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Reportaje:

El fantasma abandona el palacio de Linares

Madrid recupera uno de los edificios más singulares de finales del siglo XIX levantado en el corazón de la ciudad

Comparado con Correos, Buenavista o el Banco de España, el palacio de Linares parece algo chaparrete y, desde luego, sus paredes, comidas por la contaminación, no traslucen su enorme riqueza interior. La única esquina de la plaza de Cibeles que este siglo ha estado en venta siempre fue codiciada por las empresas, pero el fantasma que según nuestros abuelos pasaba por sus salas no debía estar muy conforme con su venta. No se comprende de otra forma cómo el edificio logró evitar su entrada en la bolsa inmobiliaria hasta hace tres años. Ahora, con un valor de 3.300 millones, el palacio podrá ser por fin conocido gracias a su estrenada condición de propiedad municipal.

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El fruto de un incesto

El derribo de las distintas construcciones del Pósito de Madrid -dedicadas al almacenamiento de grano para controlar los precios en tiempos de escasez- hizo que en 1870 se produjera la primera venta de esta esquina de Cibeles. El comprador de tres de los solares resultantes fue José Murga, industrial y financiero, marqués de Linares y vizconde de Llanteno.La construcción del palacio debió costar un dineral para la época, aunque no para el propietario, pues, según se afirma, sólo invirtió en ella las rentas de su cuantiosa fortuna. Ello no impidió que el propietario mantuviera una larga discusión con el Ayuntamiento por una pequeña franja del paseo de Recoletos ocupada durante la edificación.

Murga hizo y deshizo su palacio hasta hacer realidad sus sueños. Los planos fueron firmados por el arquitecto municipal Carlos Colubí, quien, al parecer, adaptó los realizados por el francés Adolfo Ombrecht. El arquitecto Manuel Aníbal Álvarez se ocupó de dirigir la obra, que fue iniciada en 1873 y duró varios años por la riqueza que se quiso dar a su interior. Fueron encargados tapices a las fábricas de Gobelinos y de Aubusson; alfombras, a la Real Fábrica de Tapices; sedas, a Lyón, y frescos, a artistas como Casto Plasencia, Francisco Pradilla, Alejandro Ferrant, Manuel Domínguez o Francisco Amérigo, entre otros.

Murga debía ser muy amigo de la originalidad. Cuando las deterioradas contraventanas son abiertas y entra el sol y la contaminación desde la calle, el invitado descubre una chimenea distinta en cada salón, como tampoco son iguales las cerraduras de las puertas o las fallebas de las ventanas -en las que se pusieron los escudos del marqués-, los entarimados, las sedas, los dibujos hechos con mosaicos, las arañas o los artesonados.

Sorprende, asimismo, que este envoltorio tan castigado por los humos de los coches y el clima madrileño -Murga se equivocó al elegir para la fachada piedra de arenisca de Novelda, Alicante- haya sabido guardar aceptablemente esta riqueza artística durante los 23 años ininterrumpidos que lleva cerrado.

La continuada oposición municipal a modificar el palacio, la arruina la Casa de Muñecas y las caballerizas logró la salvación del conjunto de la piqueta, pero no pudo ser utilizado por sus distintos propietarios: la Compañía Trasmediterránea, la Confederación de Cajas de Ahorros, la empresa Teseo y Emiliano Revilla. En consecuencia, el edificio, monumento histórico-artístico desde 1976, ha sido vendido y revendido hasta alcanzar un precio de 3.283 millones. Hace 30 años fue adquirido en 150 millones.

Un palacio cerrado

Esta falta de uso obligó a tener cerrado el palacio, situación practicamente habitual para este edificio. En los años veinte, Pedro de Répide ya indicaba que el inmueble se abría raras veces para celebrar fiestas. Los marqueses en sus últimos años de vida y después su ahijada Raimunda Avecilla, casada con el conde de Villapadierna, apenas hicieron vida de sociedad y poco a poco la oscuridad se adueñó del ovalado salón de baile, del salón chino, de la artística capilla y de la escalera principal de doble cuerpo con barandilla de mármol labrada por Jerónimo Suñol.Esta continua clausura siempre intrigó a los madrileños que se subían a la verja e intentaban atisbar el interior. Su aspecto misterioso exigía una leyenda, y pronto comenzó a correr por Madrid la versión de que un fantasma, al anochecer, recorría los salones alumbrado por una lamparilla. No sería nada extraño que este fantasma haya ayudado, calladamente, a los sucesivos dueños a preservar este patrimonio cultural de la ciudad. Aún a sabiendas que su apertura al público le obligará a abandonar, posiblemente para siempre, su artístico refugio.

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