 12 Gobiernos y no les enrede con grandes ilusiones y proyectos, ni les desborde, como ha hecho Delors, con su imagen de padre y casi presidente de unos casi Estados Unidos de Europa.

Quienes se lamentaban por el acuerdo francoalemán para imponer a Jean-Luc Dehaene deberán conformarse con la arrolladora propuesta alemana, vislumbrada con satisfacción incontenida por los conservadores británicos. Quienes denunciaban el secretismo de los días previos a la cumbre de Corfú, cu

ando había tres candidatos explícitos -Leon Brittan, Ruud Lubbers y Jean-Luc Dehaene-, deberán contentarse ahora con la participación discreta en el consenso silencioso arrancado por Bonn a cuatro días de la nueva cumbre tras una auténtica tormenta de intoxicaciones informativas. ¿Qué dirán finalmente quienes lamentaban la escasa personalidad del candidato belga?Los críticos más bullangueros del funcionamiento de las instituciones europeas, quienes denunciaban la falta de democracia, el poder desmedido de la burocracia y la ausencia de transparencia, están demostrando al fin que no desean que Europa llegue a constituirse en una unión política y económica fuerte. Su acción erosionante ha llegado a afectar a europeístas honestos que apostaban por la soberanía compartida y que ahora prefieren encastillarse en la reafirmación de sus Estados nacionales.

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Para Alemania, con su emplazamiento central en el continente, con su riqueza y potencial de crecimiento, su moneda fuerte y su enorme demografía, es una opción lógica cuando los otros renuncian. Para los que renuncian, en cambio, este abandono del proyecto supranacional supone el sometimiento a la decadencia y a la dependencia. Es el caso de Francia, despistada sobre su propio futuro, y del Reino Unido, todavía ensoñado en sus quimeras insulares. Es el caso, más dramático si cabe, de España, que sin una Europa fuerte queda huérfana de proyectos en su dimensión internacional. La elección de un gestor sin perfil ni autoridad parece anunciar que, lentamente, hasta los Estados inicialmente más europeístas están abandonando el proyecto de la unidad europea.

La presidencia de la Comisión Europea, la única institución con capacidad de iniciativa legislativa a nivel europeo y la guardiana de los tratados, debe ser consensuada con el Parlamento Europeo, la única institución de elección directa. Sería de desear que los parlamentarios compensaran la ausencia de democracia y de transparencia que ha rodeado todo el proceso de designación del presidente de la Comisión. Más deseable sería, por supuesto, que un cargo de tal importancia política saliera sin más de una elección democrática -en el Parlamento o en las urnas- en vez de un conciliábulo secreto tramado entre las cancillerías europeas. Mientras esto no sea así, esperemos que las decisiones de los Doce no lleguen a comportar la guillotina definitiva al proyecto de unidad europea.

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