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El racismo, un viejo reflejo europeo

Tahar Ben Jelloun

El racismo es una vieja historia. Es, quizá, el más viejo reflejo del hombre. Algunos países de Europa se ven sacudidos hoy por sobresaltos xenófobos o claramente racistas. El odio al extranjero alimenta pasiones estériles y vuelve a dinamizar la acción política. Hay que señalar que ese rechazo no se dirige a todos los extranjeros; son los pobres los que están en el punto de mira y los que sufren la violencia. El racismo ataca a los más desvalidos. Es más fácil y más rentable. La pobreza tiene mala reputación. También tiene mala prensa. Un inmigrado, legal o clandestino, no es fotogénico. Su apariencia física, su olor, su manera de hablar, sus andares, su mirada, no corresponden a la imagen convenida y admitida. De ahí la exclusión. Para muchos el racismo es, ante todo, algo epidérmico; evidentemente, puesto que cualquier análisis científico desmonta y hace trizas todas las tesis racistas. La ignorancia, más el miedo, más una tendencia a darse valor considerándose superior, son los ingredientes normales del comportamiento racista. Es lo que encontramos hoy en las manifestaciones racistas de Alemania, Francia, Italia y España.Una observación: los neonazis de Rostock son a menudo jóvenes. Parece paradójico. Y, sin embargo, también se ha visto en Francia a jóvenes enrolarse en el movimiento de la extrema derecha francesa, el Frente Nacional, y alardear de una nostalgia, "Argelia francesa", aunque ellos todavía no habían nacido en la guerra de liberación de Argelia. La violencia se convierte en una forma de expresión. Y como dice el filósofo rumano Cioran: "Función de un ardor apagado, de un desequilibrio, no por exceso, sino por falta de energía, la tolerancia no puede seducir a los jóvenes".

¿De qué tiene miedo Europa? Tiene miedo de todo. Y en ese todo se puede meter lo que se quiera: miedo de perder los privilegios adquiridos; miedo de ser invadido por los extranjeros; miedo de desaparecer bajo la amenaza demográfica del Tercer Mundo; miedo de la inseguridad ontológica; angustia por un futuro que depende de una economía aleatoria; miedo de que la respuesta individualista no baste para salvarse, etcétera... Y, precisamente, el individualismo echa mano de la bajeza. Los grupos racistas atacan a los que piden asilo, es decir, a personas desamparadas, frágiles e inseguras; a inmigrantes a los que el desarraigo y la precariedad material convierten en seres indefensos. Se sabe que tras estos "parias de la tierra" no hay ninguna potencia dispuesta a levantar ni siquiera el dedo meñique para protegerlos y defenderlos. Matar a un harki o a una inmigrante dominicana, como ha ocurrido en Reims, donde un joven harki fue abatido por una panadera, y en Madrid, donde una joven ha sido asesinada por una banda de neofascistas, tiene menos repercusión que si se tocara un pelo de un ciudadano norteamericano (sobre todo blanco) o de un europeo rico.

El racismo es una aberración que a menudo está a la orden del día. Es una pendiente fácil, enjabonada por siglos de conformismo e intolerancia. La resistencia al racismo pertenece al terreno de la cultura. Es una pedagogía de todos los días. Y la Europa de hoy lucha mal contra las desviaciones racistas. La manifestación de 300.000 personas en Berlín con el jefe de Estado y el canciller a su cabeza es la expresión de una gran dignidad. Pero la indignación no es suficiente. En 11 años de reinado, Mitterrand no ha bajado a las calles a manifestarse contra el racismo que hace estragos en su país. Claro está que siempre lo ha condenado, pero ¿es suficiente?

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Los movimientos antirracistas ya no saben cómo luchar. Les falta imaginación. Su discurso es a menudo moralista. Sus fórmulas están a menudo expresadas en una lengua estereotipada y manida. Ha llegado el momento de cambiar el lenguaje y las formas de actuar. Hay que actuar de otro modo frente a la irracionalidad afectiva de los que proclaman su "derecho" a no amar a los extranjeros. No se trata de "amarlos". Se trata de respetarlos. Ése es el deber de los Estados, tanto de los que envían como de los que reciben a los inmigrantes. Hacer que sean respetados. Es lo mínimo en el ejercicio de los derechos humanos.

La inmigración de este fin de siglo toma fácilmente la forma de una "invasión amenazadora". La desesperación de los hambrientos de África no conocerá límite. Se llegará lejos. Tan lejos como brille una luz en el horizonte del que huye de la miseria y que simplemente quiere trabajar para no morirse. Este fin de siglo verá un número creciente de hombres y mujeres, hijos de esta desesperanza, avanzar sobre los mares arriesgando su vida, forzar fronteras y pedir que el olvido y la indiferencia no les amortaje en un sudario de silencio.

Ahora más que nunca, Europa debe estudiar esta petición. La represión no desanimará a los que no tienen nada que perder.

es escritor marroquí, premio Goncourt de novela en 1987.

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