Sobria ebriedad
ANTONIO ESCOHOTADOEl prohibicionismo agrava el problema de la droga en lugar de evitarlo y la solución a éste pasa por recobrar el empleo de las drogas como reto ético y estético
El prohibicionismo en materia de drogas es -cada vez más- un remedio que agrava el mal en lugar de evitarlo; su vigencia sostiene imperios criminales, corrupción, envenenamiento con sucedáneos y meros venenos, hipocresía, marginación, falsa conciencia, suspensión de las garantías inherentes a un Estado de derecho, histeria de masas, sistemática desinformación y -cómo no- un mercado negro en perpetuo crecimiento. Los millones de personas que mueren o son encarceladas, chantajeadas y expropiadas cada año en el mundo, y los muchos millones más expuestos cada día a semejante suerte no son un argumento pequeño; súmese a ello la atrocidad de que mueran o yazcan retorcidos por dolores perfectamente remediables un número todavía superior de personas y tendremos un cuadro realista de la situación.Pero el cambio de esa pesadilla, la ley vigente, no sólo promete evitar de inmediato muchas cosas indeseables -como la sobredosis accidental o involuntaria-, sino promover algunas deseables, empezando por la moderación misma. Aunque parezca imposible un mundo sin drogas, hay quien piensa que sería lo idóneo; tiene demasiado cerca la propaganda prohibicionista para observar que las sustancias psicoactivas no se inventaron para hundir al ser humano, esclavizándole y mutilando su dotación orgánica, sino para ayudarle a sobrellevar desafíos vitales, mejorando su autocontrol y, en definitiva, su libertad y su dignidad personal.
La guerra a las drogas es una guerra a la euforia autoinducida y delata miedo al placer. El sufrimiento, tan común, coge a todos preparados y no suele exigir pedagogos; pero el placer -especialmente si se presume intenso demanda una protección, que pedagogos oficiales se encargan de impartir por las buenas o por las malas, normalmente por las malas. Nada más oportuno entonces que recordar el concepto clásico de euforia así como la idea que otras culturas tuvieron y tienen de la ebriedad.
Hacia el siglo VI antes de Cristo, Hipócrates -creador de la medicina científica- recomendaba "dormir sobre algo blando, embriagarse de cuando en cuando y entregarse al coito cuando se presente ocasión". Preconizaba opio para tratar la histeria y concebía la euforia (de eu-phoria: "ánimo correcto") como algo terapéutico. Para él, como para Teofrasto y Galeno, las drogas no eran sustancias buenas o malas, sino "espíritus neutros", oportunos o inoportunos atendiendo al individuo y la ocasión.
Durante la era pagana, el vino y las bebidas alcohólicas son las únicas drogas que sugieren degradación ética e indigna huida ante la realidad. Ecos del reproche se remontan al primer imperio egipcio, prosiguen en la vieja religión indoirania y llegan a la cuenca mediterránea como dilema: ¿quiso Dioniso-Baco regalar a los mortales algo que enloquece o algo que ayuda a vivir? Los usuarios de cualesquiera otras drogas no interesan para nada al derecho ni a la moral, y cometeríamos un error creyendo que eran escasos. En la Roma de Augusto y Tiberio, por ejemplo, había casi 900 tiendas dedicadas de modo exclusivo a vender opio, cuyo producto representaba el 15% de toda la recaudación fiscal, y el opio era una mercancía estatalmente subvencionada, como la harina, para impedir especulaciones con su precio; sin embargo, no hay palabra en latín para opiómano, mientras se acercan a la docena las que nombran al alcohólico, y ni un solo caso de adicto al opio aparece mencionado en los anales de la cultura grecorromana. Lo mismo debe decirse de quien usa marihuana, hachís, beleño, daturas, hongos visionarios y demás drogas antiguas.
