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Fin del tercermundismo

Es raro el día que en la prensa -o cualquier otro medio de comunicación- no oímos hablar del nuevo orden mundial, sin que tampoco se nos aclare mucho al respecto. Me ha resultado llamativo el que en ninguna de esas comunicaciones se mencione para nada el tercermundismo, cuando la desaparición de éste constituye sin duda uno de los rasgos insoslayables del citado nuevo orden. Trataremos, pues, aquí de profundizar algo en su significación.La expresión se impuso en Bandung el año 1955 con ocasión de la I Conferencia de Países No Alineados y fue refrendada por el sociólogo Irving L. Horowitz unos años después en su libro Tres mundos de desarrollo, donde se clasificaba el primer mundo como el del capitalismo avanzado, el segundo se asignaba a los países socialistas y el tercer mundo como el correspondiente a las naciones y regiones subdesarrolladas, que se alineaban a uno u otro bloque; muy pronto se sustituyó el calificativo subdesarrollo por la expresión países "en vías de desarrollo". En esa sustitución operó no tanto el carácter peyorativo del término como la idea de que no hay nunca una adscripción permanente al subdesarrollo -no hay países subdesarrollados, por definición-, sino que éste es más un estadio transitorio que puede y debe ser superado.

En esta dialéctica entre los tres mundos, que operó sobre todo en los años de la guerra fría, la caída del muro de Berlín y el derrumbamiento de la Unión Soviética y los países del este europeo, ha constituido un revulsivo de primer orden. El triunfo del primer mundo se ha traducido apocalípticamente como el fin de la historia (Fukuyarna) y el Tercer Mundo se ha borrado sencillamente del mapa al desaparecer el referente -segundo mundo- que le servía de sustentación. La descripción resultante de este enfoque es una falsificación de la realidad de una gravedad tan palmaria y de tan peligrosas consecuencias que es ineluctable llamar la atención sobre ella, para lo cual conviene detenerse previamente en la función que históricamente ha jugado el Tercer Mundo.

En la práctica, esa función se ha ejercido como un clientelismo de los países socialistas. Es verdad que hubo países del Tercer Mundo adscritos al capitalismo, pero -aparte de su carácter minoritario- esa adscripción siempre tuvo un sentido estratégico y coyuntural en la dialéctica de la guerra fría. .En la inmensa mayoría de los casos, Tercer Mundo significa adscripción al socialismo o, cuando menos, trato de favor con la Unión Soviética, que ejerció un indudable paternalismo con los países que inclinaban el plato de la balanza hacia sus intereses internacionales.

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En el panorama descrito, la función histórica del tercermundismo ha sido enormemente negativa. No sólo quedaron sus intereses nacionales subordinados en el ámbito internacional a la dinámica de la polaridad entre los bloques, sino que esa misma dinámica provocó actitudes disfuncionales y perturbadoras desde el punto de vista de sus políticas internas. El tercermundismo se tradujo en actitudes victimistas o utópicas y en ideologías revolucionarias, estériles desde la perspectiva de la práctica social: en ese caldo de cultivo se generaron los movimientos marxistas, comunistas y revolucionarios que alimentaron la ideología de la protesta. en el mundo subdesarrollado. Junto a la función racionalizadora de su situación de opresión, el tercermundismo también sirvió -es justo señalarlo- para mantener la esperanza en un mundo menor. Y así lo defendimos en su momento muchos intelectuales de mi edad.

En América Latina este panorama se tradujo en configuraciones intelectuales como la de la teoría de la dependencia o la teología de la liberación, que hoy han empezado a perder credibilidad. Es significativo a este respecto la reciente compilación que con el título de El desafío neoliberal (1992) ha publicado Barry B. Levine, donde algunas de las firmas más conocidas del continente -desde Octavio Paz y Vargas Llosa hasta Peter L. Borger y Carlos Alberto Montaner- se manifiestan acordes en que el tercermundismo ha muerto.

Ahora bien, una cosa es que el tercermundismo haya muerto -y en eso no parece haber duda- y otra muy distinta es que los problemas que lo originaron hayan desaparecido. Ni siquiera la propuesta neoliberal que hacen los autores de este libro puede ser una panacea; al contrario, las recetas neoliberales han dado lugar en todos los países donde se han aplicado a problemas sociales grandísimos. Desde Japón a Estados Unidos, el neoliberalismo ha hecho emerger un mundo de marginados que -incapaces de adaptarse a las condiciones de una competitividad despiadada- se sumergen en la drogadicción, el alcoholismo y la desesperación personal. Este mundo aparece en las calles de Nueva York y de Tokio, si es que no estalla en rebeldías incontroladas como las que hemos visto recientemente por la televisión. La droga y los submundos que ésta crea son los ejemplos más claros de lo que decimos, poniendo en evidencia que el fin del tercermundismo puede hacer aflorar algo que sin demagogia ni exageración podemos llamar la cloaca de la historia. En este sentido, la lucha contra la droga es algo más que un problema de orden público, y los gobernantes debían tomar conciencia de ello para aportar soluciones eficaces que hasta ahora brillan por su ausencia.

A los problemas que el neoliberalismo ha empezado ya a plantear -tan o más graves que los que en su día planteó la confrontación entre capitalismo y socialismo- se tienen que empezar a buscar soluciones por la vía de la educación. La automatización del trabajo y la computadorización de las empresas han empezado a plantear problemas inéditos que no pueden encontrar solución con las recetas del pasado. Vamos a una cultura del desempleo y del ocio para la que la humanidad no está preparada; de aquí el esencial papel que el humanismo y las ciencias sociales habrían de jugar en el futuro. Ahora bien, especular sobre estas cuestiones es entrar a meditar sobre el mundo de la posmodernidad, tan inexplorado como desconocido, lo que supone trascender los límites que nos habíamos marcado en este artículo. De momento, quedémonos con una conclusión que nos parece bien establecida -el tercermundismo ha muerto- y dejemos planteado el problema subsecuente de cómo sustituirlo.

es catedrático de la Universidad Complutense.

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