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EL CINE EN LA PEQUENA PANTALLA

La sombra alegre de Liberty Valance

La taberna del irlandés pertenece al último tramo de la larga marcha, a través de todas las etapas y fronteras del cine, de un invencible corredor de fondo irlandés llamado Sean Aloysius O'Fearna, rebautizado en las norteñas nieves de Maine como Sean O'Feeney y vuelto a rebautizar en el rincón soleado del continente norteamericano como John Ford.Un año después de La taberna Ford realizó su monumental canto indio de Cheyenne autumn, del que saltó a su vieja Irlanda para iniciar El joven rebelde, filme que no llegó más que a diseñar y que filmó Jack Cardiff. Cuando Ford abandonó los estudios donde preparó este filme era un enfermo cansado, pero no tan viejo como las compañías de seguros decían en los turbios informes que, a partir de entonces, le negaron su derecho a seguir haciendo lo que sabía hacer.

Sorteando el acoso de las espaldas de quienes le consideraban acabado, Ford pudo llegar a realizar otra película más, su canto de cisne Siete mujeres, con un casi humillante presupuesto, en el que supo matar la pobreza con el ingenio y así despedirse del cine, de lo que fue su vida, con una de sus obras más diáfanas y hermosas.

Poco antes del rodaje de La taberna Ford había acabado El hombre que mató a Liberty Valance, una de sus obras más graves y fundamentales, por lo que este tramo final de su carrera, además de seguir una secreta lógica, es uno de lo peldaños más ricos y brillantes de su carrera.

La gran pelea

En Liberty Valance Ford enfrentó -en un filme traspasado por una intensa nostalgia y que anunciaba la muerte de su irrepetible visión personal del western, que él llevó a la plenitud- a dos actores de genio energuménico y dotados con ilimitada energía tanto física como histriónica, pero que eran, como dos erizados polos eléctricos de signo contrario, de características , tanto físicas como interpretativas, no sólo distintas, sino opuestas.Estos actores eran John Wayne y Lee Marvin. El primero, una mole de contención socarrona, un hosco gigante de gesto lento, inerme y grave, una singular especie de hombre mastín con talla interpretativa descomunal y sin embargo sutil, que sabía colocar con refinamiento esteta una sonrisa de niño detrás de sus zarpazos o de sus miradas, que eran de la misma noble estirpe silenciosa. Marvin era, por el contrario, un actor sin contención, con el sistema nervioso desamarrado, una singular especie de hombre caballo, que dejaba una estela de carcajadas rotas detrás de sus puñetazos o de sus miradas, que eran de la misma noble estirpe estruendosa.

Tal fuerza imprimieron Wayne y Marvin a su inabarcable duelo en el crepúsculo de Liberty Valance que es más que probable que a John Ford esta maravillosa pugna de rostros y de estilos antípodas le supiera a poco y viera, una vez acabado, posibilidades inexploradas en él. Y así, poco después de Liberty Valance, no perdió la ocasión de poner al reposo de Wayne y la insolencia de Marvin otra vez en guardia y frente a frente, en otra, esta vez más lejana aún, taberna.

El crepúsculo se hizo aurora y al pesimismo mítico de Liberty Valance sucedió en La taberna uno de aquellos virulentos ataques de optimismo sentimental que de tiempo en tiempo asaltaban la imaginación de Ford y cuya explosión mayor había tenido lugar 10 años antes en El hombre tranquilo.

El íntimo rito del encuentro de un hombre con sus raíces se repitió, sólo que ahora, en La taberna, lejos de los valles irlandeses y de las praderas del Oeste, renacía de sueños sin patria, del exilio del mar, que en el Ford de esta casi obra póstuma era una parábola de su propio exilio interior. El cineasta intuía su final y huyó al Sur con algunos de sus más queridos fantasmas. Jugó con ellos a ser otra vez joven y otra vez capaz de, a la irlandesa, celebrar un eterno reencuentro con puñetazos sin rencor.

La taberna de irlandés se emite hoy a las 21.35 por TVE-1.

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