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Los riesgos de una intervención

El autor considera que el envío de 30.000 soldados de Estados Unidos a Somalia tiene un objetivo noble y es conveniente, pero cuestiona la oportunidad del momento elegido y el carácter unilateral del papel norteamericano.

En primer lugar, es poco probable que la misión asignada al cuerpo expedicionario pueda llevarse a cabo con la rapidez y facilidad con que predicen los informes oficiales. Según el general Colin L. Powell, el Pentágono prevé una operación de dos fases: primero, las fuerzas estadounidenses deben crear unas condiciones seguras, y después, una fuerza multinacional de las Naciones Unidas las mantendrán. Esa primera etapa podría prolongarse. Hay que esperar que esas fuerzas, descritas como bandidos por los medios de comunicación, no estén al corriente del debate en la opinión pública estadounidense, porque podrían decidir mantenerse inactivas -sin hostigar y sin deponer las armas-, ocultar su armamento o refugiarse en Etiopía y obligarnos a enfrentarnos al dilema de retirarnos prematuramente o continuar con lo que podría entonces convertirse en un compromiso indefinido.Para evitar este dilema, la fuerza estadounidense intentará, casi con toda seguridad, obligar a los diferentes grupos armados a entregar las armas -como algunos portavoces oficiales ya han señalado-. Esto podría convertirse en un asunto feo con importantes bajas, sobre todo en el lado somalí, y en cuanto empiece el derramamiento de sangre, es posible que el apoyo a la acción militar estadounidense se volatilice, sobre todo en África. Las antiguas colonias han contraído una alergia a todo lo que huele al papel civilizador que los imperios europeos se autoconferían en suelo africano.

Establecer la diferencia decisiva entre los esfuerzos humanitarios y el conflicto civil por el control de Somalia será tan difícil como marcar la línea divisoria entre la misión de seguridad y su seguimiento. Al fin y al cabo, las guerras civiles tratan de la distribución del poder, físico y político. A medida que la legitimidad política se desintegra, la distribución física del poder es más decisiva. El proceso de abandono de las armas influirá, por definición, en la posición de los principales competidores en el poder político -como, una vez más, nos ha enseñado Camboya- Si el desarme siguiera las pautas previstas, habrá que implantar alguna clase de estructura de gobierno que tenga un poder predominante. Todo esto obliga a EE UU a entender la situación somalí lo suficientemente bien como para controlarla a fin de poder lograr un consenso internacional, sobre todo africano. Pero ¿podemos entenderla suficientemente? Y si el principal reto es político, ¿por qué tiene EE UU que decidir desempeñar solo ese papel o ser el único país que corra serios riesgos militares?

Una intervención en el conflicto civil parece inherente al papel estadounidense. Habrá que distribuir alimentos, un proceso en el que deben participar grupos de funcionarios somalíes. Éstos automáticamente adquirirán ventaja a la hora de establecer el posterior poder político. Una vez que los medios de comunicación y otros observadores bajen a la arena, seguramente descubrirán circunstancias qué sin duda ofenderán la sensibilidad occidental. Pedirán que se emprenda una serie de iniciativas, desde acabar con la corrupción a la aplicación de la justicia, que en el contexto occidental tienen eminente importancia. Ninguna puede lograrse sin una mayor intervención, lo cual implicaría aún más a EE UU. Y antes o después, e independientemente de lo bienintencionada que sea, esta conducta empezará crispar los ánimos africanos que, a su vez, tenderán a socavar el apoyo interno a la operación.

EE UU no debería desempeñar un papel solitario en lo que respecta a seguridad o reforma. Si los bandidos somalíes están tan mal armados, ¿por qué era tan importante la superioridad tecnológica y militar de EE UU? Puede que EE UU sea el único país con el equipamiento moderno necesario para una intervención rápida, pero esto, que implica fundamentalmente al transporte, podría haberse puesto a la disposición de otros países. Puesto que la reforma depende de temas morales que presumiblemente tienen una validez universal, ¿por qué no participaron otros países, y en concreto la Organización para la Unidad Africana, en la primera y más complicada fase? Más le habría valido a la Administración encaminar desde el principio la intervención hacia lo que ahora se concibe como la fuerza multinacional de la segunda fase.Respaldo político

EE UU recibió el apoyo unánime del Consejo de Seguridad de la ONU, pero lo que se aprobó fue una propuesta estadounidense que más bien era un "o lo tomas o lo dejas". Como Estados Unidos prefería claramente que la primera fase fuera unilateral, el resto de los países se arriesgaban a la perspectiva de un esfuerzo internacional si la rechazaban. Aunque hubiera sido muy aconsejable que la Administración sacrificara parte de la eficacia militar en favor de un mayor respaldo político, dos factores se lo impidieron: el nuevo planteamiento del Pentágono sobre intervención militar que dice que el poderío militar estadounidense no deberá verse nunca más viciado por trabas políticas; y otra nueva filosofía, que diferencia entre intervención humanitaria y estratégica. La idea militar de que, una vez que se recurre a la fuerza, ésta debe ser aplastante refleja, la lección que supuestamente se aprendió en Vietnam. Tiene base, aunque también hay que decir que en Vietnam el Ejército contribuyó a su propia frustración gracias a una estrategia militar mal concebida. En cualquier caso, las lecciones de Vietnam o Corea no pueden trasponerse literalmente a la intervención humanitaria. En una guerra estratégica hay un enemigo concreto, y la victoria tiene una definición precisa. En Somalia, el enemigo es más evasivo: es el hambre y el caos, cuya solución implica un plazo de tiempo mucho más largo. En Vietnam, la eficacia militar estadounidense se vio inhibida interna e internacionalmente; en Somalia, el riesgo es lo opuesto: convertir una iniciativa humanitaria en un esfuerzo militar esencialmente estadounidense desconectado de la realidad política. En una guerra contra un enemigo estratégico es esencial una victoria rápida. En una guerra con fines humanitarios, lo más importante tiene que ser el contexto. Sería irónico que EE UU hubiera intentado abarcar más de lo que podía en los años sesenta y setenta por no ser capaz de evaluar las realidades políticas, para acabar frustrándose en los años noventa por profesar el culto a supuestas, realidades militares.

