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Tribuna:RELATO
Tribuna
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La oficina invadida

Caía, la tarde cuando los despachos fueron invadidos por una epidemia de poesía. Los empleados más perezosos recogían ya papeles y útiles de escritorio con una diligente premura, que pretendía acelerar el paso del tiempo. Un día más había transcurrido como si no hubiese transcurrido. Apenas se hizo perceptible la invasora infección en la falsa ligereza del aire, en esas deformaciones bulbosas delefecto metafórico, en un aumento de anáforas y, entre las secretarias de Dirección, en una pomposidad de canéforas al manejar los teléfonos, consabidos síntomas todos ellos de esa conocida plaga epigástrica.Porque, efectivamente, aunque no hubo comentarios, nadie dejó de sentir en la boca del estómago el clásico calambre lirico. El conserje encendió los tubos fluorescentes, la realidad pareció recuperar su habitual consistencia y, al rato, sonó el timbre de salida. Este cúmulo de circunstancias determinó que las instalaciones burócráticas fuesen abandonadas sin que siquiera el Comisario (que ejercía su comisariado bajo el cargo de Prepósito de Informatización) se oliese, no ya el aroma del tigre y la canela, sino el tufo del octosílabo sentencioso. Así que los despachos quedaron a merced de aquellos virus que no se habían llevado los empleados en la sangre.

Nadie, por tanto, llegó a su hora al día siguiente. Es más, como si se tratase de una época de reorganización, se produjo un alarmante número de enfermedades fingidas y de imaginarias defunciones parentales. Aquellos que preferían con mucho el despacho al hogar y que carecían de medios para una jornada en el café se entregaron también a la ociosidad y a la tertulia. Pronto la epidémica inactividad comenzó a surtir lucrativos, efectos en los sectores productivos de la industria y el comercio, tutelados por las competencias de la oficina infectada. Para entonces, el Comisario descubría, esparcidas entre los archivadores, espinosas hojas de acanito. Convencido de que, en consecuencia, estaba autorizado a temerse lo peor, el Comisario dio el parte a la Dirección.

Una semana antes la oficina había sido víctima de una invasión de lujuria refinada, afortunadamente leve y eficazmente combatida por los anticuerpos de la lascivia más tradicional. A pesar de que en el escalafón no se produjo ningún cambio de gustos eróticos, el Prepósito de Informatización dedicó alguno de sus desvelos a descubrir al portador de tales toxinas. Pero, al conducirle sus investigaciones hacia los altos cargos, el Prepósito, tasando el viento que la vela admite, echó tierra sobre las toxinas.

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Dar carpetazo al virus lírico no resultaba tan fácil. Todo el que carga sobre sus hombros la pesada misión de gobernar a sus supuestos semejantes conoce la duplicidad de la naturaleza de los inferiores, gente de irreductibles manías corporales y de asombrosa versatilidad de ideas. Por desesperante que resulte, el inferior une a su espíritu voluble una carne tercamente apegada a la alimentación, al placer y al descanso. En seres de tal naturaleza la poesía prende bestialmente, lo que explica la permanencia a lo largo de la historia de una manera de discurrir tan peculiar.

No siendo ajenos al Comisario estos conocimientos de los recovecos de la humana conformación, y estando dotado el dicho Comisario de un pragmatismo rayano en la vileza, se empleó a fondo en la pesquisa, en tanto la inactividad preocupaba incluso a la cúspide jerárquica. Mientras el horario se les iba a unos en charletas y en jeroglíficos y a los de arriba en reuniones dedicadas a planear tareas homéricas, se consiguieron análisis del centro de microbiología y, lo que fue más arduo, se logró reunir a la comisión de expertos, una punta de poetas en nómina y en constante gira cultural del uno al otro confín. Bastó para un primer dictamen con cazar al vuelo uno de los documentos que revoloteaban por los pasillos, movidos por suaves céfiros y con algunas inspecciones oftalmológicas que denotaron un unánime azul en las pupilas.

El diagnóstico señaló, naturalmente, pérdida de la sindéresis administrativa, sustituida por razonamientos asertivos, empedrados de dicotomías, paradojas y repetitivas congratulaciones por la falta de vías de comunicación. El todo, adecuadamente vacuo, exhalaba perfumes de esperanza y un descomedido optimismo. Esta, en principio favorable, secuela presagiaba, en opinión de los expertos, un alto riesgo de fermentación del estro. Se escribían ahora pocos oficios en aquella oficina, pero los que se escribían tenían cada vez más cortas sus líneas.

-O sea -resumió el Prepósito de Informatización-, que, si no he entendido mal, aquí cualquier día el personal puede romper a componer aleluyas. Hasta sonetos, en el caso de que el estro se siga propagando, favorecido por los meningococos de la cultura lúdica.

-Hasta sonetos -confirmaron los expertos-. Y quién sabe si hasta madrigales en estrofas sáficas, porque en este país nuestro la herencia recibida del seno inviolado de la tierra nos puede dejar verde que te quiero verde. No obstante, V. I. resolverá.

