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Teoría de la catástrofe: una alternatíva para supervivientes

La ruptura y el salto son el núcleo secreto de cuanto existe. Ésto es lo fundamental de la teoría de la catástrofe, elaborada por René Thom, y que es aplicable a todos los campos del saber humano: las matemáticas y la biología, la topología diferencial y la sociología, se presentan juntas en modelos catastróficos universales. Luis Martín Santos, profesor de Sociología del Conocimiento en la universidad Complutense, realiia en este artículo una reflexión sobre el concepto de catástrofe y asegura que es especialmente adecuado para el nuevo tipo de sujeto humano, el superviviente.

En 1972, un oscuro profesor universitario da a conocer una máquina extraña. Se trata de algo rudimentario compuesto por unos cuantos cartones y un par de bandas elásticas. Pero la máquina se comporta de una manera tan insólita que amenaza con arruinar para siempre las tesis científicas de los últimos siglos. La máquina del profesor Zeeman -de ella se trata- es capaz de convertir la continuidad en discontinuidad, lo cuantitativo en cualitativo y traduce las expectativas lineales en hermosas topologías. Se puede jugar con esta máquina -y con otras que se han ideado después a inventar catástrofes, a clasificarlas, a matematizarlas en sus ecuaciones generadoras. Es aquí donde hoy la producción científica de vanguardia se llena de perplejidad. La nueva bibliografía comienza a pesar de manera decisiva y ocupa gran parte del campo de la meditación científica. Hay, naturalmente, quien no quiere enterarse, y no es dio extrañar. Ya sucedió hace tres siglos con Newton, y es que la ciencia no es nunca generosa con sus innovadores.La nueva teoría no tiene compartimentos estancos: las matemáticas y la biología, la topología diferencial y la sociología, se presentan juntas en modelos catastróficos universales. El gran trujumán de la teoría ha sido René Thom, un matemático genial que se "introduce en la selva más intrincada" sin preocuparse si los demás son capaces de seguirlo. Tras él, decenas de expertos tratan de reconstruir la lógica de sus indagaciones desconcertantes. Desde Poincaré, ningún matemático había sido tan rompedor y solitario. El ya mencionado Zeeman es uno de estos inviestigadores, y su máquina, a la vez sencilla y misteriosa, deja perplejos a quienes la utilizan. Variables continuas producen el salto y la discontinuidad (1). Máquina y metáfora que parece revelarnos que el mundo es mucho más fantástico, extraño y original de lo que se piensa. Claro que alguien ya sospechaba esta verdad -el biólogo Haldane-. Ahora, la sospecha se ha convertido en seguridad. Bastaría ver las imágenes de la superficie arrugada de Miranda, esa nueva luna recién descubierta, para darse cuenta de que algo se está riendo de nosotros desde los límites extremos del sistema solar. Pero la catástrofe está, porSupuesto, muchomás cerca.

LOS INQUIETOS PRECEDENTES

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Es interesante explicar cómo hemos llegado al descubrimiento de que la ruptura y el salto son el núcleo secreto de cuanto existe. Se podría objetar que siempre ha habido revoluciones, fracasos, hundimientos de imperios y cataclismos; pero éstos eran fenómenos que se trataba de explicar dentro de la unidad de la masa cósmica, de la vida continuándose a sí misma, de una supuesta armonía. En el fondo, negándose a aceptar la evidencia de la catástrofe.

No ha sido fácil. A la Universidad ni ha llegado la noticia. Los profesores más avanzados se acercan, como mucho, a Kuhn, y algunos -¿suma audacia?-, a Lakatos. Pero los programas continúan siendo réplicas de la eternidad y, todo lo más, se pelea por el derecho a vestir la mortaja de Parson. Cuando un profesor tiene un libro demasiado moderno, publicado quizá hace 25 años, lo esconde por miedo a desacreditarse ante sus colegas. Allí, en la Universidad, la máquina de Zeeman no amenaza a nada ni a nadie, y si alguien la descubriese la confundiría con un fetiche; algo desdeñable y propio de penenes en busca de notoriedad. Ahí están los clásicos, que no perdonan.

La historia de las teorías científicas ha sido, desde Galileo a Einstein, una apuesta por la racionalidad, la continuidad y el movimiento integrable en una fórmula. Racionalidad que pretendía expresar en un único discurso tanto la conducta de los planetas como la caída de la manzana sublunar de Newton, tanto el calor como la energía, lo inorgánico, como las proteínas. Un discurso en el que la integral era el símbolo supremo. La vieja creencia de un logos sin orillas repetía de manera incansable el mito de la razón. Sólo los ignorantes no tenían fe y, en consecuencia, se les expulsaba del templo de la ciencia.

