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Tribuna:MARIO VARGAS LLOSAPIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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La historia interminable

Mario Vargas Llosa

Los Vargas llegaron al Perú con la primera oleada de españoles, aquella que, con Pizarro a la cabeza, fundó Piura, escaló los Andes y, en la plaza de Cajamarca, dio un golpe de muerte al Tahuantinsuyo. Eran, como aquél, extremeños, de Trujillo, y habían tomado el apellido -usanza de la época- del señor de la región, un tal Juan de Vargas, en cuyas tierras habían servido como labriegos y feudatarios.Hombres humildes e ignorantes, analfabetos muchos de ellos y seguramente feroces, como los tiempos en que vivían, estuvieron repartidos en los bandos de almagristas y pizarristas y aparecen inevitablemente en las distribuciones de encomiendas, en las entradas y expediciones, como protagonistas o comparsas de todos los grandes hechos que marcan esa etapa aventurera y violenta de la historia del Perú. Había un Vargas en el puñado de conquistadores que vio por primera vez a Atahualpa, tomando chicha en el cráneo de Huáscar, el hermano al que había hecho matar, en la tarde aquella que precedió a la terrible emboscada.

Aunque se entremataron abundantemente en las guerras civiles y en las rebeliones, muchos sobrevivieron y se reprodujeron y se desparramaron por todos los recovecos de ese país en el que, al cabo de los siglos, el apellido Vargas resultaría uno de los más multiplicados. De uno de los riachuelos de esa vasta hidrografía procede mi familia paterna. No sé gran cosa de ella. Un día descubrí que entre mis antepasados había un historiador y profesor universitario, algo que mi padre, con su fobia anti-intelectual, me había ocultado.

Por el único Vargas que siempre sentí una irrefrenable simpatía. fue por el abuelo Marcelino, a quien mi progenitor detestaba (y quizás por eso mismo). Nunca lo conocí, pero cuando yo fui recuperado por mi padre, a los 10 años de edad, aquel viejecillo temerario todavía vivía. Su nombre era tabú en la casa. Había sido un partidario desenfrenado del caudillo liberal Augusto Durán, y compañero suyo en todas sus sublevaciones, montorieras, prisiones y exilios, de manera que mi pobre abuela vivió siempre a la diabla, haciendo milagros para dar de comer a sus cinco hijos. Y a la vejez, el incansable don Marcelino coronó su carrera de irresponsable fugándose del hogar con "una india de trenza y pollera", con la que terminó sus días, oscuramente, de jefe de estación de ferrocarril, en un pueblecito de la sierra.

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El primer Llosa llegó al Perú ya bien asentada la Colonia, en el siglo XVII El apellido es catalán y la familia era oriunda de la localidad de ese nombre, en la costa mediterránea, pero se había trasladado hacía tiempo a un hermoso pueblo de la montaña santanderina, Santillana del Mar. De allí salió don Juan de la Llosa y Llaguno, directamente, a Arequipa, como maestre de campo. Dejó una larga descendencia que, hasta hace poco tiempo, permaneció tercamente aferrada a ese terruño del sur del Perú al que pobló de abogados, curas, monjas, jueces, profesores, funcionarios, poetas, locos y alguno que otro militar.

Mis abuelos matemos, con los que me crié, sabían al dedillo la vida y milagros de la vieja familia y mi infancia fue una pura delicia oyéndosela contar. Había la historia del joven oficial, héroe de la guerra del Pacífico, y la del Llosa inventor, cuyos épicos experimentos habían provocado inundaciones, derrumbes y la quiebra de una empresa. Y la de aquella muchacha que, a punto de entrar al convento de Santa Catalina, se enamoró del compositor Dunquer Lavalle, con quien se casó y con el que llevaría una vida de bohemia trágica. Pero la que afiebraba mis noches y yo les hacía repetir sin tregua era la anécdota de aquel pariente que, un mediodía, antes del almuerzo, indicó a su esposa e hijos que salía a comprar el periódico, allí nomás, en los portales de la Plaza de Armas. La próxima vez que supieron de él fue un cuarto de siglo más tarde, cuando les llegó la noticia de su muerte, en Francia. "¿Y a qué se fue a París, abuelita?". "A qué iba a ser, pues. ¡A corromperse!". Así nació mi francofilia, creo.

