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Tribuna:EL PROCESO DE BUENOS AIRES Y LAS RESPONSABILIDADES DE LA DICTADURA
Tribuna
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La esquizofrenia de las clases medias argentinas

Cuando éramos chicos, en el barrio, jugábamos al vigilante y al ladrón. Unos hacían de vigilante, y otros, de ladrón. Las reglas del juego exigían que ninguno fuera vigilante y ladrón al mismo tiempo. En la Argentina de hoy, la democrática, esas reglas del juego se abolieron. Como ejemplo, copio la noticia aparecida en el diario Clarín de Buenos Aires el 3 de agosto de 1985:"El mismo oficial que en 1976 se hallaba destinado en Jujuy (provincia del norte de Argentina) y brindó explicaciones a la señora de un desaparecido sobre la suerte corrida por su esposo, es hoy juez instructor militar de la causa en la que se investiga el asesinato de dicha persona".

"Este insólito hecho fue contado ayer por la señora Elena de Turk a la Cámara Federal sobre el final (de su) relato, cuando explicó que 'cuando fui, en 1976, a averiguar por lo que le había ocurrido a mi esposo (Jorge Turk), me atendió, junto al coronel Bulascio, un oficial Landa. Cuando en mayo de 1985 me citaron a declarar por la causa de mi esposo me encuentro con que el actual juez militar es este teniente coronel Landa; lo reconocí enseguida y le dije: Pero usted debe saber mucho más del caso, porque usted estaba con Bulascio, y él sólo me respondió: Sí, yo estaba en la guarnición en 1976, pero ahora me nombraron juez militar".

Ese pero del entonces oficial y hoy teniente coronel encierra todo un mundo. Para cualquier argentino significa que en 1976 Landa estuvo entre los secuestradores y asesinos de Jorge Turk, pero que en 1985 está encargado de juzgar a esos secuestradores y asesinos. O que en 1976 jugaba al ladrón, pero que en 1985 también es vigilante (o al revés). ¿Qué filtro humeante todavía tomó Landa para ser Mr. Hyde y Mr. Jekill a la vez? ¿Cómo hará Landa para juzgar a Landa? Y Landa ¿se dejará juzgar por él? Está claro que, en mi país, hace mucho que abolieron la infancia y su candor.

Apariencia brutal

El diario Clarín dice que es un hecho insólito. Tal vez lo sea como apariencia brutal (pero no única: el Gobierno del doctor Alfonsín ascendió a general al que en 1976, entonces teniente coronel, encendió piras en los cuarteles para quemar libros y lo proclamó con su firma al pie de un bando que debieron publicar los diarios del país; también se designó agregado militar de la Embajada argentina en México a un torturador y violador conocido y reconocido por sus víctimas, etcétera). Pero el hecho es parte de una esencia: la de la sociedad civil argentina, concepto que no alcanza a contener su enrevesada entraña, sociedad hoy perfectamente expresada en y por el Gobierno del partido radical.

En la cúspide de esa sociedad habrá que ubicar a los grupos dominantes -la oligarquía agropecuaria, con todos sus matices, el capital extranjero que ha invertido en el país, el capital financiero internacional-, en la base, a la clase obrera, y en el centro, a unas clases medias poderosas por el número, el peso económico, social, cultural y político, pero increíblemente débiles en cuanto al ejercicio de su propia identidad. Navegan al garete de los polos de fuerza, móviles y cambiantes, que se van configurando en el país, y su actitud -ora en favor del movimiento popular, ora en favor de los regímenes de fuerza- es determinante. Pero no viven una tragedia o drama: apenas una crisis de conciencia incesante e incurable.

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Son unas clases medias formidables. La mayoría apoyó al golpe militar de marzo de 1976, activa o silenciosamente. Estuvo de acuerdo con la despiadada represión que aquél desató. Cuando alguien desaparecía, sus miembros reflexionaban en voz alta: "Por algo será". Los dirigentes de los partidos políticos que representan los matices de esa clase media negociaban con la dictadura un cómodo statu quo que respetara su existencia restringida a cambio de su silencio sobre la sangre vertida. Un silencio que no fue tan silencioso. Por ejemplo, el entonces líder máximo del partido radical, hoy gobernante, el extinto doctor Ricardo Balbín, pedía comprensión y paciencia para la dictadura militar a los parlamentarios latinoamericanos democráticos reunidos en Caracas en 1977; y escribía cartas a Willy Brandt para que la Internacional Socialista, que sesionaba ese mismo año en Ginebra, no condenara a la junta de Videla. El partido radical (como en menor medida el Movimiento de Integración y Desarrollo, el Partido Demócrata Progresista, algún grupúsculo socialista) aportó miles de cuadros al reino de la vesania militar: fueron intendentes, diplomáticos, asesores de la dictadura de diverso nivel. Que se sepa, ningún dirigente del partido radical criticó, antes o después, esas prácticas, esas complicidades.

