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Declive de la escena política

Terminó la década de los ochenta repleta de decorados hipnotizadores, de arribistas ambiguos en las diferentes manifestaciones del arte y el pensamiento, llena de promesas infecundas y propuestas de trascendencias enmohecidas. Sin embargo, los finales de siglo que se avecinan no parece que adquieran una valoración crítica de tan vulnerable inventario como el heredado en los últimos años.De nuevo lo público ha sido transferido al holocausto de una subjetividad edulcorada, se aplazan sine die las respuestas a los problemas de la cantidad y su reparto equitativo en la tabla periódica de necesidades mundiales; han sucumbido ideologías consagradas, al parecer, por confundir la utopía de la igualdad ensoñada para este siglo con los laboratorios de exterminio inaugurados en la década de los treinta.

Resulta evidente que la melodía del progreso no encaja con las partituras de la vieja razón, y de nuevo las pestes indecorosas del hambre, el paro, la emigración y otras azarosas enfermedades acosan los territorios de las especulares ciudades de esta poscivilización donde los tiempos del consumo desgarran los espacios de la convivencia y trafican con el poder de toda creación.

En los declives de la escena política apenas hay lugar para la reflexión; decorados mugrientos, aprendices de la escena vienesa o prestidigitadores en las mil lenguas reiteran los postulados de la transición al milenio y recomiendan a los "cruzados del hambre" a una apaciguada espera hasta los albores del siglo que viene. De nuevo la palabra del político, invadida en nuestros días por los pleonasmos de la imagen comunicativa, adquiere el testimonio de una falsa y agrietada profecía.

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¿Acaso no fue la palabra la que dio origen al ser político? Desde el amanecer de la lengua se sabe que el hombre desarrolla la política porque habla, pero la palabra del político, hoy al menos, no crea lenguaje. Codifica sus mensajes un pathos publicitario de características análogas a la mediación seductora del cantante popular, el artista cotizado o el narrador nobelizado; de aquí que su discurso denote más la dimensión degradada de su falsificación que las promesas incumplidas enunciadas en su mensaje político.

El discurso político durante este siglo tuvo que asumir las contradicciones que se daban entre la palabra profética y la realidad sofocante. Después de la II Guerra Mundial se alimentó de penúltimas palabras, de restos semánticos con los que hilvanar los tiempos mágicos y alimentar los anhelos enlatados de las caravanas de electores. Todo está grabado, programado y temporalizado; a veces, el político utilizó la palabra del poeta, la única palabra que se salva del acoso productivo, pero es palabra usurpada que reclama su evidente impostura, manifiesta en el deseo de apariencia, en lo precario de la rigidez comunicativa. Astrólogo del optimismo, el político de nuestro tiempo revela en sus promesas la ambivalencia de la sospecha cuando se comparan sus propuestas con los fenómenos de la realidad: abundancia-pobreza, despilfarro-hambre, corrupción, naturaleza amenazada... ¿Qué sentido tiene hoy la palabra del enunciado político avalada por el simulacro de la seducción o su jerga de estadísticas seriadas?

La sociedad que se perfila en el nuevo orden mundial se organiza según los esquemas del nuevo capitalismo científico-técnico, formado por las transformaciones y adaptaciones del capitalismo monopolista y las alternativas del capitalismo de Estado; estas relaciones integran clases y castas, procesos y sistemas, logrando consumar una síntesis mal avenida entre el mediocre y cerrado universo del poder técnico-burocrático y la demanda sin límites del capital y sus mercancías. El político se ha convertido en un mediador subordinado entre estas transformaciones técnico-burocráticas que explotan la imagen del espacio político y las alternativas del lucro devorador del capital que devalúan su contenido, su enunciado político; por tanto, supone cada vez más una integración elocuente en los grupos privilegiados de las economías del provecho.

Se anunciaba el siglo que concluye con ilusionadas reformulaciones para alcanzar la libertad, pero muchos de sus postulados enterraron, a pesar de su raíz revolucionaria, los principios de justicia que apenas se llegaron a explorar. Ahora que los demonios del Este abandonan las estepas de fuego y la guerra de las galaxias cede su turno a los nacionalismos de la patria del padre, ahora que por las aceras del tránsito capitalista sólo deambulan ángeles con gabardina que acumulan sin cesar estimulantes con los que enajenar al nómada telemático de nuestras aglomeraciones metropolitanas, ¿no será el tiempo de interrogarnos si no es más esencial y primario reclamar para la palabra política la instauración del ejercicio de la justicia en libertad que ese sortilegio de aparentes libertades requeridas por los principios de la economía del lucro en las que se inscribe hoy la práctica política desnaturalizada como una variable más del falsificado acontecer de nuestro tiempo?

A. Fernández-Alba es arquitecto.

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