_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

A vueltas con Gibraltar

La reciente apertura de la verja abre un nuevo período para las negociaciones sobre Gibraltar y su futuro, y sus responsables ya se han apresurado a anunciar que van a ser muy largas, sin duda con el propósito de curarse en salud, de mitigar la supuesta impaciencia que a los españoles nos está invadiendo por resolver la vieja querella y con la vista puesta en una solución, cercana o lejana, que ha de estar muy lejos de la querida por el patriotismo de algunos y delineada por la "indivisible unidad de España". Para emplear una frase hecha, que no es ni mucho menos de mi agrado, todo parece indicar que España y Gran Bretaña están condenadas a entenderse sobre Gibraltar, y que la solución al litigio, cercana o lejana, solamente podrá obtenerse mediante un parcial abandono de las posiciones de origen de ambos países, en busca de un nuevo status que deje de lado -o al menos disimule- tanto las pretensiones españolas a la soberanía del Peñón cuanto las británicas a la plena posesión y propiedad (pues eso es lo que supone ser colonia) del mismo. Entiendo que la condena al entendimiento no quiere decir otra cosa que la renuncia, por cada parte, al empleo de la fuerza para la consecución de sus propósitos, así como al levantamiento de toda amenaza y de toda coacción. Pero así como una amenaza perseverante sirve al menos para mantener íntegra la pretensión primera, sin la más leve concesión, la condena al entendimiento implicita el abandono de lo más sustancial de lo reclamado. Es una verdad de Pero Grullo que si España hubiese acertado, en época pasada, a recuperar el Peñón por la fuerza, el problema habría quedado resuelto en su doble vertiente: en cuanto reintegración de una parte de su territorio de la que fue despojada por la fuerza y en cuanto reparación al ultraje a su soberanía y orgullo patrio. Pero es esa segunda parte la importante, o así me lo parece, pues la posesión de peñón más, peñón menos -habida cuenta de los muchos que tenemos en la Península-, y por muy estratégico que sea, no parece que afecta a muchos españoles, a no ser a aquellos muy adictos a las charlas de cuarto de banderas o a los muy atentos a las actividades de cualquier club alpinista catalán. Hay que reconocer, en este sentido, que la posesión del Peñón por Gran Bretaña -sobre todo desde que ambos países no se han enzarzado en una confrontación armada- ha rendido a la humanidad algún que otro servicio, que no habría podido satisfacer, sin duda, de haber seguido en manos españolas. Y no sólo como llave del Mediterráneo, sino como pieza clave del sea power. No hay que olvidar el papel de Gibraltar en la estrategia atlántica que condujo a Trafalgar; de Gibraltar zarpó la Fuerza H que avistó al Bismarck, aquella soberbia y valerosa nave que por sí sola podía poner en un compromiso a todas las unidades de superficie de la Home Fleet, y fueron sus aviones quienes lo inmovilizaron. No fue sólo el apoyo a Malta y uno de los artífices de la victoria sobre el Eje en el Mediterráneo; Gibraltar estaba presente en la decisiva batalla que se libró en mayo de 1941 a 400 millas al oeste de Brest.Nadie hasta ahora ha sido capaz de encontrar una fórmula .para reparar el ultraje sin necesidad de recuperar el territorio. Parece que el territorio, como en los días de la tribu, sigue siendo el tabernáculo de lo sagrado y toda la evolución de la cultura, y los llamados valores espirituales no sirven para mitigar su pérdida. Ya lo decía don Juan Manuel en el Libro de los Estados: "Ha guerra entre los cristianos e los moros, e habrá fasta que hayan cobrado los cristianos las tierras que los moros les tienen forzadas; ca cuanto por la ley nin por la secta que ellos tienen, non habrían guerra entre ellos". Despojo de tierras, ultraje y guerra han ido siempre indisolublemente unidos, pero, en el caso que nos ocupa, de esa unión no es solamente responsable la larga sucesión de hechos bélicos -casi todos desgraciados para los españoles- que jalonan la historia de Gibraltar desde la guerra de Sucesión, sino también la mala educación, tanto española como inglesa. La historia viene de tan lejos que ha afeminado a los españoles y virilizado a los ingleses, por decirlo con palabras de César; las razones de la querella -con la renuncia al empleo de la faerza- no han hecho más que crecer y cambiar, aun cuando todas tengan su origen en una primera usurpación que ha degenerado en la -para algunos- vergonzosa existencia del último vestigio colonial en el continente europeo. Por consiguiente, hoy día a su carácter ultrajante se viene a añadir el anacronismo.