Como yo, la mayoría de latinoamericanos tiene una o dos ramas familiares en las que, más pronto o más tarde, despunta el vínculo europeo. Español sobre todo para las que llevan mucho tiempo en ese lado del Atlántico y, para las más recientes, italiano, portugués, alemán, ingles, francés o centroeuropeo. Y en todas esas estirpes ha habido, hay y ojalá haya cada vez más, mezclas y juntas con el elemento indígena o con el africano, que llegó a América al mismo tiempo que los descubridores. El mestizaje ha sido más rápido en países como México y más lento en otros -como Perú-, pero ha venido ocurriendo de una manera sistemática hasta el extremo de que cabe asegurar que no hay familia europea avecindada en América Latina que, luego de dos o tres generaciones, no se haya indianizado un poco. Y, viceversa, para encontrar "indios puros" -sí es que esta expresión tiene todavía algún sentido- hay que buscarlos como aguja en un pajar, en las más remotas anfractuosidades de los Andes o de las selvas centro y suramericanas. Existen, pero son una muy pequeña minoría. El mestizaje hay que entenderlo en un sentido literal, desde luego, pero, también, psicológico y cultural. Hay una manera de ser española, afirmativa y explícita, que a cualquier peruano le resulta desconcertante, casi ofensiva. Nosotros, para decir "no" decimos "sí, pero", hablamos con diminutivos a fin de suavizar cualquier sentimiento o convicción, damos por sobreentendido que a la hora de expresarse la línea más corta entre dos puntos no es la recta sino la espiral o la curva, y parecemos convencidos de que no mostrar alguna duda o inhibición en el diálogo es una descortesía. (En el Perú una cocinera puede apuñalear a su patrona, pero no decirle lo que le dijo una chacha murciana a mi mujer, que la llevaba en auto al mercado de Barcelona: "Si sigue usted yendo tan de prisa, le rompo el culo, señora"). Blancos, negros, cholos o mulatos, todos los peruanos, a la, hora de hablar -es decir, de sentir o pensar- estamos impregnados del ritualismo y las escrupulosas formas indirectas, tan amadas por los quechuas.

Pero los indios no lo están menos por las costumbres, creencias y maneras que llevaron los españoles consigo, allende el mar. José María Arguedas, insospechable de prejuicios pro-europeos, demostró en su tesis doctoral que lo que se creía la institución prehispánica por excelencia -la comunidad indígena- era un típico

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producto mestizo, en el que, incluso, prevalecían las formas importadas de Europa sobre las aborígenes. Y esas formas han marcado también, profundamente, la música, los bailes, las fiestas y la religión y los usos e incluso el lenguaje nativos, como lo advierte cualquiera que asista a una procesión, a un bautizo, a una corrida de toros, a un desafío o a una faena comunal en cualquier aldea de los Andes.

Esta realidad está muchas veces encubierta por el racismo, estupidez humana de la que, por desgracia, no estamos exonerados en América Latina. El prejuicio contra el indio -o contra el negro- se expresa en mil formas, sutiles o arteras, y una de ellas es el disimulo, silencio o menosprecio de esta condición mestiza que es la nuestra. Como el poder económico y Político suele concentrarse en las minorías "blancas", y los "indios" aparecen siempre entre los sectores más discriminados y explotados, existe la idea inexacta de que en América Latina el racismo funciona sólo en una dirección.

No es así. Opera en ambas direcciones, y, sobre todo, intelectualmente. La vieja polémica entre "indigenistas" e "hispanistas" de los años veinte y treinta fue un ejemplo de racismos y prejuicios recíprocos. En ella, un distinguido historiador -cuyos dos apellidos eran españoles- llegó a afirmar que debían destruirse las iglesias y pinturas coloniales pues ellas representaban el "anti Perú". (Con esa lógica, hubiera debido proponer, también, la prohibición del castellano, de la rueda, del caballo, de la religión católica y el restablecimiento de los sacrificios humanos).

