Mis últimas horas
El último presidente de la Unión Soviética relata su despedida del poder
El 14 de diciembre, en los últimos días de mi mandato como presidente de la URSS, decidí ir a un concierto. Claudio Abbado iba a dirigir en Moscú la Quinta sinfonía de Mahler. Esa noche inolvidable fue la primera vez que escuché la música de Mahler. Durante mucho tiempo, él igual que Wagner, no estuvo como suele decirse, "bien visto en nuestro país".La gran música es una expresión de la reflexión y la investigación filosóficas. En esa sinfonía en concreto hay ciertos pasajes sobre todo en el primer movimiento, cuando los violonchelo y las violas suenan a la vez, que te conmueven hasta lo más profundo de tu ser. Es muy poderosa y conmovedora. Tenía la sensación de que la música de Mahler se acercaba de algún modo a nuestra situación, al periodo de la perestroika, con todas sus pasiones y luchas.
Solíamos vivir aprisionado por el sistema que teníamos en este país. Se nos reprimía intelectualmente y se nos obligaba a adaptarnos a los estereotipos. Por eso se suponía que Mahler era lo último que necesitábamos. Todo tenía que ser tan sencillo y tan claro como que dos y dos son cuatro.
Conocía el sistema desde dentro. Básicamente, la idea [de la perestroika] era romper la espina dorsal del monstruo totalitario. El partido estaba entrelazado con el KGB, el Gobierno y otros órganos del poder estatal. ¿Le tenía miedo al KGB? No, no le tenía miedo. Si hubiera tenido miedo no habría sido capaz de hacer nada. ¡Pero sabía el poder que tenía! Sabía que lo que puedo decir hoy no podría haberlo dicho entonces. Tenía que ganarles en su propio campo.
El periodo que transcurre aproximadamente entre noviembre de 1990 y abril de 1991 [cuando Gorbachov maniobraba bajo la presión de las fuerzas conservadoras] fue especialmente difícil. Las confrontaciones iban en aumento. A principios de 1991 hubo mítines y manifestaciones en las calles. Las tropas tuvieron que intervenir. La amenaza de una dictadura era real. Propuse que los líderes de las repúblicas se reunieran inmediatamente en [una dacha del Gobierno] Novo-Ogarevo [un pueblo en las afueras de Moscú]. Era lo que había que hacer, pero ahora pienso que debíamos haberlo hecho antes, en otoño de 1990. Habríamos encarado mejor la cuestión de nuestra condición de Estado [por ejemplo, mantener unido al país] y el coste del cambio habría sido menor. Tal y como pas6, perdimos tiempo.
El golpe [en agosto de 199 11 aceleró la desintegración del Estado, y lo que es más importante, también de la sociedad en su conjunto. Completamente consciente del peligro que la nueva situación representaba para la reforma democrática, consideré que mi principal prioridad era reanudar el trabajo sobre el Tratado de la Unión. Ese objetivo dictaba todas mis acciones.
El 14 de noviembre, el Consejo de Estado [compuesto por líderes de las antiguas repúblicas soviéticas] se reunió en Novo-0garevo. Fue un día dificil, pero fructífero. El animado debate se centró sobre la cuestión principal: ¿queremos un Estado de la Unión o una Unión de Estados? Podría parecer que se trataba exclusivamente de un argumento lingüístico, pero tras él se escondía la importantísima cuestión de si debíamos conservar un país o dividirlo en varios países, con todo lo que eso implicaba para temas como la ciudadanía, la economía, la ciencia, las Fuerzas Armadas, la política exterior, etcétera. La postura de Rusia, formulada por Borís Yeltsin, era que siguiera habiendo una Unión. Al final, todos llegamos a la conclusión de que lo mejor sería un Estado confederal.
La discusión acerca del Tratado de la Unión en el Parlamento quedó interrumpida, en un ambiente cargado de emociones rayando en el pánico, aguzado concretamente por la prensa tras el referéndum celebrado en Ucrania. A pesar de la famosa afirmación que Yeltsin hizo en Novo-Ogarevo, "la Unión existirá", los dirigentes rusos cambiaron su postura alegando que Rusia nunca había accedido a que se creara una Unión sin Ucrania. No era más que un pretexto.