Al Gobierno británico lo que ahora le importa -al parecer- es la suerte de un pueblo minúsculo -carente de toda etnia y sin otra tradición que la defensa de sus hogares y de sus intereses-, y cuyo estado político, incluido su derecho a la autodeterminación, se siente llamado a defender; el español no puede por menos de exigir, ante el concierto de las naciones, la liquidación del último vestigio del colonialismo en el continente europeo. Con la renuncia al uso de la fuerza se renuncia también a la razón de la propiedad y posesión (primera y verdadera, cabe decir) para sustituirla por otra u otras de carácter más abstracto y general que sean compartidas y apoyadas por alguien más que el propio litigante; por el concierto de las naciones, para los españoles; para los británicos, por los habitantes del Peñón. Así, el simple "esto es mío y no hay más que hablar", que implicita la amenaza del posible uso de la fuerza para defenderlo o recuperarlo, es sustituido por el "esto no puede seguir así, pues de acuerdo con...", que conduce inexorablemente a la negociación y, en cierto modo, al olvido o disimulo de la primera, simple y nula declaración de posesión y propiedad, hipócritamente disimulada con un derecho más altruista y universal. Pero, que yo sepa, ni el Gobierno británico piensa cuidarse del futuro estado político de esa otra minúscula colonia situada en el bajo vientre del continente asiático y que pronto cederá a la República Popular China -Estado que, sin duda, debe ofrecerle menos garantías democráticas que la España de hoy- ni el Gobierno español está dispuesto a romper su lanza por la erradicación de los últimos vestigios del colonialismo en el continente africano.

Dejando de lado los intereses geopolíticos (y cuya influencia en el litigio es, según los expertos, menor cada día), las razones que verdaderamente mueven a la opinión entran en el terreno de los sentimientos: de vergüenza para los españoles y de orgullo para los británicos. Sin embargo, se trata en ambos casos de sentimientos que muy pocos han sentido en su carne, pero que en verdad todos han recibido con su pésima educación primaria, con los primeros rudimentos de geografía e historia. Me parece que no hay necesidad de remitirse a los principios elementales de la psicología para establecer una diferencia entre el sentimiento vivido y el heredado, pero el hecho que me importa señalar no se referirá ni a su cualidad ni a su intensidad, sino a su génesis, pues así como el primero nace en el yo, el segundo se ha engendrado en otro, que lo infunde y transmite con arreglo a las leyes de todas las herencias, tanto jurídicas como biológicas. El sentimiento heredado puede ser tan intenso o más que el experimentado, pero no por eso deja de ser distinto. Entre otras cosas, se aloja más en la voluntad que en la sensibilidad, y, por consiguiente, apela a aquélla antes que a ésta. Así se explica que españoles e ingleses abriguen sentimientos muy intensos respecto a Gibraltar, aun cuando nunca hayan visto ondear la Union Jack junto a la verja; y al respecto, no puedo por menos de señalar que, por lo poco que he visto, los sentimientos de los españoles que viven Gibraltar y a diario sienten la presencia británica en el Peñón son mucho menos patrioteros que los de quienes reclaman su vuelta a la soberanía española desde una poltrona o una tribuna, sin tomarse la molestia de viajar allá para sentir en su carne el tan cacareado ultraje. Se dirá que buen número de llanitos, dependientes de la economía local, no son capaces de sublimar sus sentimientos para alcanzar las necesarias cimas para pensar en la patria, pero nada más fácil que replicar con la inversa: muy bonito hablar de los sacrificios del patriotismo cuando no afectan a la propia pitanza. Prejuicio es la palabra que conviene para definir la actitud de españoles e ingleses respecto a Gibraltar. Si el niño español es educado desde la primaria como heredero de ese ultraje -para limpiar el cual no hay otra solución que la lucha-, el inglés será acostumbrado a considerar el Peñón como el símbolo del honor, valor, gloria y robustez -"as firms the Rock", dicen en las islas de su patria. Pero si unos renuncian a la lucha para recuperarlo, ¿qué sentido tiene señalarlo como una ofensa que no remitirá? Y si los otros, un día u otro, han de replegarse de su bastión, ¿para qué designarlo como emblema de su tenacidad? Se diría que son ganas de molestar, de poner las cosas difíciles, de legar a la posteridad la damnosa hereditas. Prejuicio imborrable que sin duda llevarán consigo, colocado detrás de su formación política, pero a resguardo de ella, los negociadores que se han de sentar a una mesa en Ginebra para discutir el futuro de Gibraltar. Cabe imaginar que las cosas hoy fueran de otra manera, tras casi tres siglos de tiempo para la cicatrización; cabe imaginar que el mismo día en que los gobernantes de ambos países comprendieran la necesidad de renunciar a la lucha para resolver el litigio cursaran a los responsables órdenes de suspender una educación que inocula unos resentimientos que sólo con la lucha tienen una salida honorable, distinta del olvido; cabe pensar en una actitud oficial que no hubiera quedado determinada por el heredado malestar provocado por el tratado de Utrecht; que pasados los años, y cicatrizada la herida del despojo, el educador señalara al Peñón como "el último vestigio del régimen colonial", pero con un énfasis muy distinto al actual; casi con regocijo; como una fortuna que sólo España tiene en el continente europeo; como un motivo más de atracción; como una curiosidad que hace de España una nación diferente; como un anacronismo digno de ser acotado, conservado y visitado -como los monjes del monte Athos; como las comunidades de Ephrata, en Pensilvania; como las reservas indias-, donde vive una disparatada colonia de la corona británica que se alimenta del pasado y conserva sus cañones, sus casacas rojas y su palacio del gobernador; donde el bobby habla con asento andalú. Quién sabe si ante una actitud oficial más humoresque, y una vez amortizado el valor estratégico de la base, la Gran Bretaña, tan pagada siempre de su estampa en ultramar, se hubiera visto obligada a suavizar el régimen de la colonia, a fin de evitar el ridículo. Pero ya desde los Austrias la actitud oficial del Estado español nunca supo ser risueña.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_