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Tribuna:EL AÑO NUEVO DE UNA LARGA CRISIS
Tribuna
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México sobrevive

Jorge G. Castañeda

A pesar de que el país no se sulfura en los albores del quinto año de una larga crisis, el desgaste mexicano crece y los atrasos se acumulan. La desesperada búsqueda de soluciones a dificultades que no ceden, agigantándose con el tiempo, socava ella misma las bases materiales y políticas de una estabilidad vieja de casi medio siglo y que parece pertenecer a un pasado añorado e irrecuperable. En el frente económico, en el social y político, aun en el ámbito internacional, México cierra un año pavoroso. Y el que viene no augura mejora alguna.Con una excepción quizá, y es de talla. Al cabo de meses de arduas negociaciones con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, con sus acreedores privados y con el garante de última instancia que se ha vuelto Paul Volcker, titular de la Reserva Federal de Estados Unidos, el presidente Miguel de la Madrid logró un acuerdo aceptable. Le permitirá aceitar los rodajes del mecanismo sucesorio mexicano, recuperando cierto crecimiento económico y la consiguiente creación de empleos para 1987 y 1988. El paquete financiero de 13.700 millones de dólares acordado por la comunidad financiera internacional, bajo una presión feroz del Gobierno norteamericano, servirá para estimular una economía que habrá decrecido más del 4% este año y cuya inflación superará el ciento por ciento.

El precio que México pagó fue alto, por no decir exorbitante: su ya inmensa deuda externa de 95.000 millones de dólares alcanzará 110.000 millones el año entrante; se archiva cualquier veleidad de reducción significativa de pagos de intereses (por debajo de las tasas de mercado) o de cancelación de parte de la suerte principal de la deuda; se acepta una condicionalidad cruzada de reformas estructurales de la economía mexicana que, de ser cabalmente cumplida, encerraría riesgos no despreciables para el futuro del país.

No tanto por las reformas en sí mismas. Impera ya un acuerdo relativo en México sobre la necesidad de algún grado de apertura de la economía hacia el exterior, de reducción de¡ sector estatal y de racionalización del sistema de subsidios y de protección social existente; pero una cosa es llevar a cabo estos cambios a ritmos propios, en una economía de expansión, con disponibilidad de recursos para auxiliar a los damnificados de la reconversión -en un país sin red asistencial: seguro contra el desempleo, seguro social para toda la población-, y otra muy distinta es lo que amenaza con suceder.

Reformas mínimas

Es posible que el Gobierno ponga en práctica sólo aquellas reformas mínimas requeridas para mantener el flujo de desembolsos del paquete financiero, que dichas reformas aparezcan ante la opinión mexicana como antipopulares-(por los despidos y las alzas de precios que entrañan) y hechas bajo la presión del exterior -aunque ello no sea necesa riamente cierto- y que todo esto se haga en condiciones de virtual estancamiento económico. De tal suerte que nadie quedará sa tisfecho: los acreedores de México, de por sí reticentes ante la perspectiva de otorgar nuevos préstamos (muchos bancos europeos y algunos bancos norteamericanos pequeños y media nos simplemente se negaron a hacerlo), se sentirán defraudados por la insuficiencia de las reformas; éstas no surtirán efecto por haberse hecho con cuentagotas y el país ni habrá dado un paso adelante en la solución del terri ble problema de la deuda externa ni habrá comenzado a sentar las bases para un crecimiento eco nómico ftituro estable y sostenido. Pero ante la intransigencia de los acreedores y la falta de imaginación del Gobierno de Estados Unidos, tal vez esta era la única solución que el presidente De la Madrid tenía a su alcance.

El coste social de la austeridad y de la transferencia de,casi 50.000 millones de dólares por servicios de la deuda externa durante el pasado quinquenio ha sido espantoso. Los salarios reales han caído en más del 40%; los ya raquíticos niveles de alimentación y salud de los mexicanos han descendido, y, en tiempos recientes, comienzan a reducirse los volúmenes de ventas de los productos más básicos (el pan, por ejemplo). La infraestructura del país se ha visto a su vez seriamente perjudicada por falta de mantenimiento, inversión y renovación tecnológica.

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Pero lo peor tal vez sea que se ha cancelado la capacidad de absorción de mano de obra de la economía mexicana. En parte, por un aumento vertiginoso del número de jóvenes que arriban al mercado de trabajo en estos años, y en otra medida, por el retroceso económico, resulta imposible crear el millón de empleos anuales que se requieren hasta el año 2000. El despertar reciente de un movimiento estudiantil en las calles de Ciudad de México -por primera vez desde principios del decenio pasado- tiene mucho que ver con la aplicación de reformas universitarias semejantes a las que han movilizado a los jóvenes de Francia y España. Pero también tiene que ver con la desesperación ante un porvenir sin empleo, sin alegría.