Los primeros días de diciembre estuvieron eclipsados por la ansiedad. El 1de diciembre, el pueblo ucranio votó mayoritariamente en un referéndum en favor de la declaración de su Parlamento de independencia de Moscú. El 3 de diciembre, el canciller alemán, Helmut Kohl, me llamó. Somos amigos y, como siempre, nuestra conversación fue extremadamente sincera.
"Cuéntame", preguntó, "¿qué es lo que está pasando realmente en tu país?". En concreto, le interesaba mi valoración de la situación en Ucrania. Le dije que el referéndum se estaba interpretando allí como un voto para la secesión de la Unión. La independencia y la soberanía estaba siendo automáticamente equiparadas con la secesión. Pero no era así. También había otras repúblicas soberanas e independientes, pero eso no les dejaba en ningún caso fuera de la Unión Ese mismo día, un poco antes, había hablado con [Leonid] Kravchuk [presidente de Ucrania], y me había asegurado que la cooperación seguía siendo posible. Pero durante su campaña electoral se encontró envuelto en el potente abrazo de fuerzas interesadas en provocar la secesión total de la Unión. Estaba seguro de que la sociedad me apoyaría, puesto que el sentido común sugería que sería un error dividir el país. Si la URSS se desintegrara, tendríamos que dividir nuestras Fuerzas Armadas. Nuestro espacio defensivo era único, con fuerzas estratégicas y sistemas de alarma inmediata que controlaban la situación militar global. No había nada parecido en ningún lugar del mundo excepto en Norteamérica. ¿De verdad íbamos a destruirlo?
Todo lo que teníamos que hacer era examinar la situación en Yugoslavia para ver a lo que nos arriesgábamos. Podríamos metemos en un lío tal que varias generaciones tendrían que vivir con las consecuencias.
Poco después de celebrarse el referéndum en Ucrania mantuve una conversación con Yeltsin en la que expuse los argumentos a favor de mantener la Unión. Sin embargo, descubrí que Yelsin no estaba por la labor de discutir la esencia de esta cuestión. De hecho, lo cierto es que no tenía demasiado que decir. Se limitó a hacerme varias veces la misma pregunta: "¿Y qué pasa con Ucrania? ¿Puedes garantizar que se adherirá al tratado?".
Respondí a Yeltsin duramente y le dije que todavía era posible hacer que Ucrania participara en el proceso negociador; pero para que eso sucediera, Rusia debía firmar primero el tratado; sólo entonces Ucrania seguiría el ejemplo.
Durante ese periodo mantuve contactos casi diariamente con Yeltsin, bien por teléfono o en mi oficina. Hablábamos de muchas cosas, pero lo más importante seguía siendo la cuestión de mantener la Unión. Me di cuenta de que el presidente de Rusia estaba disimulando y que la postura secesionista adoptada por los líderes ucranios era para él como un regalo caído del cielo, porque le hacía el juego a él, que tampoco estaba muy decidido en lo referente al Tratado de la Unión. Claramente tenía su propio plan en mente.
Cuando Yeltsin estaba a punto de partir hacia Minsk [el 7 de diciembre, para reunirse con Kravchuk y Stanislav Shuskevich, el líder de Bielorusia], le pregunté sin rodeos qué es lo que iba a proponer allí. Mencionó la posibilidad de que surgiera una unión de repúblicas eslávicas. Le dije que eso era inaceptable.
El domingo 9 de diciembre recibí una llamada de Shuskevich: "Hemos llegado a un acuerdo dijo, "y quiero leértelo". Le pregunté que a qué acuerdo se refería. "Bien", dijo. "¿Sabes? Ya está ganando apoyo [internacional]. Hemos mantenido una conversacíón con [el presidente George] Bush". Le detuve ahí mismo: "¿Has estado hablando con el presidente de Estados Unidos de América y el presidente de este país no sabe nada de ello? ¡Debería darte vergüenza!". No podía creérmelo. Mientras Shuskevich estaba contándome lo que había pasado, Borís Nikolaievich [Yeltsin] estaba hablando por teléfono con Bush!
