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La crisis de la derecha

Los términos derecha, centro e izquierda, como es sabido, nacen y adquieren sentido político a partir de la Revolución Francesa, es decir, con la aparición del Estado liberal. Fueron expresiones derivadas, inicialmente, por el sitio en donde se sentaban los diputados: a la derecha, los conservadores; a la izquierda, los revolucionarios. Las afinidades ideológicas, y otros intereses, determinarán la constitución de grupos, prepartidos y partidos. Así, el pluralismo político será un dato clave del Estado liberal-democrático, y, a su vez, las diferencias ideo lógicas uno de los soportes de su funcionamiento. La opinión pública, que surge también por estos años, y la prensa política afianzarán y generalizarán un nuevo lenguaje en donde esta expresiones quedarán cristalizadas. Simplificando, derecha equivale a conservador, tradicional, a anti o contrarrevolucionario; izquierda, en cambio, remite a progreso, modernidad o revolución. (Aunque parezca paradójico, los españoles lanzamos al mercado político la palabra liberal, con esta connotación modernizante.)A partir de aquí, este antagonismo semántico-político tiende a ampliarse, a hacerse más complejo y a introducir contradicciones: no sólo por matices y tensiones internas, dentro de cada corriente ideológica, sino también, más tarde, por la aparición de nuevas clases sociales (proletariado, ascensión y fraccionamiento de la burguesía) que, a su vez, en defensa de sus intereses, adoptarán nombres y formalizaciones diversas. Habrá, así, conservadores reaccionarios y conservadores liberales, liberales moderados y liberales radicales, progresistas y anarquistas, socialistas y socialdemócratas, comunistas y fascistas, etcétera. La dualidad inicial (derecha/izquierda) se transforma en multiplicidad. Por una razón obvia: la complejidad de las sociedades industriales y posindustriales se proyecta en distintas opciones que expresan intereses y creencias. La vuelta a la dualidad, a la polarización derecha/izquierda, sólo se producirá en situaciones de grave tensión social o de guerra civil. El fenómeno no es sólo español, sino también europeo. Es cierto que los españoles, por nuestra inclinación a exagerar, a simplificar o a fraccionar en demasía, tendemos más que otras comunidades a no asentar un sistema de partidos equilibrado y racional. Pero, ¿realmente hemos ya afianzado o estructurado nuestro sistema de partidos? La vida política partidista, en estos últimos 10 años, lleva a una contestación negativa, lamentablemente negativa.

Nadie, o casi nadie, pone en duda la gran operación política de la transición, del paso de la dictadura a la democracia. Pragmatismo y buen sentido, por parte de la izquierda; realismo y conciencia de fin de época, por parte de la derecha, se conjugarán en la búsqueda (conseguida) de una salida que permitió, pacíficamente, con concesiones mutuas, un punto de partida para una nueva convivencia basada en la reconciliación. El centro social y político, como suele ocurrir en toda transición, actuó de mediador y de mediador eficaz. Ni la izquierda podía protagonizar el cambio, por eventuales o seguros rechazos, ni la derecha tenía legitimación política para efectuarlo. Así, el centro moderó y arbitró los mecanismos jurídicos y los apoyos sociopolíticos para, de acuerdo con la derecha y con la izquierda, encauzar un nuevo orden constitucional. Evidentemente, el acuerdo no fue explícito, sino implícito: pero hubo acuerdo. A este acuerdo se le llamará más tarde consenso, y al procedimiento estratégico, reforma pactada o ruptura encubierta.

Ahora bien, lo que no pudo hacer la transición fue asentar un sistema de partidos estables. Derecha, centro e izquierda se enrolaron en una vorágine de crisis, tensiones y autodestrucciones. Sólo el PSOE, a nivel estatal, mantuvo estabilidad y afianzamiento: pero un partido no significa la eficacia de un sistema de partidos, como garantía de operatividad de un régimen democrático. Los partidos políticos exigen práctica cotidiana, entrenamiento histórico, adecuación a una estratificación social, identidad ideológica, mensaje con credibilidad. Cuarenta años sin partidos (o con partido-movimiento unitario) son muchos años: con la democracia había que inventarlos o readaptarlos a una sociedad política que no era ya la sociedad de los años treinta. La estabilidad no se consigue, a mi juicio, por dos razones: una, porque algunos de los partidos (incluso muy activos e influyentes en la oposición al franquismo, o en su participación grande en la transición) no adecuaron ideología-práctica o se alejaron del contexto social que deberían defender; otra, porque pendientes más de asegurar una estabilidad mecanicista y ficticia que una visión a largo plazo, es decir, institucionalizar una pluralidad fluida y dialéctica, se cometió el error -grave error que estamos pagando- de no hacer una ley electoral proporcional, sino que se importaron matizaciones que alteraron -y siguen alterando- el régimen de partidos. Equivocadamente, se prescindió (más por miedo infundado que por interés partisano) de una estructura social como la española, que está muy diversificada, tanto sociológica como geográficamente. Se contempló más el norte de Europa que el sur de Europa -que es en donde estamos-. De pronto surgieron los neocanovistas: organizar un sistema político desde la bipolaridad, la alternancia como sistema de seguridad. Por la misma razón de seguridad, el canovismo, en su día, actuó de la misma manera: reducir la vida política. Y lo mismo ocurre hoy, es decir, comenzó un proceso de exclusión, de marginación y, lógicamente, de desencanto y frustración. Luis González Seara, hace unos días, en EL PAÍS, ha analizado agudamente esta declinación de la vida política actual española. A este invento infeliz, de neocanovismo, se le comenzará a llamar bipartidismo imperfecto.

