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El submarino como síntoma

De un tiempo a esta parte no es raro escuchar en Madrid a alguien que formula el todavía indeterminado deseo de abandonar la ciudad. Irse a provincias. Por lo general la provincia sugerida es la de origen, en esta ciudad de inmigrantes que es Madrid, aunque no siempre. Y nunca una ciudad ajetreada y contaminada, como Bilbao, Gijón, incluso Sevilla, con todo esto del 92, sino las más remotas y silenciosas: Soria, León, Jaén... o aquellas que cuentan con una infraestructura -universidad, teatro, más de un periódico-, pero donde aún se puede pasear: Pamplona, por ejemplo, o Vitoria. Hace una década, cuando la movida y cuando muchos creían e incluso proclamaban que el mundo nos estaba descubriendo, semejante deseo, incluso vago, habría sido inimaginable. Entonces muchos querían ir a Nueva York.Esa vaga atmósfera de marcha, abandono, huída, ha coincidido paradójicamente con algunos muy visibles intentos de adornar la ciudad, de transformarla efectivamente en esa capital europea que nos habían dicho habitábamos. Los intentos han tenido discutible fortuna, como no se le escapa a nadie que no sea un madrileñista a priori, raza que abunda, y hasta el momento -y eso es lo asombroso- no han provocado todavía una discusión sobre la estética de la ciudad.

El Faro

Algo está mal -algo nos ocurre- cuando nadie levanta una octava la voz para tan siquiera comentar la súbita, aparición en Moncloa, rompiendo una de las pocas líneas de horizonte tolerables en Madrid, de un engendro como lo que se ha dado en llamar El Faro de la Moncloa, también conocido por El submarino o El ovni. Mucho complejo debemos de tener de aldeanos para que aceptemos semejante agresión, no ya sin manifestaciones y juramentos de no volver a votar a quien permitió la fechoría, sino sin el más inocuo comentario. Al fin de cuentas ésta es la misma ciudad que discute, hasta la pelea, sobre el pintoresco lenguaje del presidente de un club de fútbol o sobre los cuartos de baño de un banquero. ¿Nos habremos vuelto inmunes a la fealdad?

Hace ya tiempo que la discusión sobre la ciudad añade capítulos en la Europa que se merece el nombre. El resultado puede ser el de un precioso patio estropeado por la megalomanía de un artista (con la obligatoria complicidad de un alcalde), como en París, o el de una agria discusión entre un príncipe y un gremio de arquitectos con escaso sentido del humor, en el país que lo tiene como valor constitucional. En Amsterdam se las arreglan para innovar al tiempo que mantienen lo que tienen y en Copenhague se quejan porque les obligan a mantener demasiado lo que tienen, en perjuicio de los inventores. Nunca llueve a gusto de todos, pero al menos allí se sabe cuál es el gusto de cada cual. En Madrid sabemos más o menos cuál es el gusto (terrible) de los dos o tres últimos alcaldes, el desaforado de los cuatro o cinco últimos concejales de urbanismo -de UCD, PSOE o PP, más o menos el mismo gusto ostentoso del escaparate, para qué nos vamos a engañar-, y desde luego sabemos cuáles son las preferencias de los tres o cuatro arquitectos de moda.

'Circos' y 'paquebotes'

En líneas generales, uno tendería a creer que los acreditados diseñadores de las viviendas sociales de la M-30 (también conocido como el circo o la cárcel), el Auditorio Nacional de Música, el edificio IBM (el paquebote), las farolas de la -Puerta del Sol (supositorios, hasta que cambiaron la mitad, con lo que la chapuza se agravó) o el Faro de la Moncloa (el submarino), parecería que esos diseñadores, digo, son de los que creen que Ia arquitectura es un arte y lo que tiene que hacer la gente es adaptarse", que fue lo que dijo el arquitecto portugués de moda, Tomas Taceira, en un debate de TVE, sin que nadie le respondiera. Nada nuevo, por otra parte: con matices, eso mismo han pensado otros genios de la arquitectura, en un siglo, el nuestro, que ha sacralizado la palabra arte, que comienza a rentabilizarla políticamente, y que va perdiendo en las dulzuras de la especulación el sentido del espacio público. Así nos va.

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Hace más o menos una década, un grupo de vieneses consiguió que el ayuntamiento financiara un experimento que, al día de la fecha, congrega a numerosos curiosos y eso que la esquina, porque es una esquina, se encuentra alejada del centro. En medio de un barrio trazado con regla y escuadra, la esquina de edificio está construida de forma que no exista una ventana igual que otra, ni tampoco un ángulo recto, casi ningún color similar, y con el intento de armonizar tres o cuatro hiedras que logran crecer en el frío de la ciudad. En los bajos, una exposición explica la propuesta, conocida como Hundertwasser: Se trata de romper con el ángulo, la igualdad y la monotonía, y se habla del derecho a ser diferente y a mirar diferente.

Discutible o no, es en cualquier caso algo para pensar cuando uno entra en Madrid, no ya a través de los pobres barrios obreros, sino de los lujosos pisos de las torres de Chamartín, o cuando recorre los barrios de chalés adosados que la escasez de vivienda ha logrado convertir en símbolo de cierto triunfo social, o cuando se repasan las fechorías que se han perpetrado en el pasado sin que el candidato más radical a alcalde se atreva a sugerir su expropiación y derribo: las torres de Valencia, por ejemplo, que siguen rompiendo la mejor perspectiva de Madrid.

Algo nos ocurre cuando ni siquiera hablamos de ello. Por eso hablamos de marcharnos. Sin hacerlo.

Pedro Sorela es escritor y periodista.

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