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Crítica:ÓPERA / LICEO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Voces de verdad

Homenaje en el Liceo: cuatro minutos de aplausos -¿importa realmente el cronómetro?-, calidísimos y sinceros, para José Carreras, que no pudo, esta vez, acudir a su ya tradicional cita navideña con el Liceo. El payaso Canio le esperará el tiempo que haga falta: su gran espectáculo es a las once de la noche ("a ventitrè ore"), pero el día, que queda sin determinar en el libreto, lo decidirá el cantante. Por nuestra parte, no queda más que unirnos al coro de campesinos: "Verremo, e tu serbaci il tuo buon umore" ("Iremos, y tú resérvanos tu buen humor").El doblete verista de Mascagni / Leoncavallo sigue funcionando con extraordinario vigor. Algo ha habido siempre de profético en las palabras, consideradas como un manifiesto de la nueva tendencia lírica, que Tonio pronuncia a telón corrido al principio de Pagliacci. Dice: "El autor ha intentado dibujar un squarcio di vita [episodio de la vida real]. Su única máxima es que el artista es un hombre y que para los hombres él tiene que escribir". Deseo, por tanto, de escribir una ópera de actualidad, con problemas reales de gente corriente, para un público popular.

Cavallería rusticana y Pagliaci

de Pietro Mascagni y Ruggero Leoncavallo. Intérpretes: Elena Obraztsova, Corneliu Murgu, María Uriz, Enric Serra, Cecilia Fondevila, Ileana Cotrubas, Giuseppe Giacomini, John Rawnsley y Josep Ruiz. Dirección escénica: Antonello Madau-Diaz. Decorados: Teatro Regio de Parma. Orquesta y coro del Gran Teatro del Liceo dirigidos por Edward Downes. Barcelona, 21 de diciembre.

Deliciosa utopía

El público creyó y sigue creyendo en la deliciosa utopía: la verdad -Giovanni Verga, el gran artífice del movimiento literario, prefirió este término a verismo- difícilmente se dice cantando, y eso lo sabe mejor que nadie el pueblo llano. Pero lo importante, una vez más, no son las declaraciones programáticas, sino los resultados: verdad o no, actúa y es recibida como si lo fuera. Poco se diferencia en esto el verismo de otros postulados operísticos.Desde el punto de vista vocal, el Liceo se ha apuntado un buen tanto con estas dos obras, y muy especialmente con la segunda: el dúo Cotrubas-Giacomini es, no hay que dudarlo, de lo mejor que se puede encontrar por esos mundos. Si la primera imprimió al personaje de Nedda un lirismo conscientemente ajeno al llamado malcanto, y no por ello menos rico y sugestivo en el tan solicitado registro central de la voz, el segundo arrolló con extraordinario dramatismo, siempre bien mesurado. Su Recitar! del primer acto y el dúo final con la Cotrubas constituyeron sendas lecciones de cómo mantener la tensión sin llegar a romper.

John Rawnsley como Tonio confirmó la solidez de la actual escuela anglosajona, que cuida con esmero no sólo las prestaciones vocales, sino también, y al mismo nivel, las escénicas. Su actuación cautiva incluso cuando el personaje no canta.

Convenció Josep Ruiz (Peppe) que hizo la serenata del segundo acto con buen gusto. Enric Serra, por su parte, hizo frente a dos papeles opuestos: fue Silvio, el amante que provoca los celos del marido, en Pagliacci, y Alfio, el marido celoso a causa del amante, en Cavalleria. En ambas situaciones se mostró vocalmente'correcto, pero escénicamente lleno de indecisiones.

En Cavalleria brilló en su debú liceísta el tenor rumano Corneliu Murgu (Turiddu): su potentísima voz, que no se amedrenta ante densidad orquestal alguna, da la firmeza que correponde al personaje, a quien puede perdonársele algún que otro desajuste en la emisión. Elena Obrztsova (Santuzza) fue su adecuado contrapunto en lo que a fuerza se refiere: su voz no es homogénea y presenta un vibrato no siempre agradable, pero imprime a su interpretación la dosis de verdad requerida. María Uriz (Lola) hizo una bien calibrada Fior di giaggiolo y Cecília Fondevila (Lola) completó el reparto con acierto.

La dirección orquestal, debida al británico Edward Downes, dio la impresión de mantener un peligroso duelo con los cantantes y muy especialmente con el coro, a cuya profesionalidad se debe que su primera intervención no acabara en un inmerecido naufragio.

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