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Teoría del verano

El verano ha llegado una vez más y con sus posibles goces dejará un rastro de ilusiones insatisfechas. Es opinión generalizada que el verano es cada vez menos verano; es decir, que la estación está cada vez más desprovista de los ensueños y de las intensidades de otros días. Pero, ¿de qué días hablamos? ¿De los de nuestra infancia? ¿De los de nuestra adolescencia? También es opinión común que hoy el verano está sometido a las urgencias y a las limitaciones del tiempo. El verano ya no nos concede aquel estado de ánimo inocente y gozoso de los años pasados, sino una cantidad precisa de tiempo para consumir de la forma más urgente, artificiosa y planificada.Otra opinión común a la hora de afrontar el verano es la de que éste es sinónimo de vacación; pero resulta que la vacación de hoy tampoco nos concede la felicidad de un tiempo. Es frecuente oír la frase: "Hace muchos años que no disfruto de unas verdaderas vacaciones". (La persona que ha pronunciado la frase subraya con un tono de voz entre desesperado y ansioso la palabra verdadera.) Por eso, cuando uno pregunta qué debe entenderse por unas vacaciones de verdad, la respuesta suele ser: "Unas vacaciones con todo el tiempo para pasear, para dormir, para leer". Exclusivamente para esto, sin las insistentes labores domésticas, sin compromisos familiares y profesionales, sin gritos infantiles y sin preocupaciones económicas, sin la gran obsesión del trabajo tan inevitable como obligado, que no deja de perseguirnos allá donde vayamos.El sueño, el paseo, las lecturas: tres formas simples pero muy plácidas de lograr la armonía plena, tres formas de negar la realidad más amenazadora. El sueño ya no estará sometido a férreos horarios. Dormir plácidamente no supondrá solamente dormir todo el tiempo que se quiera, sino hacerlo cuando y como a uno le plazca. En verano uno puede dormir menos tiempo, pero bastará con cerrar los ojos una hora, despreocupadamente, en una playa o en un bosque -cerrarse al mundo- para después contemplar el paisaje igualmente nuevo y ameno.

La acción de pasear supone una renovación de nuestro entorno y de nuestro propio yo. Pasear es mucho más que "hacer camino al andar". Pasear por placer no es otra cosa que deshacer los caminos ya recorridos, los bien trazados y señalizados caminos -de dirección única- de la dura cotidianidad. Más acorde está el paseo estivo con otra idea machadiana: la de "soñar caminos" al andar. Caminando por placer no sólo se evitan las rutas trilladas, sino que durante la marcha descubrimos nuevas bifurcaciones y atajos. Todo ello se presta a grandes significados simbólicos. "Por ese camino debiera extraviarme y no volver, más, atrás -nos decimos cada verano-, pero ¿tendré la ilusión y el valor de hacerlo?". Siempre soñamos con no regresar nunca del lugar de la vacación plena. Pero, ¿cómo tener el valor de hacerlo?

Más cerca del estivo sueño de las vacaciones está la gratísima aventura de leer. De hecho, si cerráramos nuestros ojos profundamente para extraer de los veranos pasados su esencia, nos encontraríamos probablemente con la experiencia de una lectura irrepetible. Yo he intentado hacer esta prueba y no sólo he arrancado del pasado -de los veranos de mi adolescencia- jubilosos baños en grupo y agotadores y sonámbulos paseos en bicicleta, sino también mi primera e inolvidable lectura de la obra de Marcel Proust a la fresca sombra de un enorme castaño de Indias. (Precisamente en estos días primeros de verano leo la nueva versión que se ha publicado del manuscrito de Albertine desaparecida, la que redescubriera Claude Mauriac. Y es curioso que sea un libro del propio Proust el que hace de magdalena para despertar en mí con su sabor los perdidos días de la adolescencia.)Si insistiera en cerrar los ojos y en recuperar lecturas del pasado surgirían otros autores y libros, pero pocos de ellos habrán dejado en mí esa impronta especial que me produjo la obra de Marcel Proust. No es, pues, el libro en sí lo que nos cautiva, sino la atmósfera, el mundo especial que de él emanaba al ser leído en unas determinadas condiciones ambientales: de vacaciones, en el verano, bajo una fresca sombra, sobre una yerba húmeda, esperando que llegara en su bicicleta una determinada muchacha. Experiencia nueva, a fin de cuentas, la de una lectura imborrable, como la del sueño plácido y caprichoso, como la del paseo que suponía casi una iniciación.

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Así que el verano idealizado es todo un símbolo de pasadas plenitudes, del paraíso perdido, de la edad de oro. Pero, ¿podemos hacer algo más para recuperar aquel mensaje o sensación especial de los veranos pasados, de los veranos que jamás volveremos a gozar? Volvamos de nuevo a hacer la prueba de cerrar los ojos, pero ahora no pensemos en la adolescencia; vayamos más atrás en el tiempo. Que ese punto de luz concentrada que irradia de entre nuestras cejas se fije en la infancia.Quizá ahora mis visiones sean más imprecisas, pero reconozco que han ganado en intensidad. Veo que después de esta nueva concentración más cabe hablar de sensaciones que de vivencias. Surge, por ejemplo, una sensación cálida y pura: es el recuerdo de la contemplación de un cielo nocturno lleno de estrellas. La visión es sobrecogedora y viene acompañada de ligeros aromas. Luz de astros y aromas de encina, de trigo reseco, de jarales. Más allá de la anécdota de aquel tiempo -juegos, amistades, risas, peripecias- se mantiene nítida esa sensación que colma el ánimo más insatisfecho. Y sabemos que, allá donde vayamos, siempre echaremos en falta esa primera sensación de infinitud experimentada en uno de los primeros veranos de nuestra infancia.

La idea de vacación -tras el recuerdo de esta iniciática experiencia- ha quedado anulada. Hoy la vacación no es más que un residuo de pasadas plenitudes y de gozos fugitivos. La vacación estiva persigue inútilmente el dar caza a aquellos astillados cielos de nuestra infancia. No podríamos continuar la recuperación del verano perdido, el viaje hacia atrás, sin regresar al útero. Pero, ¿no era ya útero negro y musical aquella noche primera en la que se nos mostró lo misterioso, lo inalcanzable? ¿No es la noche total el gran útero? Hoy no podemos negar que en el verano infantil nos hallábamos en consonancia con una armonía rescatada, absoluta. Y, al mismo tiempo, nos sentíamos con los pies bien asentados en la tierra: existíamos soñando, algo cada día más difícil de lograr. Una caricia, una amistad, una sonrisa, no hacían sino intensificar el descubrimiento de la vida.Pero hagamos el viaje a la inversa. Acerquémonos hacia la madurez, dejemos de concentrarnos en el pasado, salgamos de nosotros mismos y vayamos entreabriendo muy lentamente los ojos. Se borrará la infancia y la adolescencia. Aparecerá la realidad de hoy, el verano presente, la vacación última. Y quizá, abiertos los ojos, veremos la noche. ¿La misma noche de entonces? Abrimos los ojos, miramos hacia arriba y todavía descubrimos el cielo lleno de astros. Pero hoy la noche no es luz estelar con aromas, un reflejo inagotable en las sensaciones que produce. Alzamos los ojos y en cada estrella vemos una anécdota, una palabra, un problema, un rostro, una fecha, una ansiedad, un riesgo, un dolor.

Hasta es posible que veamos también una alegría. A medida que pasan los años, también la noche estiva tiende a dejar de ser una ilusión fértil, un mar de espejos.

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