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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Aguas subterráneas

NADA MÁS aprobado por el Consejo de Ministros el proyecto de ley de aguas, medios próximos a Alianza Popular y a la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) han colocado en la picota el texto de su articulado por presunta inconstitucionalidad. Resulta preocupante que la oposición conservadora, respaldada en este caso por la patronal, extreme sus escrúpulos jurídicos tan sólo a la hora de descalificar la legislación socialista de carácter moderadamente reformista (culpable de lesionar intereses corporativos, de controlar las subvenciones estatales a colegios privados o de despenalizar parcialmente el aborto), mientras aplaude con entusiasmo la ley antiterrorista, cuyo recurso de inconstitucionalidad se halla ahora en manos del Defensor del Pueblo. En esta ocasión, se culpa al proyecto de ley de una supuesta expropiación sin indemnización de las aguas subterráneas y de una posible vulneración de las competencias sobre las aguas de las comunidades autónomas.No deja de resultar paradójico que los medios conservadores cuelguen sobre el proyecto de ley socialista el sambenito de cercenar los estatutos de autonomía. Porque el preámbulo de la futura norma justifica parcialmente la sustitución de la ley de Aguas -de 1879 -"modelo en su género y en su tiempo"- por la necesidad de dar respuesta a los requerimientos de la nueva distríbucíón territorial del poder dibujada en el Estado de las autonomías. El título VIII de la Constitución, cuya ambigua redacción dará trabajo al Tribunal Constitucional durante muchos años, distribuye entre la Administración central y las comunidades autónomas, de manera no demasiado precisa, las competencias sobre las aguas. La circunstancia de que los diferentes estatutos de autonomía en vigor no coincidan siempre en el tratamiento dado a las competencias propias añade todavía más confusión a ese laxo deslinde de atribuciones. En cualquier caso, los redactores del proyecto de ley, que se ocupa del dominio público hidráulico y del ejercicio de las competencias exclusivas del Estado, han sido conscientes de esos delicados problemas. Según fuentes oficiales, el Ejecutivo habría consensuado además el proyecto con la gran mayoría de los Gobiernos de las comunidades autónomas, incluida la Generalitat de Cataluña.

El fervor autonomista de Alianza Popular y de la CEOE a propósito del régimen de las aguas no deja, por otra parte, de resultar sospechoso, al menos si se lo compara con otros pronunciamientos de la derecha sobre la nueva distribución territorial del poder. Aparte de las ganas de enredar, la madre del cordero de esa extemporánea protesta no es otra que la declaración del proyecto según la cual las aguas subterráneas fluyentes, integradas con las aguas continentales superficiales en el mismo ciclo hidrológico, forman parte del dominio público y de un recurso unitario subordinado al interés general.

Resulta bastante dificil negar la identidad de naturaleza y función de las aguas subterráneas y de las aguas superficiales. Aunque la ley de 1879 se adelantara a su época al incorporar las corrientes superficiales al dominio público, los tiempos no estaban todavía maduros para extraer de esa premisa sus últimas consecuencias lógicas, esto es, la aplicación a las aguas subterráneas del mismo régimen jurídico. Aun así, la norma de 1879, tan admirable por su técnica jurídica y por su castellano como otras leyes promulgadas durante la primera etapa de la Restauración, permitió al Estado resolver buena parte de los problemas planteados por la distribución irregular de ese recurso básico y escaso. La creación en 1926, por Guadalhorce y Lorenzo Pardo, de las confederaciones hidrográficas facilitaría después una concepción unitaria de la gestión, una máxima descentralización y una participación efectiva de los usuarios. Pero, agotadas ya las potencialidades de la ley de 1879 como consecuencia de las transformaciones sociales y económicas producidas a lo largo de un siglo, se precisaba otro marco normativo más amplio, capaz de llevar adelante el nuevo desarrollo hidráulico que las demandas crecientes de la agricultura, la industria y el crecimiento de la población exigen.

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La declaración de las aguas subterráneas como dominio público, afirmación indiscutible desde criterios científicos, resultaba imprescindible para la planificación hidrológica que ese nuevo desarrollo requiere. El proyecto de ley, por lo demás, es sumamente respetuoso con los derechos adquiridos por los particulares sobre las aguas subterráneas alumbradas en sus tierras al amparo de la ley de 1879. Las disposiciones transitorias conceden a los titulares de algún derecho sobre aguas privadas un régimen de utilización temporal de 50 años.

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