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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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La noche de Otulum / y 2

Rafael Argullol

Fue efectivamente en el bar del hotel donde, al anochecer, se produjo mi reencuentro con Flores. Yo había estado visitando durante todo el día las ruinas y volvía con ánimo de descansar. El piloto me hizo una señal con la mano y me aproximé a su mesa:-¿Le han gustado las pirámides? -interrogó.

-Mucho. Aunque con demasiado calor y demasiados turistas.

-Siempre hay muchos. Son una peste. Pero yo vivo de esta peste -aclaró maliciosamente.

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-No sabía que se quedaba aquí.

-Sólo hasta mañana. La vieja necesita reposo -dijo refiriéndose, según supuse, a la avioneta-. ¿Quiere tomar algo?

Tenía ante sí dos envases de cerveza vacíos y entre los dedos un tercero que acababa de abrir. No me atreví a decirle que quería echarme en la cama y alegué únicamente que iba a ducharme y a cambiarme de ropa.

-Tómese su tiempo -me despidió condescendiente.

LA CENA

Cuando regresé al bar me di cuenta de que Flores ya había organizado el resto de la jornada. Propuso que nos tuteáramos y a continuación expresó su deseo de que compartiéramos la cena en un restaurante de Santo Domingo, el pueblo vecino a las ruinas. Yo no tenía nada que hacer, y a pesar del cansancio empezaba a encontrar lógico dejarme conducir hacia una noche que prometía ser extravagante. Mientras la selva oscurecía y se desvanecía el caos sonoro de los pájaros, el camarero iba depositando en nuestra mesa sucesivas latas de Tecate. Imitaba a Flores en la ceremonia de verter sal en el dorso de la mano y unas gotas de limón en la ranura del cilindro metálico antes de sorber lentos tragos de cerveza. Apenas hablábamos: contemplábamos el desfile cansino de los indios que retornaban a sus casas con todo lo que no habían podido vender a los turistas y de cuando en cuando intercambiábamos miradas cómplices y veladamente alcohólicas.

Para recorrer la escasa distancia que nos separaba de Santo Domingo, Flores insistió en que montáramos en un viejo jeep militar que completaba, junto a la avioneta, su arsenal transportista. En el camino, a unos centenares de metros del hotel, apareció otra vez la colosal cabeza de piedra que yo ya había tenido ocasión de admirar por la mañana. Tenuemente iluminada como ahora estaba era todavía más impresionante. En aquel rostro maya y terrible de descomunales proporciones residía un dolor insondable. Ligeramente volteado hacia el cielo, con los ojos vacíos e inquietantes, con los labios semiabiertos en impotente lamento, aquella expresión petrificada exhalaba un grito, por silencioso más temible, contra la impasibilidad de la noche. No comenté nada a mi compañero, pero la silueta desolada de aquel rostro quedó grabada en mi retina.

Durante nuestra cena en el restaurante Nicte-Ha, junto a la plaza del pueblo, nos encontramos con un curioso personaje. Era un hombre delgado y cetrino con acentuados rasgos indígenas al que Flores llamaba festivamente el maestro. Hablaba con una lentitud exagerada, repitiendo palabras con frecuencia y adoptando un tono ante el cual era difícil discernir si se trataba de un hombre enigmáticamente sabio o pretenciosamente estúpido.

Tampoco la actitud del piloto para con él me era de mucha ayuda, pues tanto se reía con descaro de algunas de sus opiniones como parecía sinceramente conmovido de otras. A medida que avanzaba la cena y la cerveza seguía deslizándose por nuestras gargantas, el maestro -que rechazó la bebida- iba conformándose como un extraño ser bifronte que podía expresar con asombrosa simultaneidad la mayor sabiduría y la mayor estupidez. Sin embargo, esta sensación, sumamente desagradable en otras ocasiones, me era en ésta, tal vez a causa del alcohol, sorprendentemente placentera. Me animé a interrogarle acerca de la cabeza de piedra. Sus ojos bovinos no mostraron la menor sorpresa y con su habitual parsimonia dio comienzo a una prolija descripción de acontecimientos que aparentemente nada tenían que ver con mi pregunta. Alegaba con orgullo que su conocimiento de la región era superior al de cualquier otro hombre, dando a entender, entre pausas y carraspeos, que él participaba de un saber secreto vedado a la mayoría. Flores se reía de estas insinuaciones misteriosas, pero por otro lado lo incitaba a proseguir sus divagaciones. Por fin, tras muchos rodeos, el maestro se refirió a la gran cabeza maya:

-El hombre que esculpió esta cabeza tuvo la fortuna de ver en vivo a su modelo en el Salto de la Serpiente.

Al oír esta afirmación miré de reojo a Flores. Éste sonrió e intervino para aclarar únicamente la referencia geográfica:

-El Salto de la Serpiente está hacia el norte, a pocos kilómetros de aquí.

EL GRAN GUERRERO

El piloto parecía encantado con mi sorpresa y no estaba dispuesto a otorgarme más informaciones. Se las pedí al maestro:

-¿Qué significa que vio en vivo a su modelo?