Mucho me temo que el quinto centenario resucite la absurda polémica y que ella, una vez más, ahora como entonces, tienda una cortina de humo con sus falsos planteamientos y seudoproblemas sobre los asuntos de América Latina que de veras requieren atención urgente.

Estos problemas no son las crueldades que sufrieron los indígenas hace cinco siglos sino las que sufren ahora, todavía. Pese a haber pasado tantos años y pese a ser repúblicas independientes desde hace siglo y medio o más las antiguas colonias. La responsabilidad de la discriminación y postergación de las culturas nativas nos incumbe hoy, básicamente, a nosotros, no a los europeos, y no es un debate histórico sino actualísimo, que condicionará nuestro futuro.

Desde luego que es lícito y saludable revisar el pasado con los ojos del presente para, según la fórmula consabida, aprender del error. Escandalizarse con los excesos, crímenes, pillajes y demás horrores que trajo consigo la conquista -que traen consigo todas las conquistas es hipócrita, si no se recuerda al mismo tiempo que esas violencias continuaron con la independencia y a veces se agravaron, como ocurrió en Argentina o en Chile- donde el exterminio de las poblaciones nativas ocurrió sobre todo en el siglo XIX- y que aún continúan, hoy mismo, en nuestras propias narices. (Los indios iquichanos, de las sierras de Huanta, asesinaron hace algunos años, por un trágico malentendido, a ocho periodistas y este crimen conmovió al mundo entero. Desde entonces cientos de esos campesinos han sido exterminados en la guerra revolucionaria sin provocar la más mínima conmoción nacional o internacional).

Y, es, también, un ejercicio falaz de la imaginación y la dialéctica debatir sobre si hubiera sido mejor o peor que los europeos no llegaran nunca a América y lo que habría sucedido con aquellas tierras si las culturas indígenas hubieran seguido su evolución, libre de interferencias. No ocurrió así, sino de otra manera, y de ello salió lo que son nuestros países, lo que somos nosotros. Eso ya no se puede cambiar, de manera que lo sensato es tirar para adelante.

A mí me entristece desde luego que nuestro alumbramiento como países, como culturas, se hiciera en el saqueo y la matanza. ¿Nacieron algunos de otro modo? En todo caso vale la pena tener siempre claro que aquellos horrores los cometieron nuestros antepasados, los que cruzaron el mar en busca de aventura o de oro y no los del extremeño, castellano o gallego que se quedaron en sus tierras.

Pero hablar sólo de los horrores de aquella experiencia es unilateral e injusto, un gran escamoteo demagógico. Porque lo cierto es que dicha aventura cambió la historia de Europa y de América y dio al mundo occidental una proyección y una dinámica que hasta entonces no tenía y que, andando el tiempo, impondrían una configuración diferente al planeta entero. Y cuando hablo del mundo occidental me incluyo en él, con mi país, y con América Latina, la que, precisamente desde el encuentro de hace cinco siglos, es una de sus expresiones.

Creo que es una suerte, para mí, después de todo, formar parte de esa cuItura. Hablar y escribir en una de sus lenguas y, por lo mismo, integrar una de sus tradiciones más ricas, y ser tributario de una vieja dinastía de pensadores, poetas, inventores, rebeldes y artistas que contribuyeron decisivamente a hacer retroceder la vieja barbarie de la intolerancia, el dogma, las verdades únicas, y a disociar la moral de la razón de Estado. Me enorgullece que, pese a todas sus terribles violencias y equivocaciones, esa cultura fuera la primera en criticarse a sí misma hasta la sangre, y la que creara el individuo soberano, los derechos humanos, el pluralismo político y la libertad.

Todo eso llegó, también, en las alforjas de esos extremeños rudos y en el arcón del administrador castrense que fue a Arequipa desde Santillana del Mar. Me conmueve que tuvieran que mezclarse, entre sí y vaya usted a saber con cuántas otras sangres, y esperar tanto tiempo para que al fin naciera yo y pudiera rendirles un día este demorado homenaje.

Copyright , 1991.

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