Las raíces del mundo occidental coinciden con las de otras innumerables culturas en un concepto a la vez profundo y claro de la ebriedad -alcohólica o no-, que en definitiva apunta a un acto de júbilo y abandono, pues -como señalara Nietzsche- es "el juego de la naturaleza con el hombre". Filón de Alejandría, padre de la corriente jónica, vincula la palabra griega para ebriedad (methe) con el verbo methyemi, que significa "soltar", "permitir", y define al ebrio como quien se adentra en la "liberación del alma". Platón, su maestro, no ignoraba que el ebrio puede caer en patosería, aturdimiento, avidez y fealdad, pero defendió vigorosamente el entusiasmo ebrio como antídoto para aligerar la tirantez del carácter y sus ropajes rutinarios, que suscita la interioridad original y aquella inocencia donde pueden aparecer a una nueva luz las cosas. Como resumiría mucho más tarde Montaigne, "los paganos aconsejaban la ebriedad para relajar el alma".
De ahí que el ideal grecorromano no fuese la sobriedad, sino la sobria ebrietas, la ebriedad sobria que faculta para gozar el entusiasmo sin incurrir en necedades. El sobrio no debe ser confundido con el abstemio, porque el primero es racional con o sin drogas, mientras el segundo sólo lo es sin ellas; uno puede penetrar en los pliegues de la desnudez, y el otro ha de rehuirlo para no avergonzarse ante los demás y ante su propia conciencia.
Esta constelación se derrumba al triunfar el cristianismo, que no sólo combate los cultos orgiásticos y extáticos de la religión pagana -apoyados casi siempre sobre drogas de tipo visionario- sino la propia medicina hipocrático-galénica, en nombre de remedios mejores como exvotos, santos óleos y agua bendita; el saber farmacológico antiguo será destruido, y se perseguirá como crimen de lesa majestad la eutanasia, que hasta entonces había sido considerada un signo de excelencia ética. El uso médico, moral, sacramental y recreativo de drogas distintas del vino constituye apostasía, desprecio por la fe verdadera. Los dispersos restos del saber previo quedan al cuidado de curanderos y curanderas, y la persecución de estos focos acabará suscitando una cruzada contra la brujería, que, por estructura y métodos, es un calco de la actual guerra a las drogas.
Para terminar, les recuerdo que Europa recobró la farmacología científica -y libertad para hacer uso de ellas- cuando aparecieron las primeras fisuras graves en la monolítica unidad de la Iglesia y el Estado, y que desde el siglo XVII hasta el actual concibió las drogas otra vez al modo pagano, confiando en ellas como buenos remedios cuando se usaban sensatamente, y restaurando como orientación la sobria ebriedad. Les recuerdo que el afán prohibicionista, nacido en Estados Unidos y promovido por este país al ritmo en que iba alzándose al rango de superpotencia, es una iniciativa de misioneros y círculos puritanos, pensada expresamente -en palabras del reverendo Wilbur S. Crafts, director del Internationai Reform Bureau en tiempos de T. Roosevelt- "para celebrar el segundo milenio de égida cristiana sobre el planeta".
La cruzada contra las drogas ha tenido y tiene el mismo efecto que la cruzada contra las brujas: exacerbar sta extremos nauditos un supuesto mal, justificando el sádico exterminio y el expolio de innumerables personas, así como el enriquecimiento de inquisidores corruptos y un próspero mercado negro de lo prohibido, que en el siglo XVI era de ungüentos brujeriles y hoy es de heroína o cocaína. No quebrantaremos el círculo vicioso de la cruzada sin sustituir las pautas de barbarie oscurantista por un principio de ilustración. Las drogas son cosas que siempre estuvieron entre nosotros, que siguen estándolo y que van a continuar así. Dado el clima de alarmismo contraproducente, donde para los jóvenes usar lo ilícito es en parte rito de pasaje hacia la madurez y en parte coartada que sugiere declararse irresponsable, nuestra alternativa es excitar un consumo irracional de productos adulterados, o apoyar un uso in formado de sustancias puras.
Demonizar las drogas sólo nos ha hecho más inermes, más crueles para con nuestros semejantes y más idiotas en sentido original, ya que idiotés nombra en griego clásico a quien delega indefinidamente en otros la gestión de aquello común, y por tanto suyo. No ya nuestra salud sino la de nuestros hijos y nietos pende de que recobremos su empleo como reto ético y estético personal -atendiendo a la aventura de libertad y saber allí subyacente-, sin desoír su valor como lenitivo mejor o peor para partes difíciles del vivir y vidas amargas. A mi juicio, sólo así podrán renacer en este campo un sentido crítico y una mesura dignos de su nombre, que fueron regla antes del experimento prohibicionista.
es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.