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De las misiones a los chicanos

He pasado en Norteamérica unos 30 años de mi vida, pero apenas si conozco California: una semana en San Francisco durante la década de los cincuenta y un mes en Santa Bárbara en la década siguiente es todo el tiempo que pude disfrutar de su agradable clima. Ahora, con ocasión del viaje regio, me pide EL PAÍS que escriba a propósito de la herencia o, quizá mejor, de la huella que en aquella región dejara España, y debo empezar, como así acabo de hacerlo, confesando mi falta de experiencia vivida para ello. United States of America es, contra lo que mucha gente imagina, un país de escasísima cohesión interna, y, por consiguiente, de enormes diversidades. Tener algún conocimiento del Middle West, haber visitado muy de pasada varios de los Estados de la Unión y haber dejado que transcurra tan dilatado lapso de mi existencia terrenal en el East -o, más bien, pues no es lo mismo, en la ciudad de Nueva York- no me autoriza a hablar de California sino por noticia y a la distancia.Con todo, y puesto que tampoco es nunca la presencia física en el sitio garantía suficiente para una cabal comprensión de las realidades colectivas, creo que tal vez puedo proponer a la consideración ajena algunas apreciaciones dignas de la oportunidad.

California, y en general aquellos territorios hoy pertenecientes a Estados Unidos que contienen reliquias de la colonización española, suele suscitar en el ánimo de peninsulares e hispanoamericanos una exaltación emocional manifiesta en expresiones de encendida vanagloria cuyas raíces complejas sería interesante desentrañar. Propendemos demasiado a ponderar con admirativo asombro la gesta de la incorporación del continente americano a la civilización cristiana; es decir, a complacernos en contemplarla desde nuestra actual inanidad. Pero ya que esa gesta fue obra de pretéritos españoles, los de nuestros días incurrimos en la puerilidad de ponernos huecos por lo que aquellos hombres hicieron en el suyo, sin que falten tampoco quienes, a la inversa, en un alarde de falsos remordimientos históricos, se avergüencen de su conducta (actitud esta última que, con respecto a otro contexto geográfico, daría lugar no hace mucho a la grotesca patochada de ir a pedirle perdón a los Países Bajos por la política de Felipe II). En cuanto se refiere a la conquista y colonización del Nuevo Mundo, enorgullecerse de la actividad evangelizadora de fray Junípero Serra (tuya efigie, por cierto, aparece ahora en un sello postal de EE UU) resulta tan fútil, tan vanamente retórico, como entonar el Yo, pecador y clamar mea culpa ante las denuncias del padre Las Casas. Ambas posturas revelan por igual una vacua arrogancia, pues asumirlas es arrogarse una identidad -para lo positivo o para lo negativo, poco importa- con el pasado que, en el fondo, constituye una escapada para desentenderse del presente, huyendo de la realidad hacia una especulación inoperante.

No redescubramos ahora América, a nuestra manera, con ayuda de retóricas evocaciones, en el plano de la imaginación. Procuremos más bien atenernos a los hechos con los que a la fecha estamos confrontados. Y esos hechos, por lo que afecta a California, fuera de la toponimia y de unos cuantos elementos folclórico-decorativos, que son en efecto huellas de un tiempo ido y, en parte, voluntarias reviviscencias superficiales, están constituidos de modo principal por la presión creciente de las poblaciones que afluyen desde el Sur en busca de trabajo y por el resultado estable de esas presiones: el grupo de los llamados chicanos.

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Los chicanos: con esto sí que estamos ante un problema real que, desde luego, atañe a lo que con aséptica e inofensiva expresión puede llamarse la herencia española de California. En la memoria de todos ha de estar, pues ha sido noticia reciente en la Prensa el plebiscito por virtud del cual la lengua inglesa fue declarada -en exclusividad, se entiende- lengua oficial de aquel Estado. No podría precisar yo los verdaderos términos de la cuestión ahí planteada, esto es, a qué tensiones prácticas, quizá no explícitas, respondió su planteamiento. Para saberlo me falta ese conocimiento que sólo da la convivencia dentro de la comunidad correspondiente, y del que carezco. Pero, de cualquier manera, una cosa parece segura: la iniciativa era una reacción mayoritaria en contra del sector hispanohablante de esa comunidad. Y sospecho que, en el fondo, tal reacción no iba dirigida contra el mero empleo de la lengua española, sino contra factores de índole más económico- social que estrictamente cultural. Lo pienso así porque, para empezar, no es nada frecuente entre los norteamericanos -y esto por causas de fácil explicación sociológica- esa especie de puntillosa intolerancia idiomática que, por ejemplo, subsiste todavía en Francia o en Inglaterra. En el plano de las instituciones, hay allí Estados de la Unión donde el español comparte con el inglés la categoría de lengua oficial, mientras que en el de Nueva York mucha de la actividad política y administrativa -no digamos la publicidad de todo tipo- se produce en lengua castellana. Por otro lado, los inmigrantes hispanos procuran adquirir cuanto antes -y ello por razones de obvia conveniencia- el uso de la lengua general del país. En concreto, los chicanos, nacidos y criados ya en él, si acaso conservan en su habla vestigios de la lengua de sus progenitores mexicanos, pero la desconocen por lo general, teniendo como propia la inglesa.

