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Tribuna:OFICIO DE PASEANTES
Tribuna
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El paseo de Recoletos

Siempre fue uno de los pedazos más solicitados de Madrid. Antes de la guerra, como mi padre me ha contado tantas veces, el paseo de Recoletos era el lugar de citas de solteras con carabina y mozos de buen ver, un paseo al que se acudía para mirar y ser mirado, como en las terrazas veraniegas de hoy, y en donde los gomosos y las niñas bien hacían sus conquistas bajo la plácida luz de los atardeceres luminosos. Desde la plaza de Colón hasta la mismísima Cibeles, la ciudad se abre en dos, en un paseo que tiene mucho de calle principal de una capital de provincias.Todavía sigue siendo Recoletos un símbolo de la historia de Madrid. Por él, a media tarde, Azaña caminaba despacio hasta su despacho del Ministerio de la Guerra, y en él también Valle-Inclán se ha quedado en bronce sobre una peana innecesaria de granito, para ver si vuelve a ver pasar a Ava Gardner. La historia viva de Madrid del último siglo ha pisado sus baldosas, pasado por sus aceras y paseado sus anocheceres. Y ha pensado en la innecesaria inexistencia de la nada. Por pensar en algo.

El Café Gijón, demediando el paseo, es como un faro torrero que ilumina la bahía y conduce por el buen camino al paseante. Un poco más allá se ha inmiscuido una terraza posmoderna abierta todo el año, como una salida de tono. Más acá, la ya tradicional terraza del Teide cumple cada verano con su cita esperada, y más acá el Café Espejo, con su orquestina y su apariencia decadente, concita las mayores aglomeraciones con músicas de pasodoble y canción del verano, mientras los patinadores voladores hacen la calle por el mero placer de sentir los golpes del aire silbando en sus oídos. A la terraza del Espejo la van ahora a acristalar, siguiendo la más genuina tradición parisiense, y todo el año va a estar allí, mirando a la Biblioteca Nacional, para mantener en el paseo el recurso eterno a sentarse y dejar pasar el tiempo.

Recoletos no es como Hill Street, pero también tiene su canción triste. No hace mucho, un hombre se ahorcó en una de sus farolas y tuvo que ser Pepe, uno de los dueños del Gijón, quien tomara el mando, llamara a la policía y procediera a iniciar los trámites de ciudadanía que los peatones del paseo no acertaban a cumplir. Aquel hombre, un trabajador venido del sur para morir más al norte, en venganza o en denuncia, no encontró árbol en el que ahorcarse y optó por una farola. Un episodio ya vivido por el cine y que le costó a Berlanga más de un quebradero de cabeza y un paso más en una trayectoria cinematográfica que incluyó una acusación explícita de Franco, que dijo en un Consejo de Ministros que Berlanga no era un comunista, que era algo peor: un mal español. Sucedió cuando en 1962 rodó La muerte y el leñador, un sketch de la película internacional Las cuatro verdades. El personaje protagonista, un organillero al que le confiscaban el manubrio de su instrumento por carecer de algún permiso municipal, sintió tanta angustia y desamparo que buscó un árbol donde ahorcarse y, al no encontrarlo, intentó llevar a cabo su suicidio en un poste telegráfico. Aquella secuencia, entre otras, le costó a Berlanga un artículo de Gonzalo Fernández de la Mora, en Abc, acusándole de presentar una España tan miserable que ni siquiera tenía un árbol en el que poder ahorcarse.

El tiempo ha pasado y tal vez ya no pueda presentarse tanta miseria, pero, a tenor de la canción triste de Recoletos, tampoco el albañil andaluz encontró ni un trabajo con el que dar de comer a sus familia, ni un árbol con la sramas suficientemente sólidas. O acaso quiso añadir a su denuncia mortal una renuncia expresa a las acacias del paseo, para a la modernidad. Sea lo que fuere, una canción triste en un paseo que no se merecía contemplar la muerte desesperada de ningún ser humano.

En torno al paseo de Recoletos nacen muchas otras instituciones madrileñas. De él sube como un afluente caudaloso la calle del Almirante, preñada de tiendas de moda, y un bar llamado Oliver, que, redivivo, como un ave Fénix, vuelve a ser una cita relajante para la gente de la cultura y del ocio que han hecho de este pedazo de Madrid su último refugio. Gentes que leen en la librería Antonio Machado, que ven cuadros en la galería de Masha Prieto, que se querellan en las Salesas, que discrepan en el Gijón y que se emborrachan por la noche en Boccaccio. Escritores, pintores, actores, periodistas y otras faunas de mal vivir y peor pensar que antes comían en Gades o en el Latino y que ahora prefieren ir a casa siempre que pueden, que ven teatro en el María Guerrero y conviven con el trasiego de los soldados del Cuartel General del Ejército y con los ciegos de la ONCE, esquivando chaperos y coches mal aparcados. Un gentío de artistas y creadores que terminan cada noche en las terrazas de Recoletos, el Último refugio, en cuanto el calor se presenta en Madrid, cada año en fecha distinta, a traición y sin razón aparente.

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