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Tribuna:
Tribuna
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Boquita pintada

Estaba yo sentado en la terraza del quiosco de Paco, en la plaza del Dos de Mayo, cuando se acercó una mujer delgada con una pamela, atada con una cinta de colores, y se sentó a mi lado.-Hola, Luis me dijo.

Yo leía el periódico y fumaba una farias de La Coruña del número uno.

-Perdón -le contesté- Me llamo Juan.

Cruzó las piernas y me sonrió.

-¿Hacemos las paces, tonto?

-Verá, señora... me parece que me está confundiendo con otro, no me llamo Luis.

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-Voy a quererte un poco más, ¿sabes? Voy a quererte como si fuera una campesina recién casada, como tú dices. En realidad yo no soy fría... Es que... ¿Te parezco fría, mi amor?

-¿Cómo?

-Que si te parezco fría puedo cambiar. Ya sé que nunca te ha gustado que no te acaricie, que no te diga que te quiero, pero debes entender que yo soy así. Bueno, era así, porque he decidido cambiar, voy a hacerte caso, mi amor.

Me di la vuelta en la silla. Abdelkader hablaba con un sujeto que acababa de aparcar un Ford Fiesta rojo y gesticulaba con las manos. Probablemente le estaría vendiendo coca. Más allá pasaba la gente y un perro cagaba. Ella seguía sonriéndome.

Todo parecía tranquilo, en orden.

-Un momento, vamos a poner las cosas claras. Yo a Usted no la conozco de nada. No nos hemos visto nunca, ¿de acuerdo? Y me gustaría continuar leyendo el periódico.

-Por favor, no te enfades conmigo. He pensado mucho, ¿sabes? y creo que tienes razón, el amor hay que... bueno, hay que manifestarlo. El amor es... verás, es como una planta en una maceta y hay que regarla... He pensado mucho, mucho, y he decidido que tienes razón, que tú tienes razón. Todos queremos que nos acaricien. ¿No estás de acuerdo?

La mano de ella estaba caliente y húmeda y se posó sobre la mía. Era una mano grande y pesada con un anillo que parecía planta.

-Ven a casa, te necesito -continuó.

Intenté retirar la mano, me la agarró con fuerza.

-Estas cosas pasan -le dije, y sonreí con la faria echando humo en la boca- Un día, en la Puerta del Sol, yo mismo me confundí con un amigo y le di un pescozón en la calva a un tipo, je, je, je. Le dije que me había confundido y ya está, no pasó nada. Estas cosas no tienen que darnos vergüenza.

Intenté retirar la mano, pero me la tenía agarrada con fuerza.

-Sí, me acuerdo de eso. Me lo has contado, nos reímos mucho, fue muy divertido.

-¿Que yo le he contado qué? Oiga, señora, Usted no me conoce, nunca me ha visto, ni yo a Usted. ¿Le importaría soltarme la mano?

-Voy a acariciarte, Luis. Siempre te voy a acariciar y no tiene que darte vergüenza. A mí ya no me da vergüenza, la he superado. Te quiero.

Pegué un tirón y retiré la mano. Me puse en pie y ella hizo lo mismo sin dejar de sonreírme, ni mirarme. Eché a andar.

-¡Luis! -gritó- ¡Luis! ¿Dónde vas?

Me volví.

-¡No me llamo Luis!

-¡Luis, te quiero! ¡Te quiero de verdad, no seas tonto!

Yo estaba a unos metros, ella no se había movido del sitio.

-¡Me ha confundido con otro, señora!

-Luis, voy a cambiar -dio unos pasos en dirección mía. Pensé echar a correr-. Luis, mi amor... Voy a cambiar, Luis, vuelve, Luis, vuelve. .

-Por Dios bendito, señora. ¿Es que no ve que se ha confundido? Yo no soy ese Luis y no venga detrás de mí, quédese ahí, no se mueva.

Adelantó los brazos. No había dejado de sonreír un solo instante. Debajo de la pamela se le escaparon rizos negros que le cubrían las orejas y le caían hasta los hombros.

-Ha sido culpa mía, mi amor, lo reconozco -dijo, pero yo ya estaba lejos para oírla.

Juan Madrid es escritor.

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