Solicité hablar con Yeltsin. Cuando vino a verme después de regresar de Minsk, la conversación fue tensa. "Has estado por ahí reuniéndote en el bosque y echando abajo a la Unión Soviética. Alguna gente en este país lo ha interpetado incluso como una especie de golpe político, perpetrado a espaldas de los soviets supremos de las repúblicas. El presidente de Estados Unidos se entera de todo ello antes que el presidente de la URSS".
La decisión adoptada en Minsk se presentó a las repúblicas de Asia Central como unfait accompli. Sinceramente, fue un insulto para su soberanía y su dignidad nacional. En cuanto a Ucrania, o más precisamente sus políticos, todo estaba claro. Su comportamiento estaba en línea con su objetivo de echar abajo la Unión.
Más tarde tuve una charla con Yeltsin y le pregunté si los Estados independientes iban a tener sus propios ejércitos. "Sí, pero excluyendo las fuerzas estratégicas". "Eso quiere decir que Ucrania tendrá un ejército de 470.000 hombres, ¿no? ¡Cien mil hombres más que la Alemania unificada!".
A pesar de mi firme convicción de que Yeltsin, Kravchuk y los otros habían cometido un enorme error, no tenía más remedio que aceptar la comunidad como una nueva realidad y hacer cuanto estuviera en mi mano para favorecer el proceso y mantenerlo lo más posible dentro de un marco legítimo.
La comunidad internacional continuaba mostrándose favorable a la idea de mantener la Unión, pero los líderes occidentales veían la iniciativa Belovezhskaia Puscha y el principio de la comunidad como un motivo de esperanza -un paso en la dirección de preservar nuestra comunidad de naciones.
El 25 de diciembre hablé con el presidente Bush. Le informé de que en unas dos horas iba a hacer mi declaración final [dimitiendo como presidente]. Compartí con él mi opinión acerca de la situación actual: "No hay duda, George, de que los Estados de la Comunidad tienen que ser reconocidos. Sin embargo, te pediría que recordaras lo siguiente: es muy importante para Europa y para el mundo evitar que aumenten las contradicciones en el seno de la Comunidad. Por eso es por lo que es tan importante apoyar la Comunidad como una entidad interestatal, no sólo a sus miembros. El segundo punto es la necesidad de apoyar a Rusia, que llevará la parte más pesada de la carga de las reformas. Tengo un decreto encima mi mesa. Puesto que renuncio, a mis responsabilidades como comandante en jefe, voy a transferir el derecho a utilizar armas nucleares al presidente de la Federación Rusa. Por tanto, puedes sentirte tranquilo cuando celebres la Navidad y dormir tranquilo esta noche. En lo que respecta a mí, no voy a huir y esconderme en la taiga. Quiero contribuir a los procesos que están teniendo lugar en este país y fomentar una nueva forma de pensar en la política mundial".
Justo después de mi discurso [de despedida a la nacion] y una breve rueda de prensa, hubo una ceremonia para la transferencia del llamado maletín nuclear. Borís Yeltsin se negó a estar presente en este acto de tremenda importancia para el Estado y el mundo, a pesar de que él y yo habíamos acordado de antemano los pormenores del acontecimiento. De todos los presidentes de los Estados soberanos -las antiguas repúblicas de la Unión Soviética-, a los que me unían, en la mayoría de los casos, muchos años de relaciones estrechas y amistosas, ninguno vino a Moscú durante esos días ni se molestó en llamarme.
¿Me arrepiento de haber tenido que abandonar el cargo de presidente? Desde los primeros días de mi mandato empecé a delegar poder deliberadamente. No me preocupa el poder en sí. [Martin Luther] King tenía razón: el poder es algo transitorio, y no es lo mejor que uno puede tener. El poder como tal, como el valor supremo, no es lo que yo habría querido. Podría renunciar a todo ello. Hay otra misión: revivir a este país, esta tierra que contiene un inmenso mundo -que padece, atormentado y desmoralizado-, hacer que su vida vuelva a la normalidad'y devolverle a la gente una sensación de dignidad humana.
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