Hizo ver que dudaba, como si tuviera la exigencia de mostrarse reservado con un extraño. Luego, tras dejarme entender claramente su deferencia, concluyó su relato.

-En el Salto de la Serpiente algunos hombres han podido contemplar la agonía del gran guerrero. Siempre ha sucedido al amanecer, cuando las primeras luces del día caen sobre el río. Yo mismo lo he visto dos veces. Una en mi juventud, y otra hace pocos años. Aquel escultor, siguiendo mis indicaciones -y recalcó este hecho-, se acercó muchos días al Salto. Hasta que al fin en una ocasión vio delante suyo, enorme y resplandeciente, la cara del guerrero. Una vez hubo logrado su objetivo se limitó, según me dijo, a copiar la imagen que había visto.

Quise que entrara en más detalles, pero el maestro insistió en que era demasiado tarde y debía retirarse. En efecto, el restaurante se había quedado vacío y el camarero, que nos miraba con odio desde la puerta de la cocina, negóse a la pretensión de Flores de que nos sirviera un aguardiente. A la salida del local despedimos al maestro con ciertas reverencias atolondradas y subimos al jeep. Mi cerebro, aunque abotagado por la mezcla de fatiga y cerveza, viajaba lleno de curiosidad hacia el Salto de la Serpiente. Flores, malinterpretando mi pensamiento, debió de juzgar que abominaba la idea de regresar al hotel, pues me propuso prolongar la noche en una cantina. Miré a mi alrededor y vi con alivio que todos los establecimientos estaban cerrados. Así se lo indiqué al piloto, el cual, sin embargo, no estaba dispuesto a dejarse amedrentar por obstáculos de este tipo.

-Conozco un lugar -advirtió- en el que podremos beber tranquilamente. Lo pasarás bien. No puede fallar.

Ante tal insistencia, mi decisión era sin duda aquella decisión que en un momento determinado de la noche debe tomar un borracho ante otro borracho de tenacidad o pesadez superiores. Lo más notable era que aunque me sentí tentado a exigirle la vuelta al hotel, un impulso indescifrable me empujaba a continuar una jornada que presumía ser interminable.

-Vamos -acepté.

Flores me hizo un guiño de aprobación, puso en marcha el vehículo y silbando alegremente arrastró mi confusión mental por las desiertas callejas del pueblo. Ya en las afuerzas llegamos a una casa prefabricada con aspecto de burdel desahuciado.

- Es aquí -me informó mi acompañante, como si no fuera evidente que habíamos llegado a nuestro destino.

El interior de la cantina estaba compuesto por tres o cuatro mesas, una lámpara que exhalaba una luz amarillenta, dos mujeres de edad indeterminada y un viejo lleno de cicatrices. Entre las mesas, sentado en el suelo y con la cabeza clavada en el pecho, aparecía luego un cuarto habitante.

-¿No íbais a cerrar, verdad? -preguntó Flores con aire socarrón y autoritario.

-Faltaba sacar a éste -dijo desdeñosamente el viejo, señalando al cuerpo tumbado entre las mesas.

-¿Cómo va el negocio? -interrogó ahora a las mujeres.

-Llegas tarde para remediarlo -gruñó una de ellas.

EL GUSANO

Mientras nos sentábamos, el piloso aseguró a voz en grito que él estaba allí para remediarlo todo. Pidió al viejo una botella de mezcal y dos vasos limpios. Como los vasos llegaron convenientemente sucios, exigió al pobre camarero que los lavara de nuevo. Yo no entendía aquella súbita pulcritud en medio del desorden mugriento que nos envolvía, pero, al parecer, Flores cuidaba las formas incluso en las peores circunstancias. Cuando sirvió el mezcal empecé a beber mecánicamente. Mi compañero vociferaba animosos brindis sobre la amistad, a los que yo respondía con veloces ingestiones que me quemaban primero la garganta y luego, como cuchillos que hieren con difuso placer, el estómago. Atrapada en una trampa obstinadamente voluntaria, mi conciencia medía sus armas con aquel volumen de líquido cuyo nivel disminuía paulatinamente. Fijé mi atención en el gusano que yacía en el seno de mi adversario. Ya no me resultaba de dudoso gusto, como antes, la costumbre de meter un gusano en el mezcal. Ahora lo encontraba un hecho lógico, natural, un punto de referencia seguro en un mundo que vacilaba. Aquel obstáculo inerte sumergido en la entraña transparente del licor me causaba una enfermiza fascinación. Por el contrario, las otras sensaciones, nacidas de una ambigua lejanía, no hacían sino reforzar la abulia de mi espíritu. Las otras escenas eran meramente espectrales. La sombra del hombre tumbado tratando de incorporarse, la mano rugosa del viejo deslizándose por la mesa, la risa de Flores resonando en la risa ronca de una mujer. Ecos de gritos y amenazas, aromas penetrantes, colores chillones, en lenta. rotación alrededor de un centro, inmóvil. Alrededor de un pozo profundo en cuyo fondo reposaba el paisaje de un cansancio infinito.

