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El pulso vegetal

Al filo justo de las 10.30 del domingo 20 de marzo inicié mi recorrido por los senderos de un encinar cercano a Madrid. Quise conocer de primera mano cómo llega la primavera a un entorno de bosque antiguo bastante intacto e impoluto. El pulso vegetal ascendente se advierte en el vigor de los brotes y en el tallo erguido de los arbustos. La savia sube en su empuje a las alturas, y su latido confiere un ambiente que envuelve árboles y plantas. La encina es severa y poco dada a manifestar su renuevo. Y, sin embargo, en su foliación se percibe una tersura lustrosa que saluda al equinoccio.Cohabitan los altos pinos en el encinar. Ésos, sí, yerguen sus rotundas copas verdes hacia el cielo en un brindis de alegre resurrección. Rodeados de un pimpollar espontáneo, apacentan su descendencia enana, que imita con airoso garbo el gesto de su progenitor piñonero. ¿Por qué habrá de cuando en cuando, en este bosque, un enebro abrazado al pino? No sé quién me contó que es una pareja que se lleva bien, y aún me aseguraba que existen entre ellos secretas comunicaciones, que se oyen de noche cuando sopla el viento Sur que llega de Toledo. Las jaras se disponen a romper sus yemas relucientes, embriagadas de resina perfumada, en espera de la blanca y brevísima flor, queestalla de repente y fenece horas después, como una aventura fugaz.

Se extiende el musgo verde de las últimas lluvias por el campo, menos en los chaparrales que rodean el encino y bajo la seca sombra de las coníferas. Los matorrales del junco asoman cual erizos con sus cabezuelas, semejando rosquillas minúsculas.

Hay pocos animales terrestres visibles. en el bosque mañanero. Únicamente la prole conejil irrumpe con su tráfico saltarín y frenético por trochas y caminos. Los gazapos aventajan a las madres en velocidad y, con los orejones erguidos, captan en sus antenas parabólicas hasta el último de los ruidos hostiles de la foresta.

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Las aves, en cambio, se escuchan sin cesar. Sobre un enebro seco y deshojado charlan en animado chismorreo siete urracas colocadas en las ramas, oteando las presas que en el suelo relucen. Se oyen lejanos ruiseñores, algún cuclillo y el repetido monólogo de la tórtola. A veces surge una abubilla con su penacho erguido y su rayada cola, que me recuerda, no sé por qué, la estatuaria del antiguo Egipto

Un raudo vuelo colectivo de palomas alegra el cielo azul monocorde e inmóvil de la recién estrenada primavera. Más arriba, colocado como un satélite de espionaje en aparente inmovilidad, un aguilucho otea los claros del bosque buscando alguna carroña que ha llegado a despertar su hipersensibilidad necráfaga.

¿Tienen los bosques historia? Éste sí que la alberga. Todavía los costurones de la última guerra civil se adivinan en las alteraciones geométricas del terreno. Las trincheras y los refugios del sitio de Madrid se perfilan, aunque el tiempo, las lluvias y las nieves desfiguraron su primitiva traza. También, siglos atrás, fue en estos encinares donde, según la tradición, el rey Francisco de Francia, prisionero de Carlos V, se entregaba a la caza y a tal cual aventura galante que le consolaba de la recia austeridad de su alojamiento forzoso en la madrileña torre de los Lujanes.

Otro paseante ilustre de estos lugares fue don Segismundo de Moret, quien recogió la herencia de Sagasta en el Partido Liberal y pugnó por un librecambismo de corte británico que desencadenó los furores del proteccionismo, grato a la burguesía industrial vasca y catalana. Moret poseía un antiguo palacio que a su vez procedía del marqués de Remisa, un banquero del tiempo ísabelino, cuyo bellísimo retrato exoma los salones del Museo Romántico de nuestra capital.

Pariente cercano del jefe liberal era el admirable paisajista Aureliano de Beruete, que supo llenar de lirismo su visión de los alrededores del Madrid de su tiempo. Los paisajes que uno conoce, interpretados por el pincel de un artista, son un enriquecimiento de las vivencias propias. Uno recoge esa vibración inspiradora del pintor trata de superponerla al escena rio natural que llevamos dentro. El paisaje se llena así de motivaciones añadidas. Y no siempre coincidentes. Cada uno de nosotros palpita de distinto modo en la contemplación de la naturaleza.

Goethe decía que un mundo entero se le entregaba y revelaba cuando salía de excursión hacia los montes arbolados en busca de estímulos para su espíritu creador. Estos altivos compañeros vegetales fueron mudos testigos de los remotos y largos períodos del primer despertar humano. Los árboles estaban ahí para contemplar el alba del hombre y de la mujer en la prehistoria.

Es impresionante comprobar la supervivencia de los ritos y creencias de las más antiguas culturas de nuestra especie, relativas al bosque y en general a los árboles. Media Europa celebra todavía ceremonias y fiestas, romerías y cultos que tienen a los árboles como protagonistas. Las enormes masas forestales de la antigüedad, que cubrían la mayor parte del continente europeo, eran a la vez motivo de temores y de legendario respeto. Incluso las legiones romanas tardaron siglos en explorarlas del todo. La correlación un hombre-un árbol, con su mágica connotación, fue algo persistente en las tradiciones europeas más remotas.

Al descender de la pequeña colina se entrevé, medio oculta por la trama vegetal del encinar, la silueta alargada, multiforme, erizada de rascacielos, de cúpulas y puntiagudas torres, de nuestra enorme capital madrileña, desbordada por su propio crecimiento. Un poeta catalán escribió aquello de que era feliz la ciudad que se halla a la vera de una montaña, pues se puede contemplarla desde su cima, captando así su secreta totalidad. Pero quizá sea mejor que la ciudad tenga la vecindad de un bosque que limpie los pulmones de sus habitantes con el aire incontaminado.

El Madrid de hoy tiene un perfil bien distinto al que pintaba Beruete. La ciudad se ha ido acia arriba y hacia los lados. El palacio Real, con su extensa formación arquitectónica, inroduce un elemento barroco italianizante en el friso de la cornisa del valle del Manzanares. La niebla rojiza de la contaminación asciende lentamente desde la cuenca fluvial hasta la media ladera de la inmensa tarjeta postal de la silueta de Madrid vista desde el bosque.

Ha llegado la primavera con la puntualidad del ritmo astronómico de nuestro pequeño sistema solar, perdido en el universo, casi infinito. El pulso vejetal que nos inventamos hace latir al unísono, durante un rato, el ritmo de nuestro corazón.

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