Si fuera lícito señalar el momento dramático-en que sobrevino el final de esta trayectoria de confiado optimismo, el momento en que la ilusión se hundió para siempre, señalaríamos a Einstein muriendo "con una ecuación en cada mano" y lo gravitatorio negándose tozudamente a su posible enlace con lo electromagnético. Todo en una sola fórmula, última clave del universo -tal era la utopía que se desvanecía. Desde ese momento crepuscular, ¿cómo no renuínciar a la supuesta finealidad del cosmos y del destino del hombre? Se empezó a buscar otra cosa, y alguien terminó por encontrarla.

LA LÍRICA DEL DESORDEN

El último sueño de la racionalidad y de la ciencia clásica terminaría, irónicamente, poniendo ante Einstein la bomba atómica. Casi se diría su bomba, y la Tierra quedó convertida en un huertecillo de hongos nucleares a punto de nacer.

Antes de recuperar históricamente la lucidez hemos pasado por un curioso entreacto. No se sabe si festival o sainete: lo posmoderno. Y no se trata únicamente de literatos o modistos, sino también de científicos y, para nuestro mal, incluso de políticos. Pero los posmodernos sólo han formulado una respuesta primaria y reactiva, en la que se levanta la bandera del irracionalismo y la lírica del azar. Los demonios nietzscheanos se bifurcaron en Kafka y Feyerabend, Artaud y Miguel Serres, Morin y nuestro entrañable Jesús Ibáñez. Un minidiscurso que se alimenta de la carroha del clásico y que defiende el indeterminismo, el azar y el ruido, la lírica de Disneylandia y la civilización de la imagen, la moda y el sondeo. Nada de grandes discursos, pues lo importante es comunicar, aunque no se sabe qué. Sin embargo, los posmodernos -en apariencia brillantes- han resultado un poco lúgubres. Se alimentan de los cadáveres de Marx, de Newton y todo el que haya ligado su ser a la propia palabra.

Evidentemente, no era el camino, y ya todos comprendieron que la civilización de la arruga no salvaría el mando. El demonismo sin demonios, el anarquismo sin anarquía. Irracionalismo, indeterminismo y el azar dirigiendo la orquesta. No puede negarse que ha sido un espectáculo divertido ver a Edgar Morin vendiendo la poética del desorden, y después a la periferia española revendiendo, de segunda mano, el producto posmodemo (2).

Pero, sin que nada pareciese anunciarlo, desde un oscuro fondo apareció una forma de conciencia desconocida. El mundo no sólo era complejo -como ahora se dice-, sino algo surcado por mil fisuras que habría que conocer y, a ser posible, catalogar. Había que responder con una seria imaginación catastrófica.

Es aquí donde aparece la figura de René Thom. Ocurrió, como suelen suceder estas cosas, sin mucha solemnidad, en la visita a un provinciano museo de historia natural. Ante los ojos de Thom, un modelo en yeso reproducía la evolución del embrión de una rana. Comprueba que el embrión parece conocer una complicada fórmula de la topología diflorencial y que, paso a paso, sigue el modelo de una catástrofe llamada umbilical elíptica. La vida, antiosus ojos, no se presenta como una evolución continua, sino, como un chorro de catástrofes, y catástrofes muy sabias, sí cabe la expresión. Pero no es sólo esto; es que los embriones siguen el mismo ritmo de danza que, por ejemplo, un rayo de luz que se divierte tra-

Teoría de la catástrofe: una alternativa para los supervivientes

zando las llamadas cáusticas en una taza de café, así que, bien entendido, si bebiéramos tal café beberíamos más misterios de los que superficialmente podrían señalarse. Pronto la catástrofe saltaría a otros campos y se encontraría qué la trayectoria del neurótico y la del original no eran muy diferentes de la que seguirían las grietas de una tierra de secano o las grietas que se forman en un muro de cemento mal fraguado.En esto parece consistir la teoría. Un saber ver cómo la gota de tinta china en un vaso de agua que tenemos sobre la mesa se desarrolla de acuerdo con la misma fórmula que el crecimiento de una medusa del lejano mar. He dicho ver, contemplar, que esto -y no discurso- es lo que significa originariamente la palabra. Un ver que descubre que para entenderlo que pasa, cerca o lejos, manifiesto o escondido, hay que saber diseñar una catástrofe. Es decir, si, según la tradición, primero es la Vida y luego la catástrofe, deberíamos, por ahora, pasar la película al revés y poner primero la catástrofe y después la vida.

Claro que los que niegan la posibilidad de toda revolución, puesto que antecedentes nunca faltan, argüirán que lo topológico de la teoría de la catástrofe no era radicalmente nuevo, pues ya Einstein, que no era precisamente un catastrofista, lo utilizó. Nadie puede discutir que la contribución científica de Einstein suponga la exigencia de geometrizar nuestra comprensión del mundo. Pero paria él lo topológico era sólo un apoyo ímaginativo, arbitrado pasa entender ciertas anomalías de la máquina. newtoniana, mientras que en la teoría de la catástrofe lo topológico tiene un valor en sí mismo. Lo espacial, en contra de nuestra tradición filosófica, pasa a primer plano.

