Pájaro tropical
Todo el que haya leído Antes que anochezca, la autobiografía póstuma de Reynaldo Arenas que ha publicado Tusquets Editores, comprende que se trata de uno de los más estremecedores testimonios que se hayan escrito en nuestra lengua sobre la opresión y la rebeldía, pero pocos se atreverán a reconocerlo, pues el libro, aunque se lee con apetito incontenible, tiene la perversa facultad de dejar a sus lectores incómodos y maltratados, como despertando de una pesadilla infernal de la que, por lo demás, no están excluidas la carcajada, la ternura y la ironía.Que muchas de sus páginas, dictadas deprisa por un hombre al que un sida terminal iba pudriendo en vida y abrumaba de terribles dolores, estén escritas con el desmaño y crudeza de un material de trabajo sin elaborar, no empobrece el libro. Al contrario, refuerza su naturaleza transgresora, imprime a sus episodios esa peculiar autenticidad de ciertos libros malditos que deben su grandeza no, como las buenas creaciones literarias, a la pericia formal, a un arte de la palabra capaz de insuflar vida a la ilusión, sino a la inmolación del que escribe, que en ellos se desnuda y entrega en una especie de sacrificio religioso del propio yo. Que, al poner el punto final a este libro, Reynaldo Arenas se matara, para acabar de una manera más digna que aquella que la enfermedad le reservaba, fue un simple trámite. Porque su verdadero y espléndido suicidio es Antes que anochezca.
Los panegiristas del régimen tendrían que preguntarse al cerrar su libro: ¿es esto el hombre nuevo? ¿Ésta es la sociedad sana y purificada por tres décadas de socialismo ortodoxo que reemplazó a ese burdel de Estados Unidos manejado por gánsteres que, según el estereotipo, era Cuba antes de Fidel? He leído la autobiografía de Arenas al mismo tiempo que el libro del periodista Andrés Oppenheimer -Castro's final hour-, escrito después de una estancia de varios meses en la isla, y lo más punzante del relato de éste no es la falta de libertades elementales, la asfixiante atmósfera de miedo, censura, delaciones y paranoia en que transcurre la vida diaria del cubano, sino, más bien, la omnipresente y desaforada corrupción, el envilecimiento generalizado que el sistema ha producido, convirtiendo, por ejemplo, al juego, el contrabando, la prostitución de menores, el tráfico de divisas, la compraventa de influencias y el robo poco menos que en deportes nacionales. Dudo que ni en los peores momentos de la dictadura de Batista hubieran podido los capitalistas españoles y mexicanos ir a Cuba, como ahora, a disfrutar de adolescentes del sexo de sus preferencias, y a divertirse en playas, cabarets, hoteles y restaurantes exclusivos para extranjeros, bajo la protección de la policía del régimen.
Todo ello se ve venir, como inevitable corolario del feroz monolitismo y rigidez del sistema, en las páginas donde Reynaldo Arenas narra su juventud de becario y brigadista, primero, y, luego, de contador agrario, bibliotecario, burócrata, escritor disidente y a salto de mata, prófugo, presidiario y lumpen, vagabundo y excrecencia social hasta que, debido a una feliz combinación del azar y los galimatías burocráticos, puede escapar de su país, con la riada de marielitos, en 1980. Antes, había intentado huir un par de veces, lanzándose al mar en una llanta de automóvil, sin brújula ni reino, y ganando la base de Guantánamo, tentativa en la que se salvó de milagro de ser devorado por cocodrilos o borrado por cargas de fusilería. Además, durante cerca de dos meses, vivió como un mono, literalmente, en lo alto de los árboles de un parque público, fue torturado y acosado sin descanso por la policía y por delatores del gremio literario, fracasó en dos intentos de suicidio y, con un grupo de hombres y mujeres tan marginales y apestados como él, sobrevivió muchos meses saqueando y desguazando un convento.
El desenfado y buen humor con que muchas de estas peripecias están narradas es un contraste refrescante, que el lector agradece, con los horribles padecimientos que acarreó a Arenas su rebeldía congénita, su ineptitud para amoldarse a las exigencias políticas y morales de la sociedad y su empeño de vivir a plena luz su acérrimo individualismo, a sabiendas de que ello sólo podía conducirlo a la prisión o a la muerte. Hay algo de novela picaresca moderna en algunas anécdotas que cuenta, como el extravagante matrimonio que lleva a cabo, él que era sólo "pájaro" y "loca de argolla" (según su jocosa nomenclatura), para poder obtener un cuarto donde vivir (que no consigue) y cuya noche de bodas consuman, la flamante esposa, con el testigo de Arenas, y éste, con una conquista playera. O su esperpéntica búsqueda submarina, a lo largo de muchos días, de sus dientes postizos extraviados.
Pero Arenas es un objetor del socialismo en nombre de razones que los opositores a la dictadura cubana no podrían hacer suyas sin verse en aprietos políticos: las de pensar, hablar y hacer lo que le plazca en nombre de sus deseos soberanos. El de escribir sin acatar las disposiciones de censores y comisarios es un derecho que hoy, salvo en un puñado de países retardados -comunistas y fundamentalistas islámicos-, reconoce casi todo el mundo. Reynaldo Arenas ejercitó ese derecho con un coraje ilimitado, sin dejarse arredrar por el feroz hostigamiento a que estuvo sometido. Acaso las páginas más intensas de su libro son aquellas en que lo vemos escribiendo a escondidas, como si la vida le fuera en ello, unas novelas que sabía de antemano nunca podría publicar en Cuba y que serían utilizadas contra él, si caían en manos de la seguridad, para devolverlo a la cárcel o al campo de concentración. Debe ocultar los manuscritos en los tejados, enterrarlos en el campo, y a veces, cuando la paranoia -arma suprema de disuasión de rebeldías en una sociedad totalitaria- llega al límite, llevarlos consigo en bolsas de plástico, porque el mundo entero se ha vuelto un lugar sin escondites seguros y es preferible compartir la suerte de aquellos papeles.