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La nueva doctrina de "intervención humanitaria" está basada en la idea de que, una vez que el final de la guerra fría ha eliminado la amenaza estratégica, las operaciones militares tradicionales son mucho menos importantes. También, según se dice, una preocupación excesiva en la seguridad desembocó en un mal cálculo estratégico y en una ilusión de omnipotencia estadounidense. Por consiguiente, en el mundo de la posguerra fría, Estados Unidos haría bien en luchar principalmente por valores humanitarios y morales, y no sólo por su! propios intereses.Una motivación histórica

De hecho, el fin moral ha sido parte integral de la motivación de todas las guerras estadounidenses de este siglo: desde la "guerra para acabar con todas la guerras", en 1917, a la lucha contra el mal del totalitarismo en la II Guerra Mundial, y a la lucha contra el comunismo en Corea y en Vietnam. Desde Wilson hasta Bush, el aspecto altruista de la política exterior estadounidense ha dominado los objetivos presidenciales. El nuevo planteamiento exige una ampliación del alcance de la moralidad, no de su importancia.

No debemos pretender que EE UU luche donde no tiene intereses estratégicos. Cuando las vidas estadounidenses están en juego, también lo está la concepción de los intereses vitales -de otro modo el sacrificio ridiculiza la angustia de las desconsoladas familias- El mundo de los años noventa exige a EE UU una nueva definición de interés vital, tanto estratégico como moral. En el mundo tradicional de la geopolítica ya no existe el riesgo de un peligro inmediato y casi calculable. Pero sigue existiendo el peligro histórico de una transformación gradual del marco de seguridad a través de una serie de pasos acumulativos, ninguno de los cuales dará la impresión de ser por separado tan abrumador como habían sido las amenazas de la guerra fría. En Kuwait, EE UU resistió porque Bush llegó a la conclusión de que las consecuencias de una sumisión acabarían llevando a unos sacrificios mucho mayores para EE UU. A medida que avanza la década de los noventa, serán cada vez más necesarios juicios comparativos sobre temas todavía imprevisibles. Si EE UU quiere evitar los extremos del error de cálculo o la abdicación, debe desarrollar nuevos criterios que establezcan una diferencia entre los retos que afectan al bienestar y a la seguridad estadounidenses de los que, por muy difícil que resulte aceptarlos, no pueden tener ese impacto.

"La intervención humanitaria" estipula que las cuestiones morales y humanas son tan intrínsecas a la vida estadounidense que para reivindicarlas hay que arriesgar no sólo' el tesoro, sino también las vidas; sin ello, la vida estadounidense habría perdido parte de su significado. Por consiguiente, la naturaleza más abstracta de la intervención humanitaria implica un riesgo aún mayor de caer en otro error de cálculo y de asumir el papel de gendarme del mundo. Porque si emplear fuerzas estadounidenses en Somalia está justificado, ¿por qué no emplearlas en otros lugares? La causa del trauma de la política exterior estadounidense de los años sesenta y setenta fue la aplicación de principios válidos a situaciones inapropiadas. Hay que procurar que esa tragedia no se repita en la década de los noventa con un conjunto más amplio de principios igualmente importantes. No debemos dar la impresión de estar reclamando para nosotros una doctrina de intervención unilateral universal, y menos aún cuando no es posible que queramos animar a algún futuro granuja a utilizar el eslogan de la "intervención humanitaria" con fines expansionistas.

No hay ninguna sociedad en la que el concepto de intervención humanitaria alcance tanta resonancia. Sin embargo, a largo plazo, las reivindicaciones mora les como una prerrogativa nacional sólo pueden sostenerse a costa del apoyo interno y del apoyo internacional. Será difícil persuadir indefinidamente al pueblo estadounidense de que son más responsables del hambre en Somalia que las naciones europeas y que las propias naciones africanas. Éstas tienen que estar dispuestas a contribuir con su respaldo político y sus fuerzas militares. Sólo debe llegarse a una intervención unilateral estadounidense cuando se han agotado todas las demás alternativas para una acción internacional y si la causa no tiene otra salida. Incluso entonces, las acciones militares estadounidenses no pueden tener éxito ni, sostenerse si están divorciadas de la realidad política. En lo que se refiere a Somalia, esto conduce a tres conclusiones:

1. Habría que poner fin rápidamente a las operaciones de seguridad unilaterales estadounidenses.

2. Deberían unirse desde el principio los contingentes militares de la primera y la segunda fase, y debería reducirse el componente estadounidense hasta unas proporciones razonables y en plazo corto y establecido.

3. Habría que internacionalizar inmediatamente el aspecto político -todo aquello que tenga que ver con la Administración civil- y consolidarlo con un importante componente africano.

fue secretario de Estado de EE UU.

Copyright 1992, Los Angeles Times Syndicate.

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