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La seguridad como pretexto: tres episodios nacionales

Considera el articulista que el Estado de derecho que se dibuja en la Constitución es en gran medida un Estado de justicia en el que nadie -y en primer lugar el Gobierno- está exento del sometimiento a la ley. Enumera tras ello varios casos en los que el poder ejecutivo ha transgredido conscientemente lo descrito.

Es odioso tener que recordarlo. Como paradigma de la iniquidad a que se puede llegar cuando la justicia no es sino un apéndice del único poder existente -entendido, al modo de Bodino, como "poder supremo sobre ciudadanos y súbditos no sometido a las leyes"- se solía citar el discurso de un ministro de la justicia franquista en el que se afirmaba que una decisión judicial perfectamente ajustada a derecho podía ser injusta si no favorecía los intereses del Estado, mientras que una resolución no conforme a derecho se convertía en justa cuando atendía adecuadamente aquellos supremos intereses. Ocioso es decir que en ese clima moral pudieron cometerse infinidad de crímenes legales con una plena impunidad. En definitiva, el poder estaba por encima de las leyes, al más tosco estilo absolutista. Era así. No son, como decía el poeta, "cuentos tristes que nos cuentan".Pero esto no podía ser después de la Constitución. El Estado de derecho que en ella se dibuja y exige es, en gran medida, un Estado de justicia y, como tal, un Estado de control judicial, en el que, para la defensa y efectiva realización de los principios de libertad y justicia, ningún poder del Estado -a la cabeza, el ejecutivo, el mayor poder a la postre- está exento del sometimiento a la ley o de la exigencia de prestar la colaboración que le requieran los jueces y tribunales "en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto". No parecía concebible que ningún Gobierno, por arrogante que fuese o se tornase, pretendiera quebrar este espinazo de la Constitución, que, de pretenderlo, pudiera salir indemne de la empresa.

Aquel patético episodio de la orden cursada por el presidente del Gobierno para que unos guardias civiles no obedecieran a la autoridad judicial que, en el curso de un proceso penal, había resuelto, por decisión no recurrida por nadie, que comparecieran para la práctica de pruebas de reconocimiento (el tristemente famoso caso de la juez Huertas) nos situó bruscamente ante un claro intento de reproducción del "princeps legibus solutus". Se alegó -cómo no- que las razones de seguridad (de los guardias civiles y del Estado) debían anteponerse a toda exigencia constitucional.

El caso se saldó con un arreglo transaccional en el que, si bien los guardias hubieron de comparecer, casi un año después de lo ordenado, nadie respondió de tan grave quiebra del Estado de derecho. Pelillos a la mar.

El 'caso Amedo'

Pero todo es empeorable y vino el caso Amedo. Y ahí sigue. Cuando el rigor investigador de un juez, con el apoyo de un fiscal, consiguió empezar a esclarecer algunos hilos básicos de la trama gálica, muchos pensamos que por fin y por ventura se iba a terminar la impunidad de los que desde dentro de los aparatos del Estado (y, al menos, en la creencia de estar amparados por ellos) habían decidido organizarse criminalmente para perseguir y liquidar la violencia etarra. Pero ese pensamiento resultó muy pronto una pura ingenuidad. Bastó que la investigación se propusiera llegar al fondo, más allá y más arriba del subcomisario y del inspector procesados y presos, hasta la misma X del organigrama trazado por el juez Garzón, para que la razón de Estado y la seguridad del Estado (protagonizadas en exclusiva, y como siempre, por un solo poder del Estado y dirigidas, también como siempre, contra el corazón mismo del Estado de derecho, es decir, contra la justicia) convirtieran en sagrados, inescrutables y casi divinos a los fondos reservados, de los que, mucho más que probablemente, se alimentaron los impulsos asesinos y terroristas de los mercenarios gálicos.