El Comisario resolvió, por no hacer mudanza en su costumbre, iniciar una docena y media de expedientes disciplinarios. Pero antes de especificar las sanciones en esa fase de la tramitación en que el trueno todavía no tiene nombre, fase auroral previa a la peluca y a la toga, se presentó en el despacho del Comisario uno de los expertos que, además de poemas, había tenido la precaución de publicar una poética.

-Mi querido Prepósito, creo haber dado con el agente portador de la epidemia -le confidenció el bardo, sobre el rumor deliras que escapaba por la rejilla del acondicionador del aire-. Tras un detenido análisis, hallé que los elementos patógenos de la infección provienen de lecturas sumarias de poetas de uso tópico, como las pomadas. Nada de Saint-John Perse, desde luego, pero tampoco nada que rebase una lectura de oídas La recurrente apelación a que no hay caminos, con el obvio designio de que el personal se las arregle por sí mismo para abrirse camino prueba incuestionablemente que la infección la ha traído a la oficina el Director.

-Ciertamente nuestro Director está muy interesado en concien ciar y en responsabilizar a cada cual con su trabajo, ya que él tiene demasiadas ocupaciones para, en cima, ocuparse del trabajo de sus subordinados.

-No olvides, Prepósito, que el compañero Director asistió no hace mucho a unos cursos estivales y a unos festivales de concurso, pedagógicas y recreativas realizaciones de la política de difusión, en las que es de obligada cita que el camino se hace al andar, así como que su infancia son recuerdos de un patio de Sevilla.

-Donde madura el limosnero -apostilló, no sin jactancia erudita, el Comisario.

-Como es de ley. Y punto. Ahora bien, yo en tu puesto no solaparía el problema continuando con la pesquisa, puesto que, identificado ya el agente portador, lo que interesa, a nivel de inferiores, es erradicar el lirismo, tanto en beneficio de la poesía como por el buen nombre de esta oficina u organismo. No obstante, tú resolverás. A la experiencia del ConiÍsario no se le escapaba el dato de los riesgos que conlleva poner orden cuando es el jefe quien ha embrollado el cotarro. Si no hay por qué ocultar que todo empleado es intercambiable, no hay por qué propálar que todo supenor es transitorio, ya que la gracia de la superioridad radica en sus apariencias de eternidad. Y sabido es, además, que el que viene después siempre es peor.

Este razonamiento (prueba del acierto de la superioridad en el nombramiento del Comisario) impulsó al Comisario a pasar los expedientes disciplinarios a la fase sancionadora. Algunos empleados, enardecidos por la irrealidad consustancial a la infección que padecían, protestaron. Estudiada la protesta, se confirmaron la docena y media de sanciones, y media docena más, por protestar.

Amaneció, pues, el día en que un nuevo virus, viejo como el mundo, acabó con los bacilos poéticos. La oficina tomó ese aspecto de desierto después de la tormenta, que suele confundirse con la calma. Sobre el murmullo del acondicionador del aire y los arrítmicos pianeos de las máquinas de escribir podía escucharse el silencio. Obsesos lectores de colecciones legislativas, esforzados escribidores de prosa prosaica, apicultores de las colmenas contables, sólo durante un instante hacían coincidir sus miradas huidizas. Sumisa e indiferente, la oficina recuperaba su apetito de devoradora de papeles.

El Prepósito de Informatización fue llamado a los altos despachos de la Dirección.

-Te felicito, Comisario. Gracias a tu esfuerzo, ahora conocemos la peligrosidad latente e ¡inprevisible de esa bobería de los versos, que puede resultar útil siempre que esté en buenas manos. No se ha hecho la miel para la boca del asno, como dejó escrito Juan Ramón, que de borricos sabía lo suyo. ¿Crees necesaria otra fumigación?

-No queda ni un acento en su sitio, Director. Eso sí, a mi juicio, habrá que organizar alguna tómbola para contrarrestar la injustificada sensación, que podría afectar al personal, de que vivimos tiempos sombríos. Al parecer, el del reino de la sombra es un microbio de sorprendente virulencia, dada su grosera estructura monocelular, muy resistente al jarabe de palo y difícil de localizar en el microscopio.

-¿Tiempos sombríos? ¡Qué infamia más necia ... ! Organiza, por si acaso, además de la tómbola, un auto sacramental. Y a ver si de una vez esta oficina funciona como la empresa privada, cuna del socialismo. Adelante y ánimb, Comisario, que el camino si hace andando.

-¡Oh, nunca, nunca, nunca! Usted delante.

Pasaron los meses. Llegó la recurrente peste de la modernidad, que llenó de colores y de gomina las cabelleras. Pasó, también la modernidad y pasó una epidemia de retorno a los orígenes. La mayoría de las mañanas, sobre todo de las lluviosas, la oficina parecía una oficina.

Pero alguien, en solapas de sobres y en otros desechos de papelera, estaba escribiendo un poema, aún sin título (pero que previsiblemente se titularía Buenos tiempos para la lírica), que trataba de los tiempos luminosos, a cuya cruda luz brilla el cartón pintado de las máscaras y el maquillaje vencido delata las implacables arrugas.

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