O el caso del partido comunista, para tocar otra expresión de las clases medias argentinas: ese partido defendió encarnizadamente a la dictadura militar porque había que evitar "un pinochetazo" en la Argentina. En esos momentos, cumplido el primer gran baño de sangre, la represión del régimen de Pinochet palidecía de envidia frente a la comandada por Videla, y cabe una duda sobre lo que pretendía evitar el partido comunista argentino: ¿tal vez una dictadura más blanda?

¿Y qué decir, sino lo mismo, de la jerarquía de la Iglesia católica? ¿O de la jerarquía sindical, salvo honrosas excepciones, o del ex presidente Frondizi, líder del Movimiento de Intransigencia y Desarrollo? El silencio bajo la dictadura se ha tornado en amnesia bajo el Gobierno civil: dirigentes sindicales como Triacca, el dicho doctor Frondizi, olvidaron en memorables audiencias del proceso contra las juntas militares que hubo secuestros y desaparecidos; el doctor Frondizi hasta olvidó a su hermano asesinado por la Triple A, y a dos sobrinos, desaparecidos por los militares.

Son unas clases medias verdaderamente formidables las que supimos conseguir. Aprobaron, saludaron, acompañaron un largo trecho a la dictadura militar y cohonestaron sus métodos terribles. Pero -como diría el teniente coronel Landa- ahora son las clases más autoproclamadamente democráticas del país, y aun del mundo. Aman hoy la democracia más que a nada.

Atrás quedaron sus "por algo será", sus "en este país lo que hace falta es orden", su no mirar la sangre por la que resbalaban. Atrás quedó el ataque de nacionalismo que las embriagó cuando los militares se empeñaron en la aventura de las Malvinas. Qué soberbias volvieron a sentirse las clases medias de entonces; qué miserables después. Y cómo, ante el vergonzoso fracaso de sus vicarios siguen practicando una demonización de signo contrario -hoy de rostro democrático, ayer dictatorial-, que es expresión de una sola y misma fuerza en ambos casos, una fuerza autopunitiva que nace de su propia razón y sobre ella se abate para destruirla.

Como el teniente coronel Landa, las clases medias tampoco pueden juzgarse a sí mismas. Para destruir el único lugar donde ese juicio es posible, es decir, su memoria, deben demonizar la realidad y, sobre todo, sus fantasmas: sus propios miedos, sus genuflexiones, lo que ocultaron a sus hijos, los asesinatos que cometieron por procuración. Cuando decían "por algo será". Entonces, para ellas, el mal no radica en la institución armada y su doctrina, ni en las fuerzas dominantes -la oligarquía criolla, el capital extranjero, el mundo dividido en dos bloques- que utilizaron a las fuerzas armadas y también asesinaron material y espiritualmente, llevando, además, a niveles increíblemente elevados las tasas de mortalidad infantil y de analfabetismo. No.

El mal, para las clases medias, se concentra en los nueve integrantes sucesivos de la junta militar; los 10.000 o 12.000 jefes y oficiales que secuestraron y mataron directamente, "obedecieron órdenes", dice el Gobierno, no fueron el mal. Cómo podrá entonces ser el mal el silencio que antes guardaron esas clases o la capa de silencio que sobre ese silencio hoy depositan.

El mal, para esas clases medias, tampoco radica en la injusticia, la explotación, la pobreza y el hambre de la mayoría del pueblo argentino. El mal radica en los 8 o 10 subversivos que el Gobierno se apresta a juzgar y que, con todos sus errores y aun horrores, fueron mero producto de la injusticia, la explotación, la pobreza y el hambre en el país. Lo dijo el doctor Alfonsín: un demonio combatió a otro demonio durante la dictadura militar.

Esa demonización que las clases medias argentinas y el Gobierno radical, su cabal representante, practican para salvar el alma es patética y su mezquindad no hubiera interesado a Dostoievski. Sería lo de menos. En la práctica, ese ejercicio de demonización consagra al teniente coronel Landa en su doble y simultáneo papel de Jekill / Hyde. Y asesina otra vez, ahora posmortem, ahora democráticamente, a Jorge Turk.

Ésa es la historia.

Juan Gelman es poeta argentino. Autor, entre otros, del libro Citas y comentarios.

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