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México en un balón

Enrique Krauze

Enrique Krauze

"Yo canto a los pies que, fatigados de trabajar las sierras, llegaron al llano e inventaron el fútbol".

Antonio Deltoro

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En realidad no llegaron de la sierra, sino de Inglaterra. Los trajo el progreso porfiriano de principio de siglo. Asentaron sus reales en las minas de Pachua y las fábricas de Orizaba, así como en los selectos clubes de las ciudades, antes dedicados al cricket, al tenis, al polo (Reforma, British). Un tal Mr. Blakinore importaba balones de Inglaterra. El embajador británico imponía las reglas, que obedecían fielmente los jugadores, súbditos todos de la corona. Cuando los futbolistas ingleses se fueron a la guerra mundial, sólo quedaron los entrenadores. Así empezó una historia deportiva que guarda paralelos sorprendentes con la historia del país.

En plena revolución se fundó el efimero Club México, que daría pie al Real Club España. Este mestizaje al revés tuvo consecuencias paradójicas. Así como la revolución enfrentó culturalmente a hispanistas e indigenistas, el fatídico "¡Mueran los gachupines!" de 1810 se volvió a escuchar en los estadios de México. Por un lado estaban el España y el Asturias; por otro, un conjunto de equipos mexicanos que, sin llegar a la lucha de clases, denotaban una variada adscripción económica y social.

Había un equipo de los militares (el Marte),, y otro apoyado por la colonia alemana (el Germania). Fundado por padres del Colegio Francés del Zacatito, el América nació como el típico club de la "gente decente". Frente a este grupo privilegiado, surgió de los llanos la alternativa obrera: los "prietitos" del Atlante, el equipo del pueblo integrado en parte por zapateros y albañiles.

A raíz de la guerra civil española llegaron los homólogos deportivos de Gaos, Bergamín, León Felipe, Cernuda: se llamaban Lángara, Zubieta, Regueiro, Iraragorri. Como aquellos filósofos y literatos en la esfera de los libros, los vascos enriquecieron el capítulo del balón. El Euzkadi, efímero equipo de estos transterrados, se disolvió para fortalecer en parte al España y al Asturias y avivar sin querer el encono deportivo entre mexicanos y españoles. Enardecida por la fractura que el Negro León infligió sobre el famoso delantero del Necaxa Horacio Casarín, la muchedumbre prendió fuego al segundo Parque Asturias. Era el año de 1943. Se había librado, en una cancha de fútbol, la última batalla de la guerra de la independencia. En 1950, por una decisión franquista, los equipos españoles se retirarían de México.

La geografía del soccer se centraba en el México viejo. Hasta las ciudades más modestas de provincia tuvieron un equipo de soccer en la Primera División: los Ates del Morelia, los Freseros de Irapuato, el Celaya, el Zamora. En la zona zapatista del Estado de Morelos había equipos que jugaban con fiereza guerrillera. Entre todas las ciudades de provincia destacaba Guadalajara: de allí provenía el Atlas, con su academia de fútbol; y, desde luego, las Chivas del Guadalajara, escuadra con la X en la frente. Significativamente, el sur indígena, pobre y marginado, no aportaba ningún equipo ni practicaba deporte alguno. A pesar de todo, en el soccer -a diferencia de la política-, México era una verdadera federación.

La prensa practicaba una crítica libre y no exenta de dignidad literaria. La selección que hizo un buen papel en el Mundial de Chile en 1962 fue el fruto mejor de este ciclo de desarrollo federal y hacia adentro.

En economía y demografía, el péndulo comenzó a virar hacia el centralismo urbano en los años sesenta. También en el fútbol. De la televisión nació la idea del pleito entre dos equipos urbanos: los buenos (Guadalajara, humildes, mexicanos) y los malos (América, millonetas, extranjeros). Aunque se construyeron numerosos estadios en la provincia, el "monumental azteca" (110.000 butacas) fúe el símbolo de este cambio de épocas: un nuevo centro ceremonial para el renovado juego de pelota. Las grandes ciudades (Guadalajara, Monterrey y, desde luego, México) multiplicaron su representación en la Primera División.

