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Duelo o placer de la escritura

Antonio Muñoz Molina

No todo el mundo incluiría a la escritura en un catálogo de los placeres, tú siquiera de los placeres imaginarios. Nuestro tiempo, que exalta groseramen el trabajo y proscribe la indolencia, mal puede tolerar el ejercicio de un arte que no sólo es difícilmente regulable por la varia especie de los oficinistas, sino que además no sirve paranada. Por eso, igual que un libertino sorprendido en trance pecador con una joven cándida elude: la ira de sus perseguidores mintiendo una promesa de matrirnonio, el escritor tiende a encubrir el gozo inútil ¿le su oficio inventándole coartadas o justificaciones misionales que lo hagan respetable. Desde Flaubert, tal vez desde Baudelaire, el ejercicio de la literatura, que antes era un don de la pereza, busca impúdicamente los prestigios del sufrimiento y aun de la, maldición, lo cual, si bien se mira, es una extravagancia reciente: entre: los antiguos, que admiraron a Sófocles porque vivió 90 años y nunca dejó de ser feliz, la figura de Eurípides, hombre huraño y desdichado y cercado por el fracaso, nunca fue emblema del artista, ¡no misteriosa excepción.La falacia romántica del artista infeliz es lugar común e incluso artículo de fe que no pocas veces certifica la calidad de una biografía y de una obra. Baudelaire había hablado siempre de la voluntad como impulso único del genio, pero aún queda en él una certidumbre de lo heroico que alza sobre el adivinado suplicio una elegancia de dandy. Balzac, en los tiempos atroces en que debía esconderse de los acreedores, se ataba a la pata de la mesa para no rendirse al desaliento de la escritura inacabada, pero también sabía vestirse con chalecos de seda y manifestar su orgullo de inventor de palabras y mundos en los salones de París. En Balzac, el tormento de la escritura sin tregua no era un sombrío don, sino una desgracia inevitable que nunca tuvo nada que ver con la gloria y la riqueza que tan desesperadamente deseaba y merecía. La lentitud en la escritura pasa por ser un privilegio enigmático, pero Stendhal dio fin a una de las novelas más hermosas que se hayan escrito nunca, La Cartuja de Parma, en poco más de 50 días; a Flaubert ese tiempo apenas le alcanzaba para terminar un solo capítulo de Madame Bovary. Tres años de asfixia dedicó a ella, y cinco a la definitiva Educación sentimental, pero Joyce entregó ocho años a Ulises y se le fue la vida en escribir Finnegan`s wake.

Desde Flaubert a James Joycoe se cimentó la teoría de la literatura como sufrimiento, y a la liviana imagen de las musas sucedió para siempre la mitología de hombre uncido a su pupitre, de la estéril desesperación, de la entrega disciplinaria a una pasión no correspondida que no sacia nunca la voluntad de quien escribe y acaba convirtiéndose en una preciada enfermedad del espíritu. En 1605, Cervantes decía de la historia de Don Quijote y Sancho que le costó "algún tiempo componerla", y señalaba, con su ironía melancólica, las circunstancias propicias para el trabajo literario: "El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu, son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que lo colmen de maravilla y de contento". Cervantes, con el delicado pudor de su sabiduría, disimula el esfuerzo que sin duda le ha costado el QuYote porque entiende que lo que de verdad importa en la literatura es el placer de quien la escribe o la lee: la literatura, como la serenidad de los cielos o el murmurar de las fuerites, es todavía un atributo de la felicidad..

Dos siglos después, Flaubeil. señala agriamente que su amor por la literatura se parece al del ermitaño por el cilicio que le rasga la piel. Pues quien escribe, dicen, es un solitario mártir de sí mismo. Conviene también que para evitar cualquier sospecha de censurable deleite sea un obrero de la pluma, amarrado a la mesa de trabajo durante ocho horas para arrancar al papel, en durísima greña, una sola línea memorable, una palabra justia. La prueba de que Flaubert tenía razón está en Madame Bovary y en La educación sentimental. La prueba de que estaba equivocado son tantos novelones de gestación dolorosa y lentísima que lo tienen todo salvo la gracia del estilo, que tal vez no nos sea concedido si no lo acucian el trabajo y el desvelo, pero que no siempre: se ofrece a quienes más asiduamente lo buscan.

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Por eso, frente al impudor de quienes declaran en público los rigores de la literatura y el sufrimiento que su cultivo les depara, uno prefiere siempre a esos raros escritores que, como Borges o Juan Carlos Onetti, celebran la pereza, la casualidad feliz, la ironía ante su propio oficio, aun sabiendo que tampoco en ellos la palabra es un regalo, sino un fruto del coraje y de la voluntad que pueden conducirnos al placer o a la desdicha, pero nunca a la vana ostentación de las cicatrices de guerra o de cilicio... Nadie elige sufrir, pero hay placeres que uno elige sabiendo con toda la lucidez de su conocimiento que deberá pagar por ellos el precio exacto de su valor, la. parte de culpa o de soledad que les ha sido asignada. Tierra de nadie, o de todos los hombres, la literatura, que nunca salvó a nadie ni estuvo cargada de futuro, es el más riguroso de los placeres solitarios. Pero también el único que se dilata generosamente más allá de sí mismo, pues sólo cobra su pleno sentido cuando la voz de quien escribe es acogida en el corazón de sus lectores, de un solo lector.

Antonio Muñoz Molina es novelista., autor de Beatus ille.

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