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Brujas y Memling

Llegando de Bruselas, cuya fisonomía actual mezcla el dudoso gusto que le ha impreso, en barrios enteros, su carácter de capital de Europa con las joyas aisladas de otras épocas -la maravillosa plaza de¡ Ayuntamiento- sin lograr una armonía urbanística entre lo viejo y lo nuevo, similar a la de París -o a la de Estrasburgo-, el deslumbramiento que produce Brujas no es fácil de expresar.El hechizo de esta pequeña ciudad flamenca radica, sin duda, en su identificación con un concreto instante de la historia europea, fugaz por vinculado a una época transicional, a un proyecto político fenecido antes de nacer: el de la Gran Borgoña de Carlos el Temerario. Decía Ortega que lo característico de una crisis histórica es el inestable equilibrio entre un mundo de hábitos y creencias en trance de perecer y un nuevo horizonte que aún no ha logrado afirmarse o definirse plenamente: tal es el caso del Renacimiento europeo en su primera fase, estéticamente perceptible a través del despliegue de formas del cuatrocientos, que buscan su aval en el recuerdo del clasicismo grecorromano sin haberse desprendido totalmente de cierto recargado amaneramiento típico del gótico final.

Pero Brujas, más que un instante de transición pletórica, refleja un crepúsculo final.

La historia determinó, implacablemente, el carácter agónico de esta ciudad, lo que le confiere su encanto de paraíso perdido. Emporio mercantil en crecida durante la fase final de la Edad Media, su desarrollo se vio paralizado al quedar obturada su salida fluvial al mar del Norte. Conservaba una tradición artesanal y un prestigio cortesano demasiado ricos para que esa paralización degenerase en repliegue mortal; simplemente, su momento de plenitud quedó cristalizado, inmóvil como el ensoñado mundo de la Bella Durmiente.

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Aunque aún surgieran dentro de su recinto bellas arquitecturas -como el Beaterio y el palacio episcopal-, reflejo de la general prosperidad de Flandes, en nada alteraron el perfil inconfundible de Brujas. Luego, la sensibilidad y el amor de una lejana posteridad, a lo largo de los siglos, se esforzaron inteligentemente, civilizadamente, para salvar lo que el tiempo inmisericorde había comprometido; y, por lo demás, la ciudad quedó al margen de un desarrollo vinculado a la devastadora -estéticamente- revolución industrial.

La sugestión de Brujas se resume en su maravillosa fidelidad al exquisito siglo XV el otoño de la Edad Media-.Da la sensación de un museo monográfico, que ofrece sólo las variantes de sus propios supuestos estéticos, exponentes del cuatrocientos nórdico. Pasear por sus calles umbrías, junto a los canales pautados por cisnes, cerca de los muros medievales abrigados por la hiedra -maravilloso. Dijver, inefable Minnewater-, cuando se ha disipado el rumor frívolo de los turistas, fluyentes a oleadas durante el verano, supone, para el historiador, la más gratificante recuperación de un tiempo perdido hace cinco siglos. Por lo gene ral, la visita precipitada -o de morada- de estos turistas boquiabiertos, que se despliega en breves horas (pues la ciudad se abarca fácilmente y se llega a ella desde Bruselas para retornar a ésta al atardecer), no deja espacio, o no prevé, una visita a las salas, habilitadas como museo, del venerable hospital de San Juan -el más antiguo de Europa-, exponente de la pintura de Hans Memling. Allí puede admirarse la obra maestra del artista -Los desposorios místicos de santa Catalina-, junto a la preciosa arca decora da con escenas de la vida de santa Úrsula; y admirar retratos evocadores, por su fidelidad minuciosa, de un mundo social ido. Y también cabe contemplar allí una réplica con variantes del tríptico de La adoración de los Reyes Magos, conservado en nuestro Museo del Prado.

Resulta difícil comprender a Meniling sin Brujas, o -a la recíproca- a Brujas sin Memling. Si yo hubiera de seleccionar una sola entre las obras de este delicioso pintor nórdico -sólo equiparable al florentino Botticelli, o al catalán Huguet, en cuanto testimonios de crepúsculos-, escogería precisa mente el tríptico de la pinacoteca madrileña, a mi parecer mucho más brillante y perfecto que su trasunto del hospital de San Juan. Memling repite en él la illiagen estereotipada de María, ungida de dignidad y gracia, los ojos bajos, perfecto trono para el Niño Dios. En torno a estas RAúl figuras esbeltísimas, de una ele gancia no superada, se despliega, en el indumento de los Reyes Magos, toda la suntuosidad feérica de la corte borgoñona: brocados en oro y azul, en oro y verde; joyas maravillosamente reproducidas, como deslumbrantes miniaturas, casi fosforescentes; tules únicamente concebibles en Flandes, armiños de una finura excepcional. Y un juego de cabezas viriles, en las que los rasgos han sido fi jados con precisión fotográfica. La Virgen centra los vanos de un ábside en ruinas; a su izquierda, asoma por una de estas aberturas -en el cuadro de Madrid- el rostro de un espectador innominado (¿tal vez el autorretrato del propio pintor?).

Confieso que siempre me ha producido una fascinación extraña, en mis innumerables visitas al retablo de Memling -uno de mis polos atractivos en el museo- esta fisonomía fina, el rictus amargo de los labios y sobre todo la indefinible melancolía de la mirada que se centra en el misterio, sin que éste sea capaz de suscitar su arrobo o su júbilo, sino más bien una especie de tristeza premonitoria; quizá la visión del Calvario superpuesta al gozo de Belén, o la intuición de que la redención divina no logrará nunca, a través de los siglos, enternecer la dureza del corazón humano. El testigo cuatrocentista de la maravillosa escena evangélica ha llegado andando por los senderos tortuosos de un tiempo detenido en los mismos umbrales de la gran crisis europea. Tras la nítida cabeza de la Madonna, a través de los arcos abiertos en el ábside que la enmarca, percibimos, reproducidas con la fidelidad de una miniatura de libro de horas, como una invitación al paseo, las calles y las arquitecturas góticas de la Brujas eterna, siempre idénticas a sí mismas. Y la melancolía de Memling, la melancolía del espectador desconocido son como un estar de vuelta de ese tiempo perdido al otro lado de la crisis, que el historiador recupera milagrosamente a través de ellos y de su ciudad

Alguna vez he escrito que, en la búsqueda de una historia íntegra caben caminos que desbordan los de las ciencias llamadas exactas: por ejemplo, los que brinda el mensaje vivo de las creaciones artísticas, llegando hasta nosotros desde el fondo remoto de los siglos, y que nos pone en contacto, mediante una misteriosa emoción estética compartida por encima del tiempo, con la vertiente inefable, pero absolutamente real, de otros hombres y de otras épocas. Pienso que Brujas, en su conjunto, y Memling -su mejor intérprete- son una ratificación expresa de mis palabras.

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