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La actual crisis de la derecha, como, en su día, fue la del centro, de parte de la izquierda (PC y, antes, PSP), hay que enfocarla no sólo desde planteamientos personalistas. Sin duda, los líderes políticos juegan un papel importante, por sus adhesiones y rechazos, por su carisma y por su capacidad de comunicar. Pero una reducción de esta naturaleza no explica todo. Hay algo más profundo: los partidos entran en crisis cuando no ajustan realidad social y mensaje programático, cuando mistifican ideología y práctica, cuando, insolidariamente, y esto afecta ya a todo el sistema, se exceden de su función (partido es pars, parte de un todo, no un todo).

En este sentido ha habido, y sigue habiendo, tres grandes tentaciones en nuestro actual sistema de partidos:

Primera tentación: intentar convertir los partidos en régimen (totalidad). Es la acusación que suele hacerse al PSOE, como partido hoy hegemónico. Pero no es correcto decir que el PSOE pretende establecerse como partido único no-democrático: sobre todo, que lo diga la derecha, o parte de la derecha, que ha usufructuado -y, a veces, no democráticamente- el poder durante siglos (con breves paréntesis de izquierda). Lo que sí ocurre es que el PSOE, por ampliación del espectro social, a derecha y a izquierda, tiende a acumular apo- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior yos no estrictamente socialistas. Es decir, se produce una desnaturalización, en la práctica, que incide en el conjunto del sistema de partidos. Así, la tentación partisana de acumulación de votos pone en peligro la identidad ideológica. Tampoco sería justo culpabilizar de este hecho sólo al PSOE: los demás partidos, por unas u otras razones, por acción u omisión, han dejado hasta ahora el campo libre a esta estrategia del partido del Gobierno. En otra ocasión he dicho que el problema no está en exigir autolimitación, sino en limitar desde fuera; es decir, los demás partidos deben luchar por ocupar sus puestos y espacios naturales.

Segunda tentación: mistificación de conceptos y contenidos. O dicho en otros términos: evitar que la confusión, que hoy existe, predomine sobre la clarificación. La autocrítica, aquí, debe ser general: de la derecha, del centro y de la izquierda. Pero, como decía Orwell, todos somos iguales (culpables), pero unos más iguales (culpables) que otros. Voy a poner dos ejemplos: la derecha (CP) absteniéndose en el referéndum OTAN, y la izquierda (PSOE) ejecutando una política económica moderada. Yo no digo, aquí, que una u otra posición sea buena o mala para su partido, digo, simplemente, que la primera no es de derechas y la segunda no es de izquierdas. En cierta ocasión, en México, vi un cartel anunciando una reunión, y decía: "V Congreso de Banqueros Revolucionarios". Tengo mis dudas de que si el señor Termes convoca un tipo de congrerso similar hubiera sorpresas.

Tercera tentación, consecuencia de la anterior: no adecuar espacio sociopolítico con partido político. Si la derecha no mantiene posiciones conservadoras claras, si el centro (CDS) no practica una política netamente progresista y mediadora, si la izquierda (PSOE y PC) no actúa de revulsivo y efectúa cambios más profundos, llegaremos a la institucionalización de la confusión y a la frustración generalizada. Salir de esto exige una inequívoca adecuación entre ideología y práctica: diseñar y presentar programas y ejecutarlos lo más transparente y eficazmente posible. Sin duda, una coherencia total es una utopía -siempre habrá contradicciones-, pero no elevemos la contradicción a la regla general y la coherencia a la excepción.

La crisis de la derecha (AP) puede servir, indudablemente, de estímulo y de apoyo a la clarificación: las crisis, a veces, como en este caso, pueden ser positivas para el sistema general de partidos. Si con esto, con el fin del bipartidismo franciscanamente llamado imperfecto, encauzamos la coherencia y el ajustamiento de derecha, centro e izquierda, como espacios nítidamente separados, conseguiremos, sin duda, no una seudoestabilidad, sino una racionalización firme, a largo plazo, de los partidos y de la democracia pluralista. Sustituyamos, con responsabilidad solidaria, los artificios voluntaristas de laboratorio por mecanismos fluidos y realistas. Los partidos son inexcusables en una democracia, y su crisis sería también la crisis de la democracia, que nadie desea.

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