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Pese a la lucidez y combatividad de algunos medios de comunicación, pese al clamor de denuncia contra los obstáculos institucionales opuestos a la investigación, pese también a que en ella se jugaba -y se juega- una parte sustancial del prestigio democrático del poder y a que, desde la óptica constitucional- y legal, el Gobierno es consciente de su sinrazón y de su desafuero, los fondos reservados siguen sin investigar. Para postre, el fiscal general del Estado -conmovedor paladín, en sus inicios, de la superioridad de los principios de legalidad y objetividad sobre el de dependencia- se apuntó al tosco número de las cartas portuguesas, se adhirió a la petición de libertad de los procesados y sigue colaborando en la elocuente profecía del presidente del Gobierno - "ni hay pruebas ni las habrá"- que fue acompañada de afirmaciones, no menos elocuentes, sobre la necesidad de defender el Estado de derecho en desagües y alcantarillas (la fontanería como defensa de la democracia) y de evitar así la conversión del Estado de derecho en Estado de desecho. Al mismo tiempo, el señor González, en lugar de defender, como debiera, el honor de la democracia y del Estado, defendía ardorosamente el honor del señor Amedo.

Vino luego la escandalosa resolución de la Audiencia Nacional en cuya virtud las exigencias de la seguridad del Estado (el secreto de los fondos reservados) impedían, nada menos, la investigación de los mismos en un caso en el que, nada más, se trata de esclarecer un gravísimo supuesto de terrorismo (máximo ataque posible, juntamente con el golpismo, contra la seguridad del Estado). Durante todo este periplo de arbitrariedad y obstrucción, el partido del Gobierno impedía, a todo trance, cualquier investigación parlamentaria.

De la paz a la ambición

Algún clásico, como Winstanley, podría haber meditado, ante tal paisaje, cuán cierta era su tesis de que la seguridad no es sino la proyección del deseo de conservación ínsito en la naturaleza humana. Pero que una cosa es el deseo de común conservación, que conduce a la paz y a la rectitud del Gobierno, y otra bien distinta el deseo de propia conservación individual, que conduce a la ambición, al ocultamiento de la justicia y a la tiranía. ¿O estamos acaso ante un supuesto de común conservación? ¿Depende la seguridad del Estado de la seguridad individual de determinados servidores del Estado o, en todo caso, de la conveniencia de hacer imposible la justicia?

Pronto ha sobrevenido un tercer episodio nacional. El Gobierno rechaza el requerimiento del Tribunal Supremo de que entregue el expediente de Anchuras alegando sin más que está amparado por el secreto que el propio Gobierno decidió sobre esta cuestión tras dictar el real decreto -de julio de1986- declarando parte del municipio como zona de interés para la defensa nacional con vistas a la instalación del polígono de tiro. Otra vez la presunta seguridad del Estado esgrimida contra la seguridad jurídica y la justicia. Nuevamente el Gobierno, por ante sí, desconoce el principio de legalidad, el derecho a la tutela judicial efectiva, la proscripción de indefensión, la vinculación de todos los poderes públicos a los derechos y libertades constitucionales y el deber de cumplir las resoluciones judiciales y prestar la colaboración requerida por éstas en el curso del proceso y en ejecución de lo resuelto.

En el umbral de la muerte (ocurrida el mismo día del puerco atentado de El Basque), Leonardo Sciascia aseguraba que "vivimos rodeados de porquería y no se ve salida alguna del pesimismo". Sciascia, el gran denostador de la corrupción, de la razón de Estado y de la violencia (todos somos -decía- culpables de la misma, pero siempre el poder es el más culpable), conservaba, pese a todo, "alguna esperanza en las escasas posibilidades que aún le puedan quedar a la justicia". Tras estos tres episodios de iniquidad y corrupción (el profesor Tierno nos decía que el desequilibrio institucional es siempre corrupción), ¿nos debiera quedar algún resquicio de fe en la justicia y en la honrada rectificación del Gobierno? Por lo pronto, el simple enunciado de la pregunta produce melancolía cuando acabamos de celebrar el duodécimo aniversario de la Constitución.

es magistrado de la Audiencia Territorial de Madrid.

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