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Qué significa (querer) ser académico

La actitud, justificada aun cuando, a mi entender, un tanto desorientada de Julio Caro Baroja ante el desaire que le ha hecho la Academia, el artículo, crispado, de Juan Benet, el defensivo de Gonzalo Torrente y tal vez otros que yo no haya visto, han traído a la Academia, de por sí obsolescente, a una relativa actualidad. Por otra parte, acabo de leer en pruebas paginadas la presentación por su compilador de un librito mío de ensayos, presentación en la cual, tras unas observaciones mías sobre la palabra talante, se reproducen estas otras, publicadas por primera vez hace 10 años: "No estoy presentando mi candidatura a tal establishment (la Academia). Hace algunos años tal vez habría caído en la trampa. Ahora es ya demasiado tarde para que me interese semejante consagración". Lo uno y lo otro, la pequeña movida acaecida y la relectura de unas palabras casi olvidadas, me han determinado a reflexionar sobre este tema, diríamos, para exagerar, que de filosofía segunda y no primera, no sobre el ser en cuanto tal, sino sobre el ser académico, y sobre el tema de ética, no del honor, sino de la voluntad de honores, o del querer ser académico.

Y voy a tomar como punto de partida, para discrepar de ella, la afirmación de Francisco Umbral, de hace unos pocos días, según la cual los hombres de letras se dividirían en dos clases: "los que han entrado en la Academia y los que quieren entrar". No, la división es más profunda, aunque sin duda exista la subclase de quienes ansían entrar en la Academia y no lo consiguen. Independientemente del mérito literario (o de la valía en el cultivo de las humanidades o las ciencias humanas), hay los que sirven y los que no sirven para académicos. (Y, entre unos y otros, aquellos que, como es el caso de Caro Baroja o de Juan Benet, pueden desempeñar ese puesto sin que les acabe de sentar bien; o aquellos otros, como Umbral, que tendrían que cambiar, y tal vez estén dispuestos a hacerlo, si de verdad quieren entrar en la Academia.)

Independientemente, pues, repito, de su mérito o valía, ¿quiénes sirven? Por de pronto, sin plantear problema alguno, los eruditos. También, inmediatamente detrás, los hombres de letras, los escritores puros, los écrivains: poetas, prosadores, novelistas. Tras ellos, los autores teatrales. En seguida, los grandes metafísicos. Don José Ortega y Gasset no, porque se rebajaría poniéndose inter pares y porque ya dirigía su propia y más alta academia de la Revista de Occidente. Xavier Zubiri habría podido ser un excelente académico porque por importante que fuera lo que decía, eso no incomodaba a nadie; pero se lo impidió la laudable e irreductible independencia de su carácter, muy de amistad pero muy poco de tertulia, y eso, tertulia erudita, es, en fin de cuentas, la Academia.

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¿Y quiénes no sirven para académicos? Grave error sería pensar que, en general, no sirven los écrivants, según la terminología de Roland Barthes, es decir, aquellos escritores en los cuales es más importante lo que dicen que cómo lo dicen. Acabamos de entrever que no. Si lo dicen, en tanto que intelectuales orgánicos del régimen culturalmente establecido, que casi siempre, pero no siempre, coincide con el régimen del momento -pensemos en la República-, por supuesto que sí, y tal fue el caso paradigmático de José María Pemán. E incluso si lo que dicen no tiene por qué incomodar necesariamente, como es el caso de Caro Baroja, y en tanto que ejerce como écrivant, el de Benet, valen para la Academia (y si se arman de paciencia acabarán entrando en ella).

¿Quiénes son, entonces, los que de ninguna manera sirven para académicos? Por supuesto, los intelectuales orgánicos del PC, y sobre esto no es menester gastar muchas palabras. (Sí algunas: la actitud de Alberti con respecto a la Academia es curiosa: renuncia de antemano a ella, ¿por su alegada carencia de erudición académica, porque sabe que nunca obtendría la mayoría para ser elegido o porque teme que, por académico o por demasiado viejo, ya, de espíritu -lo que no es, felizmente, su caso- dejaría o habría dejado de ser quien fue, quien es?

No valen tampoco para académicos, y es este sector el más interesante para el deslinde, los que yo he llamado intelectuales inorgánicos o simplemente intelectuales, es decir, los que se comprometen políticamente, pero de modo por completo independiente; aquellos que, como suele decirse, no se casan con nadie y, al modo de Unamuno, están siempre prestos a escribir "contra esto y aquello". Es decir, en suma, los que son incómodos. ¿Quién ve a Agustín García Calvo, a Rafael Sánchez Ferlosio, a Fernando Savater -si, como espero, su evolución no se convierte en involución- o a mí mismo como académicos?

Regla de oro, pues, para todo aspirante a la Academia: no ser incómodo. Pero, entiéndase bien, no es óbice, antes al contrario, es positivo haber sido incómodo. Tan bueno como haber sido siempre de derechas, y en ciertos casos mejor, es ser converso de la izquierda, o incluso ser aún de izquierda, pero nominal, inoperantemente, en hibernación; haber sido exiliado y republicano, ser ecléctico, escribir, sí, en EL PAIS (no, claro está, en Liberación), pero asimismo en Abc, haber escrito Hijos de la ira, pero no ser poseído por ninguna rabia política (sólo por perdonables rabietas), haberse ido, con los años, conformando a todo, haber entrado dans l'ordre y estar ya maduro para ingresar en la cultura museal. En otra ocasión he escrito que el poder político, independientemente de que, como dijo lord Acton, corrompa, envejece. Pues bien, es de agregar ahora que la Academia, independientemente de la edad, más bien avan-

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zada, a la que se ingresa, envejece a quien ha entrado en ella. A cambio de eso, de puertas adentro proporciona culta tertulia y hacia afuera otorga -cada vez menos, ay- el placer de figurar. La Academia forma parte de¡ stablishment, sin duda, pero ¿qué significa eso? No sé si Torrente cayó en la cuenta del juego de palabras implícito en el título de su artículo El poder y la Real Academia: ¿es la Academia un poder? En el sentido de autoridad intelectual, cada vez menos. Ésta se posee por unos académicos, y no por otros y, por supuesto, también no siendo académico. ¿Y en el sentido de poder propiamente dicho? Salvando las enormes distancias, creo que el poder político y el poder académico españoles se asemejan en que son, y cada vez más reducidamente, mini-poderes. El poder político únicamente para andar por casa, no hacia el exterior, y aun en el interior, muy poco con respecto a la banca y la gran empresa o el Ejército. Sí, en ese modesto sentido probablemente existe un mini-poder intraacadémico, con sus lobbies o camarillas y sus mandarines.

Tiene razón Torrente en que sería malo que el Estado nombrara a los académicos. Pero ¿cree que el actual sistema de cooptación está siendo mejor? La independencia de la Academia con respecto al Estado está bien, pero ¿cabe decir lo mismo de la independencia de que hace gala la Academia con respecto a las valoraciones de la sociedad, de la sociedad literaria, de la república o "cosa pública" de las letras? En fin, seamos realistas y pidamos, como broma, lo posible: que en sustitución del sistema de cooptación a cada académico se le conceda el derecho, consultado, sí, para no romper la armonía de la tertulia, de legar su sillón. Con estos tiempos de neoconservadurismo, como dicen, se compadecería bien una Academia hereditaria.

Coda: espero que estas reflexiones se tomen como propias de un vieux terrible, que es lo que a mí me gustaría ser, aunque quede siempre lejos de conseguirlo.

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