En los setenta, con Echeverría y López Portillo, los universitarios llegaron al poder... también en el fútbol. Siguiendo el ejemplo de la UNAM (cuyo equipo ingresó a la Primera División en 1963), otras universidades formaron equipos. Este crecimiento piramidal y universitario se hizo, sin embargo, a expensas de las fuentes originales, locales como ese deporte, que sin capacidad de competencia comenzaron a desaparecer. Llegaron en este tiempo muchos males antes desooriocidos: el populismo estatista, el corporativismo y la inflación. En el extremo del populismo, el Atlante sería estatizado por el Seguro Social. Resultado: bajó a Segunda División. En el extremo del corporativismo sindical, el Sindicato Petrolero mantendría al Tampico-Madero, sin mejores resultados. Como los discursos del PRI sobre el país de sus fantasías, la televisión incurría ya en la narración estentórea de partidos imaginarios.

Ese fútbol centralizado, corporativo, oficioso, era también, como la economía toda, un fútbol inflado. Los dólares baratos trajeron unos cuantos jugadores excelentes, pero la tendencia predominante fue la importación suntuaria e improductiva. Azuzado domingo a domingo por una propaganda irresponsable, imaginándose del Primer Mundo, el jugador mexicano se infló también. Como el balón de la economía, el del fútbol se desinfló definitivamente en 1982.

Tiempo después, tras una derrota de la selección juvenil, algunos aficionados incurrieron en una profanación inusitada: quemaron la bandera nacional.

. Urgía la devaluación. Sólo a partir de allí se podría sustentar un crecimiento responsable. Por fortuna, algunos equipos habían comenzado a operar a la manera de España o Argentina, como verdaderos clubes, viveros de niños y jóvenes. Gracias a esa labor profesional, se dieron algunos jugadores de calidad. Uno en particular, Hugo Sánchez, demostró las ventajas del profesionalismo y la apertura. México puede exportar buenos productos con las manos (vidrio, cemento, automóviles) y con los pies (goles).

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México en un balónn

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Un famoso teórico de la semántica futbolística -e incidental director de cine- llamado Pier Paolo Pasolini decía que hay dos tipos de fútbol: el de prosa y el de poesía. Sin la prosa europea dura, premeditada, sistemática, colectiva, sin la poesía latina -dúctil, espontánea, fulgurante, individual- y sin la prosa poética brasileña -samba y erótica del balón-, el fútbol de México ha tenido que buscar su nicho de mercado. El pequeño secreto lo descubrió un argentino, César Luis Menotti: hacer valer ciertas modestas prendas del juego en México -la precisión en el toque, la movilidad, el destello individual, la resistencia estoica- y exponerlas de manera in misericorde a la ruda competencia internacional. A ocho años de cumplir su centenario (nació en 1902), el fútbol mexicano -como el país entero- ha hecho ciertos avances, ha encontrado un tono, muy menor, pero propio. ¿Qué le falta? Persistir en la apertura al mundo, integrar verdaderos clubes y no meros equipos, y algo más, no muy distinto a lo que requiere el país: una reforma política, volverse más representativo y federal. La concentración de equipos en pocas manos desanima la creatividad y contradice el espíritu mismo del deporte: la competencia. La concentración de equipos en zonas urbanas inhibe el orgullo, y la iniciativa local impide un desarrollo equilibrado. Otra lacra es la conexión inducida entre la política y el fútbol: cada vez que se ha llevado a extremos (en el triunfo de Argentina en 1978 o en la derrota de Brasil en Maracaná, 1950), las consecuencias -en sentido estricto- han sido suicidas.¿Si pierde la selección, pierde el PRI? Dificil saberlo. En todo caso, la probable eliminación del equipo mexicano será un factor más que presionará hacia la dirección de un cambio. Al segundo deporte nacional (el fútbol) le hace falta, en suma, lo mismo que al primero (la política): un planteamiento abierto y libre sobre el terreno de juego... llamado democracia.Enrique Krauze es historiador mexicano, autor del libro Siglo de caudillos.

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