En medio de sus indecibles padecimientos -también antes y después de ellos, aunque, en verdad, éstos no cesaron luego de su exilio-, Reynaldo Arenas es "templado" (según su terminología) por varones de todas las edades, razas, profesiones y religiones. Mientras fue posible, en hotelitos de mala muerte, y después, cuando el Gobierno comenzó a perseguir a los homosexuales, en todos los lugares imaginables: casetas de baño, urinarios, matorrales, cuarteles, copas de los árboles, coches abandonados, dentro y fuera del mar y, por supuesto, en los miserables cuartitos donde vive, a los que, para espanto de los CDR (comités de defensa de la revolución), termina siempre convirtiendo en putarrales de locas. Un día, haciendo cálculos, concluye que ha tenido ya 5.000 amantes. No parece exagerado, considerando que, en periodos propicios, da
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Viene de la página anteriorcuenta de un batallón revolucionario casi completo y de manzanas enteras de vecinos.
Éste es otro derecho que Arenas pone en práctica, a costa de la prisión: el de ser homosexual, promiscuo y exhibicionista. Sus apetitos sexuales son inseparables del riesgo que implica para él tratar de saciarlos en una sociedad oficialmente machista, donde aquéllo puede ser penado con años entre rejas. El peligro condimenta sus aventuras de la catacumba cubana con una excitación e intensidad que recordará más tarde con nostalgia en Nueva York, esa Babilonia donde lo peor que le puede pasar a una loca es ser golpeado o acuchillado por un drogadicto de los bajos fondos (a él le ocurre varias veces), mediocre afrodisiaco comparado con el danteco Gulag. Además, la sociedad abierta y tolerante, al dar a la libertad sexual derecho de, ciudad, frustra a quien, como Arenas, la relación homosexual atrae sobre todo por lo que tiene de transgresión de la norma, de ruptura de un tabú: "Aquí ( ... ) todo se ha regularizado de tal modo que ( ... ) es muy difícil para un homosexual encontrar un hombre, es decir, el verdadero objeto de su deseo".
Ese derecho al placer, que para Arenas fue siempre indisociable del combate por la libertad política, puede ejercerse en las sociedades democráticas modernas con mucha mayor amplitud que en las sometidas a cualquier forma de despotismo, pero incluso en ellas tiene un límite, más allá del cual aguarda el apocalipsis o el retorno a esa barbarie primigenia de la que el hombre partió en su inmemorial recorrido. Porque, como la valerosa franqueza de esta autobiografía revela, para los deseos de un individuo no hay otras bridas que las que la sociedad les impone. Ellos son hijos de la imaginación tanto como del instinto y, librados así mismos, autosuficientes, crecen y se multiplican y enrevesan y violentan hasta poner en peligro a quien trata de materializarlos, al resto de la sociedad e, incluso, a la especie. Por eso, para hacer la vida posible, la civilización ha elaborado múltiples formas de amortiguar, sublimar o reprimir aquellos deseos asociados a la pulsión sexual, fuente de felicidad y de vida al mismo tiempo que de las peores agresiones y locuras.
La ficción es una de esas formas, acaso la más privilegiada, mundo alternativo o paralelo donde el hombre puede, aunque sea de manera ilusoria, mirar a sus demonios cara a cara, gozar con ellos y gratificarse con aquellas transgresiones y excesos arriesgados sin los cuales no se resigna a vivir. Que la vocación de un creador de ficciones es un sucedáneo, una manera de transar con una realidad que sería de otro modo invivible, pocas veces se advierte de manera tan evidente como en el caso de Reynaldo Arenas. Ese muchachito guajiro, casi sin educación y sin contacto con la ciudad, que comienza a garabatear historias, y sigue inventándolas y escribiéndolas durante años, en los momentos más atroces de su azarosa existencia, sin esperanzas siquiera de ser leído, arriesgando con ello esa libertad que es lo que más ama, no busca reconocimiento, fama, premios, dinero, sino un refugio, un paraje hospitalario para su rebeldía indómita, un lugar donde poder vivir por fin hasta los tuétanos con la plenitud y exuberancia que su fantasía y su cuerpo reclaman. Ese lugar no es de este mundo y su intuición le enseñó precozmente que, si tanta falta le hacía, debía de inventarlo.
Hace tiempo que un libro no me conmovía tanto como Antes que anochezca. Las siluetas de Lezama Lima y de Virgilio Piñera, a quienes conocí por las épocas en que los evoca, enriquecen los recuerdos que tenía de ellos, añadiéndoles, en el caso de Piñera, sobre todo, unos contornos trágicos, y ensombrecen los de otros escritores, alguna vez amigos, a los que el miedo o el oportunismo corrompieron hasta el extremo de volverlos delatores al servicio de la policía. Acaso la más dolorosa sorpresa haya sido ver declinar en sus páginas, prostituyéndose para sobrevivir por las calles de La Habana, a una muchacha revolucionaria que cayó en desgracia y a la que, cuando yo la conocí, parecía sonreírle el mundo.
Pero el más imborrable personaje que emerge de la fauna del libro es el propio Reynaldo Arenas, aventurero de muchas agallas, barroco fabulador, desvalido muchacho campesino al que ni la ciudad ni los suplicios ideológicos ni la ciudadela del capitalismo pudieron domesticar. Así vivió y murió, pájaro tropical, fuera de la bandada y el tropel, salvaje e inocente en medio del infierno de afuera y del que llevaba dentro, libre hasta la incandescencia.
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