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Tribuna
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La realidad

La otra noche, con el propósito de ejercitar mi entumecido sentido de la realidad, decidí de pronto poner los pies en el suelo. Fue así como me vi, al cabo de un largo paseo, sin saber muy bien dónde me encontraba. Tampoco me ayudó mucho la estrepitosa irrupción producida por un monitor de televisión arrojado en mi trayecto. No soy árabe ni me encontraba en Covadonga, por lo que no pude entender de inmediato qué se proponía aquel cristiano observando una conducta tan temeraria. Sobrepuesto al susto y a la confusión, supuse que tal vez se trataba de algún otro vecino que, sobrecogido por un irresistible impulso de ejercitar a su vez su propio sentido de la realidad, había decidido terminar con su Nirvana particular de un modo tan contundente y definitivo. Pero enseguida rechacé conjeturas tan banales, originadas, sin duda, en mi propia conducta.Lo más probable es que se tratara de algún loco repentino apurando sus últimos rasgos de cordura. Pero mi expectativa quedó defraudada al comprobar que detrás del televisor no seguía, en cascada, el resto del mobiliario. O sea, ¿que se trataba, en definitiva, de un gesto, aunque insólito, vulgarmente reivindicativo? Tampoco. Pues en lo alto de la almena -el suceso había transformado para mí el inmueble en una fortaleza- podía ver ahora el grupo de mujeres confabuladas que, sin duda, habían protagonizado tal acción. Exultaban triunfantes como un corró de ménades arrebatadas, mientras desde la almena contigua los caballeros escrutaban consternados el fondo de la calle como un grupo de babuinos desolados. ¿Qué era aquello? ¿Una versión moderna de la guerra de los sexos? ¿O alguna nueva modalidad de juego de mesa camilla para parejas aburridas? Francamente, cada vez me encontraba más confuso. Y desde luego, si yo había conseguido aquella noche aproximarme, al menos de algún modo, a la realidad, a punto estuve de quedar fulminado en el negro círculo de su diana, estaba claro que esa realidad no tenla ningún punto en común con la de aquellos castellanos, pues me habían ignorado como se ignora a un perro a la entrada de una iglesia. La consternación de ellos parecía exclusivamente centrada en la pérdida irremediable del televisor. Mientras, ellas dejaban claro con su feroz alegría que su reino no era de este mundo. Y así resultó efectivamente, cuando pude por fin esclarecer el suceso: en aquel apartamento se rodaba una película y la lección me había quedado clara. La realidad me había guiñado irónicamente un ojo. Me sentí feliz porque no me hubiera guiñado los dos.

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