Todo esto no podía carecer de consecuencias políticas, y en 1985 éstas empezaron a surgir, aunque tal vez por donde menos se esperaban. Lo que se ha llamado -con algo de hipérbole-la insurrección electoral del norte del país extendió sus brotes a otros Estados de la misma región y a nuevos sectores sociales y políticos. En torno a las elecciones del Estado de Chihuahua en julio se produjeron varias modificaciones en el comportamiento político tradicional, importantes en sí mismas y sobre todo por lo que anuncian. La Iglesia se asomó a la actividad política a cielo abierto por primera vez en muchos años; el voto por el partido conservador PAN se extendió a grupos sociales distintos de las tradicionales clases medias altas, y fuerzas y personalidades de izquierda y de derecha se unieron para denunciar el fraude electoral y reclamar la anulación de las elecciones.

Elecciones limpias

Así, la gran paradoja política del México contemporáneo se perfila ya: frente a presiones de dentro y de fuera, una reforma electoral de fondo, pero circunscrita precisamente al ámbito electoral, favorecería a la derecha en ciertas zonas, mientras que una verdadera democratización del país -que incluyera la celebración de elecciones limpias, pero que no se limitara a ellas- beneficiaría a las fuerzas sociales que tradicionalmente se identifican con la izquierda: trabajadores, campesinos, empleados, intelectuales, etcétera. Sólo ql statu quo favorece al Gobierno y al PRI, pero su conservación se vuelve cada día más difícil.

Esta situación contradictoria confunde a muchos mexicanos y deja francamente perplejo a Estados Unidos. Durante el año que concluye, éste osciló entre agresiones y humillaciones de corte desestabilizador y abrazos y sonrisas de dulce reconciliación. En mayo, el senador ultraderechista Jesse Helins celebró audiencias sobre México que se transformaron en un verdadero carnaval de insultos, exageraciones y verdades a medias. De ahí que, en agosto, el presidente Ronald Reagan haya invitado a su homónimo mexicano a Washington para sanar heridas.

Estados Unidos no sabe muy bien qué hacer: por un lado, teme los efectos políticos de la crisis económica mexicana; por otro, la agrava. Duda de la vigencia y de¡ vigor del sistema político existente, pero termina por entender que no tiene alternativa en México, a pesar de sus coqueteos esporádicos con el PAN. Pero sobre todo no parece comprender que sus dos grandes objetivos en México son incompatibles. Desea, por una parte, un vecino norteamericanizado, esto es, que lleve a cabo reformas económicas de liberalización a ultranza e inmediata, que abra y transforme su sistema político sui generis y que abandone lo poco que queda de su política exterior nacionalista en Centtoamérica y en las Naciones Unidas, alineándose por completo con Estados Unidos. Pero el Gobierno mexicano que resultaría de esta conmoción desgarradora sería tan débil que jamás podría cumplir con la otra gran meta de Estados Unidos, a saber: guardar la estabilidad y el orden internos, en general, y en particular, controlar el narcotráfico y coadyuvar a la regulación de la inmigración indocumentada de mexicanos a Estados Unidos. La incoherencia norteamericana no sólo proviene del no querer o no saber escoger entre ambas opciones, sino, ante todo, de ignorar la existencia misma del dilema.

Claro, éste es estadounidense, pero las consecuencias las vive México, que probablemente sufrió el año más tenso que se recuerda en materia de relaciones con su poderoso vecino.

Vienen cambios en México, aunque sólo sean los que acontecen cada seis años. La sucesión presidencial se resuelve en 1987, y el nuevo presidente, que asumirá sus funciones en diciembre de 1988, se verá fuertemente presionado para que encabece cambios en el frente de la deuda externa, buscando un alivio real en lo tocante al problema electoral, abriendo la posibilidad de triunfos electorales de la oposición a escala regional, y en el comienzo de una redistribución significativa de la enorme riqueza de México a favor de la inmensa mayoría desposeída de la nación.

Las dificultades de Reagan gracias al escándalo del Iranagua, la estabilización al alza del precio del petróleo y la extraordinaria resistencia y nobleza del pueblo mexicano -que perdona todo, aunque no olvida nadason factores reales de aliento. Sólo falta que el sistema político mexicano esté a la altura del desafio con que se enfrenta. No es seguro que así sea, pero tampoco hay recambio a la vista. Una paradoja más de la larga epopeya mexicana.

Jorge G. Castañeda es profesor de la facultad de Ciencias Políticas y sociales de la universidad Nacional Autónoma de México y actualmente miembro de la Fundación Carnegie en Washington.

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