La voz de Flores se hizo bruscamente demasiado próxima:

-Eh, compañero.Te estás devorando la botella tú solito.

Hizo ademán de beber. Luego rechazó la idea y agarró la botella, invitándome a salir de allí. Inmediatarnente habló mal del lugar, al que calificó de nauseabundo, y de las mujeres, a las que, según afirmó con cierta ira, sólo un tullido haría el amor. Le contesté que era el momento idóneo para llegar a estas conclusiones, pues nunca había dudado de su excelente gusto. Pareció contento de mi comprensión y para demostrármelo me puso afectuosamente la mano en el hombro mientras nos dirigíamos dando disimulados trompicones al jeep.

-Vámonos a acabar el mezcal en mi habitación -dijo una vez hubimos entrado en el vehículo.

Miré la botella que sostenía con su mano derecha y súbitamente volvió a mi retina la cabeza del guerrero agonizante. Fue suficiente para decidir que el juego debía continuar.

-¿Por qué no vamos al Salto de la Serpiente?

-¿Ahora? -preguntó Flores, mientras sus ojos perdían por primera vez la arrogante seguridad.

Estuvo cavilando durante unos segundos mirando a un lado y a otro. Al fin recobró trabajosamente la sonrisa:

-Estás loco, pero es una buena idea. Además está cerca.

Llegamos al río por un camino intransitable. El silencio del bosque, apenas rasgado por los graznidos de las aves nocturnas, quedó interrumpido por el fragor cada vez más cercano de un salto de agua. Descendimos del jeep y continuamos a pie hasta alcanzar la orilla. Tras andar un centenar de pasos se abrió ante nosotros una pequeña cascada por la que un afluente vertía su caudal en el río.

-Éste es el Salto de la Serpiente -proclamó Flores.

Nos tumbamos en la franja de arena pedregosa que limitaba el cauce del río. La luna, menguan te pero todavía luminosa, dejab, adivinar el choque espumoso delas aguas cruzándose con violencia antes de huir en pequeñas ondulaciones. El piloto no había olvidado la botella de mezcal y la hundió en la arena delante nuestro, como un cancerbero de cien ojos que nos observara con sus impíos destellos. Tras un momento de duda tomé el frasco y vertí su contenido en mi boca. Bebí un trago interminable, con los dientes clavados en el cuello de cristal, mientras el paisaje de: la noche estallaba en pedazos y mi pecho quería ser descuartizado por un deseo desconocido. Luego Flores también bebió con la misma siniestra gula con que yo lo había hecho hasta ultimar el mezcal.

-Me he tragado al mismito diablo -dijo con repentina furia. Supuse que se refería al gusano, pues cuando vi que levantaba la mano para arrojarlo al río el casco estaba completamente vacío. Blasfemó varias veces pero inmediatamente, en un rápido cambio de humor, quiso contarme lo bien que se encontraba. Trató de reemprender sus confidencias amorosas y sus declaraciones de amistad. Sin embargo, sus palabras eran cada vez más inconexas, más entrecortadas. Cuando guardó silencio, posiblemente dormido ya, me di cuenta de que hacía rato que no le escuchaba. Le oía, mas no le escuchaba: todos mis esfuerzos se dirigían a auscultar los ritmos que la noche incrustaba en mi interior. Así estuve largo tiempo hasta que una idea aterradora me paralizó. Creí que la oscuridad estaba poblada de estertores y que sólo deslizándome hasta el río podría escapar a ellos. Me dolían los músculos de todo el cuerpo, pero reuniendo mis escasas fuerzas repté sobre la arena. No sé cuánto tardé en llegar hasta el agua, aunque debió de ser muchísimo, pues antes de sumergir mi cabeza, los primeros tonos lechosos despuntaban en el cielo. Hundí repetidas veces la cara persiguiendo la caricia fría del agua. Hasta que oí el grito.

EL GRITO

Aún hoy estoy convencido de la certeza de este grito. Instintivamente encaminé mi mirada hacia el Salto de la Serpiente y allí, reflejado en la espuma azulada del amanecer, lo vi a él. Fugaz, errabundo en la violenta verdad de un instante, apareció el rostro del guerrero, sus facciones contraídas por el dolor, su expresión ennoblecida por la tristeza, el sombrío anhelo de eternidad de quien audaz, inocentemente, debe tomar el definitivo pasaje hacia la muerte.

Únicamente recuerdo que retrocedí como pude hasta tropezar y caer sobre la arena. Estaba al borde de la extenuación y sólo un confuso sentimiento de belleza y terror me retenía ante el vacío. Luego desapareció todo.

Me desperté con la sensación de que el sol arañaba mis párpados. Era ya pleno día, hacía calor y Flores continuaba durmiendo a unos metros de mí. Pensé que jamás había experimentado tanta necesidad de tomar un café.

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