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Tribuna
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¡Genial!

Pasó el Dalai Lama por las campas navarras y por los terciopelos del Palace, y tras él flotaba una estela de sonrisas cariñosas. Un día tuvo que dejar las nieves y bajar a los pastos, y desde entonces ejerce de tibetano errante instalando su expendeduría de bondad en los salones de Occidente. Parece que todo el mundo está muy contento con el Dalai Lama. Representa un país idílico, donde hasta los bebés hacen el signo de la victoria y dicen ¡genial! al paso de nuestras tecnologías mientras sus mayores continúan amarrados a su arado de madera. El Dalai Lama nos cae bien porque representa la víctima nacional de la brutalidad china; nos gusta porque es la primera vez que vemos a un dios con gafitas; y le recibimos amigablemente porque su pequeño sucesor, Osel, es andaluz y eso le hace como de la familia.La teocracia tibetana se debe a que está más cerca del cielo que nosotros. Pero ¿por qué razón una teocracia en Tíbet es simplemente exótica y en Irán es fanática? Aunque el budismo no sea tan absorbente como el Islam, siempre hay algo sospechoso en esa tendencia a mezclar la inmutabilidad de Dios con el necesario progreso de los hombres. Y el Tíbet lejano es ese territorio que nunca ha estado dejado de la mano de Dios porque su propio dios le ha ido gobernando, sucesivamente encarnado durante siglos en sus lamas. Probablemente los escépticos ante este tipo de teocracias purísimas no somos otra cosa que pobres eurocéntricos empeñados en ver la vida a través del producto interior bruto, espúrios rousseaunianos que preferimos la claridad al misterio. También aquí nos gobernaron por la gracia de Dios y nunca nos hizo mucha gracia. Pero en cambio nos encantan este lama y sus valores. Es verdad que le dieron el Nobel de la Paz, pero también le tocó el de literatura a Cela.

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