Si la máquina planetaria de Newton se comportaba de una manera beatífica y feliz, sin sorpresa posible, las catástrofes nos enseñan a esperar lo inesperado -como diría Eurípidess-, y lo mismo recombina una molécula que pinta, digamos, un cuadro de Tápies, y lo mismo es capaz de inventar un árbol que de construir una teología.

Hasta ahora no se han estudiado sistemáticamente más que siete catástrofes. Parece haberlas en gran número -aunque no infinito (3)-. Los nombres que han recibido son, a veces, poéticos: catástrofe en mariposa, con la que nos acercamos bien al compromiso, o bien volvemos histéricamente al problema inicial; la catástrofe en cúspide, o superamos las dificultades o saldremos del conflicto irreconocibles: la sombra será luz o viceversa; el perseguidor, perseguido; el pintor resultará pintado por su cuadro; la palabra que no queremos escuchar se nos escribirá en el alma, y el movimiento va más allá de la molécula que aceptó moverse; la catástrofe en cola de golondrina, con sus tres variables, más que independientes dispersas, que imponen trayectorias barrocas; la catástrofe en pliegue o paso de la frontera, cuando la frontera es algo más que una línea figurada, y es una zona de locas esperanzas a través de las que buscamos el equilibrio, la paz, el mínimo de potencial, el menor coste. Las otras tres catástrofes tienen nombres más abstractos: ombligo hiperbólico, ombligo elíptico, ombligo parabólico. Para vivirlas sería necesario tener la plasticidad de un insecto o un alma fabulosa con seis dimensiones. Pero entiéndase que cuando hablamos de catástrofe no lo hacemos en el sentido de desastre, pues puede tener, desde el punto de vista subjetivo, incluso el carácter de exaltante, de atrayente. Hasta es seguro que eso que considerarnos conquistas de la humanidad, tales como el discurso, la belleza y la ética, no sean sino catástrofes que bifurcaron una vida más inmediata y real.

Después de este repaso al catálogo provisional de las catástrofes convendría subrayar que no nos encontrarnos ante lo que tradicionalmente se ha llamado una ciencia, y que decir que estamos ante la revolución científica más importante de la humanidad ha de tornarse como un síntoma de la gran esperanza que estamos viviendo. ¿Acaso la palabra ciencia puede significar en nuestros días otra cosa que esperanza, vaga promesa para ambiguos y desconcertados?

Pero la teoría de la catástrofe nos ha llegado en el momento oportuno. Después del hundimiento de los llamados grandes discursos de la modernidad y de los minidiscursos posmodernos, bien vendrá ensayar una nueva vía. Pues si ya no hay razón y modernidad, ni caos, como quería la posmodernidad, ¿qué puede haber? No parece que haya otra cosa que soluciones locales y enigmáticas metamorfosis en la catástrofe (4).

De momento hay que saber cómo, el hombre: conserva su identidad a través de su metamorfosis y su catástrofe. Será un saber apropiado para supervivientes, que es lo que somos (5). En cuanto tales, sólo disponemos de un futuro y, aunque sería exagerado decir que no tenemos pasado, la verdad es que nos sirve de tan poco que es como si no lo tuviéramos. Lo único que nos ha quedado como herencia es el nombre de las cosas.

Hablar con sentido exigirá en adelante hacerlo con modestia. En vez de hombre podemos decir máquina catastrófica del deseo. Nunca ya máquina teológica y newtoniana. Nunca ya máquina esquizofrénica (6). La nueva máquina tiene que saber que "una misma situación local puede dar nacimiento, bajo el efecto de valores desconocidos o inobservables, a consecuencias extremadamente diversas" (7).

Lo que significa que el superviviente tendrá que aceptar, si no la ética de la irresponsabilidad, sí la de la no responsabilidad, y ante el futuro no tendrá más espejo que la máquina de Zeeman, que da saltos imprevistos cuando hemos puesto todo nuestro ciudado en hacerla funcionar de la manera más sensata. Tal vez el nuevo hombre, el superviviente, lleve en su rostro tina sonrisa, pero, de todas formas, será una sonrisa imprevista, una catástrofe más, que nadie sabrá de dónde viene.

1. E. C. Zeeman: Catastrophe theory (Select Papers, 1972-1977).

2. Edgar Morin: Ciencia con consciencia.

3. Alexander Woodcock & Monte Davis: Catastrophe theory.

4. René Thom: Stabilité structurelle et morphogénèse.

5. Elías Canetti: Masa y poder.

6. G. Deleuze y F. Guattari: El antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia.

7. René Thom: op. cit.

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