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Evocación de Macedonio Fernández

En el decurso de una larga vida me ha sido dado conversar con personas famosas; ninguna me impresionó tanto como Macedonio Fernández, o siquiera de un modo análogo. Presidía, hace ya más de medio siglo, una perdida tertulia en cierto café de Balvanera. Para quienes concurríamos a ella, toda la semana no era otra cosa que la víspera de la noche del sábado. Norah, mi hermana, nos llamaba los macedonios. El diálogo empezaba a las nueve y se dilataba hasta el alba. Macedonio hablaba como al margen del diálogo, y, sin embargo, el diálogo era su centro. Trataba siempre de ocultar, no de exhibir, su inteligencia extraordinaria. Prefería el tono interrogativo, el sabio tono interrogativo de modesta consulta, a la afirmación categórica o magistral. Jamás pontificaba; su elocuencia era de pocas palabras y hasta de frases truncas. Usaba un tono habitual de cautelosa perplejidad. Creo poder remedar, pero no definir, esa voz llana, enronquecida por el tabaco. Recuerdo la vasta frente, la melena gris y el bigote gris, los ojos de un color indefinido, la figura breve y casi vulgar. El cuerpo era para Macedonio casi un pretexto para el espíritu. Una vez me dijo que un hombre podría vivir eternamente si respondía a los dictámenes del alma. Su simpatía por lo francés era imperfecta; de Víctor Hugo llegó a enfatizar con estas palabras cuando alguien se lo mentó: "Salí de ahí con ese gallego insoportable. El lector se ha ido y él sigue hablando". A los españoles prefería juzgarlos por Cervantes, que era uno de sus dioses, y no por Gracián o por Góngora, que le parecían unas calamidades.La actividad mental de Macedonio Fernández era incesante y rápida, aunque su exposición fuera lenta. Seguía su idea imperturbablemente; ni las confirmaciones ni las refutaciones ajenas le interesaban. La indolencia nos mueve a presuponer que los otros están hechos a nuestra imagen; Macedonio cometía el generoso error de atribuir su inteligencia a todos los hombres. En primer término la atribuía a los argentinos, que constituían, como es natural, sus más frecuentes interlocutores. Quería personalmente y apreciaba literariamente a Leopoldo Lugones, de quien fue muy amigo, pero alguna vez comentó delante mío: "No entiendo por qué, a pesar de sus muchas lecturas y de su indiscutible talento, no se decide aún a escribir un buen libro". Lugones, que carecía del sentido del humor, indudablemente se habría irritado de haber oído aquella broma inofensiva. El mecanismo de sus bromas se asemejaba al de Mark Twain.

Escribir no era una tarea para Macedonio Fernández. Vivía para pensar. Cotidianamente se abandonaba a las vicisitudes y sorpresas del pensamiento, como el nadador a un gran río, y esa manera de pensar que se llama escribir no le costaba el menor esfuerzo. En la soledad de su pieza o en la agitación de un café, colmaba páginas y páginas con la escritura perfilada de una época que desconocía la máquina de escribir y para la cual una clara caligrafía era parte de los buenos modales. Macedonio no le daba el menor valor a su palabra escrita; al mudarse de alojamiento, solía olvidar sus manuscritos de índole literaria o metafísica, que se habían acumulado sobre la mesa y que llenaban los cajones y los armarios. Mucho se perdió así, acaso irrevocablemente. Recuerdo haberle reprochado esa distracción; me dijo que suponer que podemos perder algo es una soberbia, ya que la mente humana es tan pobre que está condenada a encontrar, perder o redescubrir siempre las mismas cosas. Con los años he llegado a aceptar esa verdad.

A Macedonio la literatura le interesaba menos que el pensamiento y la publicación menos que la literatura. Consideraba que escribir y publicar eran tareas subalternas. Sus relatos tienen el sabor de lo espontáneo; también la frescura y el descuido del artículo periodístico. Mallarmé o Milton buscaban la Justificación de su vida en la redacción de un poema o acaso de una página; Macedonio quería comprender el universo y saber quién era o saber si era alguien.

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De Jorge Guillermo Borges, mi padre, yo heredé la amistad y el culto de Macedonio. Después de una estada de varios años en Europa, llegué a Buenos Aires hacia 1921 añorando el estilo generoso de la vida oral que había descubierto en Madrid. Macedonio me hizo olvidar esa nostalgia. Rafael Cansinos Asséns, el gran escritor judeo-español, fue mi última emoción en Europa; en ese admirable maestro estaban todas las lenguas y todas las literaturas. Yo frecuenté su tertulia madrileña y en él hallé a Europa y a todos los ayeres de Europa. Cansinos era la suma del tiempo; Macedonio fue la joven eternidad.

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