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Los toros: juicio de limpieza y catarsis letal

Enrique Gil Calvo

El arte de los toros presenta singularidades específicas imposibles en otras manifestaciones estéticas. Y si el torero parece un artista especial ello no es sólo efecto retórico, sino producto de una evidencia: mientras los demás autores de obras de arte deben superar la resistencia que opone una doble amenaza (el público y la crítica), el torero, además de enfrentarse a tales riesgos, debe vencer un tercer enemigo, esencialmente más peligroso todavía: el poder letal de su víctima.Que la crítica suponga una temible amenaza no debe extrañar. Es el principal obstáculo a vencer y a convencer, pues son los críticos quienes constituyen a los artistas, creando ex novo su genialidad al atribuírsela, etiquetarlos de tales y segregarlos así del resto de personas normales. La presunta diferencia específica entre el artesano y el artista sólo puede ser reconocida por la crítica, que monopoliza esta función demarcadora, carente de más criterio que la autorreferencia arbitraria.

El segundo riesgo a vencer es el que el público plantea. En la sociedad de consumo de masas, donde impera la ley de la demanda y la soberanía reside no en el ciudadano, sino en el comsumidor, los artistas que triunfan sólo son los capaces de encandilar a la opinión pública, conquistar y acumular popularidad y encaramarse a los primeros lugares del ranking de éxitos que acaparan las estrellas de la cultura de masas: es el favor del público quien otorga el triunfo, y su desprecio quien hunde en el anonimato. Y esta ley democrática (pues antaño el público no contaba: sólo los críticos mercenarios, sobornados por los mecenas y los déspotas ilustrados) es todavía más poderosa en el arte de los toros, como bien ha visto Savater: "Al matador le vienen graves amenazas del público, no inferiores sino complementarias de las que el propio toro representa para él; el más temible que respetable público de la plaza necesita que triunfe el torero, pero está dispuesto a hacer valer los derechos del toro cuanto se precie para que tal victoria se cumpla o se consume la tragedia que la prestigia".

El tercer peligro enemigo del torero resulta del todo intransferible al resto de profesiones artísticas: es el riesgo de morir a causa de las acometidas del toro. Ninguna otra materia prima del arte resulta mortal de necesidad. Puede haber, por supuesto, accidentes (como un pintor de murales que muriese al caer del andamio). Pero la letal peligrosidad del toro no es un accidente, sino una necesidad sustancial: sólo ella da sentido al arte de la faena. Por ello, si bien en el resto de actividades artísticas (o, para el caso, deportivas) resulta claramente aconsejable reducir su riesgo de accidentes y su margen de peligrosidad (pues su progreso formal y su pureza estética se verán multiplicados si se elimina la irrupción accidental del azar destructor), en el arte de los toros sucede exactamente a la inversa: su progreso formal y su pureza estética dependen, precisamente, de que se amplifique y acreciente el peligro letal de las acometidas del animal.

De ahí la perenne denuncia del fraude de la fiesta: el toro afeitado, el toro que se cae, el toro manso, el toro cómodo y el llamado toro de Sevilla constituyen el máximo peligro que amenaza el futuro de la fiesta. Y de ahí también la perenne reivindicación del toro-toro: bronco, violento, dificil y peligroso, es decir, con casta, bravura y trapío. Los ganaderos de reses bravas surgen en el siglo XVIII mediante la sistemática aplicación de la tienta como predarwinista selección artificial, capaz de garantizar una evolución hacia castas progresivamente más bravas y peligrosas. Hoy, tal tendencia evolutiva hacia el incremento de la bravura parece frenada por la corrupta demanda de un toro más comercial. Ello resulta un error de cálculo (si no algo peor), pues sólo una apuesta decidida a favor del incremento de la bravura garantiza el progreso futuro de la fiesta.

Sin el peligro letal que el toro aporta no hay posible arte de tauromaquia. Esta evidencia se desprende no sólo de su materialidad estética (la bravura del toro es la materia prima de la faena, como la dureza del mármol lo es de la escultura), sino, especialmente, de su fúnción social. En efecto, pudiera pensarse que se diese una evolución de la fiesta en un sentido amplificador de su esteticismo formal (mera coreografía de composturas hieráticas y rituales a la japonesa), en detrimento de su capacidad de producir la catarsis de la tragedia. Incluso cabría la posibilidad de que ello aumentase la popularidad y la espectacularidad de la fiesta (circo americano de cómodos toritos alegres y juguetones, brillantemente domesticados por arrogantes pega pases amanerados y resplandecientes). Pero, sin duda, ello destruiría un valor esencial: el de la soberanía letal, residente en la bravura insobornable del animal.

El toreo profesional a pie se institucionaliza durante el ocaso estamental del antiguo régimen. Y se constituye así la pri mera profesión libre, no sometida a reserva ni privilegio gremial. Los toreros compiten libremente entre sí, tratando de probar su superior valía, y ganando con ello sus títulos de crédito ante una opinión pública libre y democráticamente expresada. Por ello, el torero representa un ejemplo moral, un modelo de ética profesional (la vergüenza torera), que es el primero que aparece en la España moderna. No habiendo podido prender aquí el calvinismo por causas obvias, ni ninguna otra clase de tensión ética intramundana (por emplear la conocida expresión weberiana para calificar el motor del espíritu del capitalismo), sólo la vergüenza torera ha podido ser el espejo de la responsabilidad profesional.

La condición de posibilidad de la libre competencia profesional es la igualdad de oportunidades. Tal condición difícilmente se da en España, corrupto país sobornado por el clientelismo, el enchufismo y el amiguismo (por no hablar de la herencia familiar, las barreras de clase y el desnudo privilegio estamental). Pues bien, el torero representa el único ejemplo posible de limpieza en un país de trampas, juego sucio y cartas marcadas. Y limpieza auténtica, indudable, probada, pública y notoria. Porque, como es obvio, a los críticos se les puede sobornar y al público se le puede engañar (dando gato por liebre) o hasta comprar (halagando su golosa credulidad con vanidosos efectismos de pacotilla). Pero al toro, si es bravo (es decir, si posee auténtica acometividad letal, no sólo mera estampa de cómodas hechuras), no se le puede sobornar, engañar ni comprar.

El público, por temible que sea, puede ser domado. Y la crítica, claro está, siempre puede ser domesticada, para que coma mansamente de nuestra mano. Pero si hay garantías de que el toro sea lo suficientemente bravo para que no pueda ser domado ni domesticado, en tal caso, y sólo en tal caso, la limpieza del juicio estará garantizada. Sólo el toro bravo resulta indomable e indomesticable, es decir, insobornable, luego, necesariamente letal.

De ahí la exigencia de que haya primacía de la letalidad: sólo así se garantiza la perfecta igualdad de oportunidades, el juego limpio y la imparcialidad absoluta de la competencia profesional. No hay enchufes, ni influencias, ni herencias, ni privilegios, ni sobornos: no puede haber favoritismo posible ante' el poder inminente del toro letal. No hay sitio, pues, para pícaros, señoritos ni sinvergüenzas (sempiterna lacra de la incultura profesional española): sólo para el límpido espejo de la vergüenza torera, en el que pueda contemplar su ominoso reflejo la amenaza letal, predestinada a testimoniar con su muerte la limpieza de la prueba.

Toro bravo, con soberanía, plenitud de derechos y poder de matar: ése es el único juicio verdadero de limpieza. Y, por tanto, catarsis letal predestinada: eso es la vergüenza torera como tensión ética weberiana (función cívica de la tauromaquia).

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