A diferencia de los puertorriqueños, concentrados más bien en el este de Estados Unidos, quienes, gracias sobre todo a las facilidades de la común ciudadanía, mantienen con su isla un contacto ininterrumpido, los chicanos, que poseen una fuerte identidad de grupo dentro de la sociedad norteamericana, parecen, por otra parte, desvinculados de sus orígenes en medida muy considerable. Una de esas anécdotas que en su pequeñez pueden resultar reveladoras me lo hizo evidente hace bastantes años, cuando una veintena de estudiantes chicanos matriculados en una universidad de Middle West, rechazaron el curso de Literatura Española que se les había preparado alegando no ser españoles ellos, y al proponerles las complacientes autoridades académicas la alternativa de un curso basado exclusivamente en autores mexicanos, lo impugnaron también: ellos querían estudiar literatura chicana...

Con los millones de hispanohablantes que habitan hoy, en muy diversos grados de integración, Estados Unidos, el tema de cultura española en ese país no es una mera cuestión de herencia histórica, de las huellas que la conquista y colonización puedan haber dejado en su territorio. Se trata de un problema vivo Y acuciante, frente al cual aplican allí los poderes públicos -desde su propia perspectiva, como es lógico y natural- criterios siempre discutibles y discutidos, en su conjunto incongruentes y contradictorios, rara vez atinados. Desde nuestra perspectiva es bien poco, prácticamente nada, lo que España hace por defender y promover nuestra cultura en aquel dilatado ámbito geográfico. Cierto es que se trata de un terreno fuera de su jurisdicción, y cierto también que la inmensa mayoría de los hispanos residentes en él no son súbditos españoles ni provienen de nuestra península. Pero la cultura no es materia sujeta a jurisdicción, sino patrimonio comunal, y sería sin duda contribución positiva y sin retóricas al V Centenario, cuya celebración se prepara, la de programar una red de instituciones encargada del sostenimiento e irradiación de la cultura hispánica en el resto del mundo, invitando a los Gobiernos de los otros países de nuestra habla a cooperar en su implantación y gestión.

Por supuesto que la tarea básica de tales instituciones consistiría en el cultivo y fomento de la lengua castellana en que todos, nosotros nos comunicamos para entendernos o desentendernos, cultivo y fomento que se encuentra patéticamente desatendido en el exterior. Para referirnos de manera concreta a Estados Unidos, donde viven millones de hispanohablantes, mencionando tan sólo, un par de obvias carencias, resulta demasiado lamentable que quienes de entre ellos deseen mejorar su uso del idioma o procurarle a sus hijos una educación en la cultura propia no encuentren las facilidades que sería elemental poner a su alcance. Y lo mismo cabe decir respecto del material de lectura: la gran demanda de libros y revistas en español que allí existe no tiene respuesta adecuada, la respuesta que podría ofrecer un sistema de distribución bien coordinado y eficiente.

Lo más penoso de carencias tales es considerar que el subsanarlas traería consigo rendimientos enormes, casi incalculables, no sólo a la larga y mediante el efecto del prestigio, sino inmediatamente e incluso en el orden económico. Pero dejando aparte esto, que, sin embargo, merece ser tenido en cuenta por cuanto reduciría los costes de la operación cultural, lo más importante, lo decisivo, lo que en definitiva justificaría con creces los esfuerzos oficiales en la dirección indicada es la enorme virtualidad que el apoyo del Estado sería capaz de conferir a los valores intrínsecos de nuestra peculiar creatividad. No quisiera insistir en exceso sobre este punto subrayando lo que resulta evidente, y me limitaré a invitar a una reflexión comparativa sobre el relieve y operatividad que todavía le confiere a Francia el prestigio internacional de su cultura, sostenida en el exterior por el inteligente y eficientísimo aparato de su propaganda, cuando ya, desde un punto de vista político, esa nación ha perdido cualquier posibilidad de hegemonía. Nuestra cultura hispánica, en cambio, cuando se impone en el mundo lo hace de manera espontánea, casual y, por eso, deficiente, desequilibrada. Estoy lejos de propugnar la inflación propagandística, pero, creo indispensable aquella dirección racional, articulada y sostenida en que una verdadera política cultural consiste.

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