La generación de los cincuenta
Allá por los años cincuenta coincidimos en la facultad de Filosofía y Letras de Madrid Ignacio Aldecoa, que venía de Salamanca; Carmen Martín Gaite; Sánchez Ferlosio, que llegaba, si no recuerdo mal, de intentar el ingreso en Arquitectura, y Alfonso Sastre, entre otros.La universidad de entonces, como es fácil de imaginar, se parecía poco a la de ahora. Aún cursaban estudios promociones anteriores a la guerra. Se hablaba poco de política, y aunque la había, no se hacía notar demasiado. Lo que para nosotros supuso intentamos valorarlo Ignacio y yo en largas, vagas y bizantinas charlas. La verdad es que allí comenzamos a influir unos en otros, si no en nuestras obras, que por entonces intentábamos poner en pie, sí al menos en nuestro afán por conseguir un puesto en la literatura del país, que tan ajeno parecía.
En lo que siempre estuvimos de acuerdo fue en que sin pasar por ella, sin poner en marcha aquel teatro que fundamos, sin aquellas primeras lecturas, aquellas vueltas al atardecer y el recuerdo de algunos profesores, de Emilio García Gómez, Manuel Terán o Santiago Montero Díaz o Rafael Lapesa, no seríamos lo que fuimos luego.
Estudiábamos mal, sin verdadero interés. Cierto día, y con gran esfuerzo por mi parte, dejé la facultad. Sólo al cabo del tiempo volvimos a encontrarnos de nuevo en el café Gijón. Por entonces, Antonio Rodríguez Moñino acababa de sacar a la luz Revista Española, y allí acabamos colaborando todos. Tal empeño duró poco, como era de rigor entonces, pero sirvió para dar cierta unidad a nuestra generación. Era la época de la aparición de nuestros primeros libros, cuando los editores se resistían a publicar novelas de autores jóvenes españoles, hasta que al fin se decidieron, arropándolos con el complicado mecanismo de los premios. Por entonces también comenzó a hablarse de lo que algunos se empeñaron en llamar realismo social, y otros, más vagamente, realismo objetivo. Cualquier palabra poco usual arrastraba tras de sí la etiqueta de tremendismo, y todo personaje de baja condición se suponía que escondía un peligroso mensaje entre líneas. Por entonces, Goytisolo se marchaba a París, y en España se comenzaba a hablar de Hemingway y Faulkner. Azorín escribía sobre cine, y Pío Baroja vivía envuelto en su m anta, recibiendo visitas a solas, pensando quizá en aquel último y definitivo paseo al cementerio civil donde reposa.
Ser joven era un grave problema. Suponía sobre todo esperar, cuestión que sólo el tiempo era capaz de solventar y que nosotros tratábamos de olvidar a nuestro modo: con charlas de café, vagabundeo por Madrid al anochecer y recalada final en la casa de Ignacio Aldecoa.
A la salida, de madrugada, el frío del Manzanares atenazaba la garganta, en tanto el cielo se iba aclarando poco a poco. Una parte de mi vida está allí. Allí fueron naciendo nuestros libros, hasta que un día, los años del río se acabaron, en parte porque Ignacio se mudó más al centro de Madrid y porque cada cual siguió su vida a su manera. En lo que a mí respecta, el cine me sacó del café o los cafés, lanzándome por los caminos de una España de los años cincuenta, que comenzaba a alzarse desde maltrechas carreteras entre un afán de prosperar y de olvidar el pasado como fuera.
El cine me llevó hasta un país desconocido para mí, que muchas veces sirvió de tema a mis novelas.
"Lo social" se hallaba presente en la vida y en las artes, y en cuanto al también famoso objetivismo, más que recurso literario vino a suponer sólo un remedio un tanto infantil para salvar la censura poniendo en boca de los personajes las opiniones del autor. La objetividad no existe, por mucho que se diga. Ser objetivo ya supone no serlo, y los autores que se lo proponen se hallan en sus relatos tan omnipresentes como quien toma la palabra para opinar, definir o narrar. Los premios literarios siempre existieron, pero, tal como hoy los conocemos, fueron resucitados por los editores para llamar la atención sobre sus libros. A cambio de cierta cantidad se descubría
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La generación de los cincuenta
Viene de la página 9un nombre que unas veces seguía adelante y otras quedaba en nada, según su vocación o éxito. Tal fórmula acabó perdiendo efectividad por exceso, pero aún hoy, oficiales o particulares, vienen a ser uno de los pocos modos, si no de consagrarse, al menos de darse a conocer, lo que no es poco en nuestro mundo literario. A fin de cuentas, y por tales razones, el mismo Cervantes se presentó a uno de ellos.
"La libertad", afirmaba, "es la única cosa por la que se puede y debe dar la vida". No es raro que nuestro primer escritor soñara con una edad dorada y sin cadenas para la palabra, pues ésta, si no es libre, sólo supone, la mayoría de las veces, vaga sombra cuando no simple artificio, y, sin embargo, quiérase o no, en uno y otro siglo, censura y autocensura, literatura y vida han seguido caminos paralelos. En lo que se refiere al amor entre mujeres, por ejemplo, nuestra historia, como se sabe, es más que discreta, muda, mucho más que en el amor entre hombres, perseguido, pero reconocido al fin y castigado, en general, cuando podía demostrarse.
Las cuestiones del sexo, como el desnudo en la pintura, siempre fueron tocados muy de tarde en tarde por los autores de nuestro Siglo de Oro, y aun cuando lo hicieron, tal como le sucedió a Cervantes, unas veces optaron por pasar de largo y otras por autocensurarse.
Américo Castro hacía ver las precauciones y habilidades de las que el autor de El Quijote se servía para enmascarar su pensamiento mucho más a menudo de lo que suponemos, así como el mismo Quevedo en sus famosos Sueños, justificados como locuras de juventud. En su afán de quedar a bien con los censores, echa la culpa hasta a los impresores.
Si esto era así en aquel tiempo cuando se rozaban temas tradicionales, es fácil suponer lo que sucedería con los no ortodoxos. Sobre ellos, ni la novela ni el teatro cuentan gran cosa, y, sin embargo, debieron de llenar muchas horas, tal como cuenta Madame d'Alnoy en su famoso viaje por España. Mediados los años sesenta, la novela sufrió una transformación radical.
Dejó de ser considerada como la explicación de una metafísica y una moral. Si antes -según explica Alberes- representaba una forma de sentir y describir, ya no volvió a estudiar la condición humana, sino las distintas imágenes que el hombre se forma de sí mismo. No planteaba problemas éticos, sino de estética y de óptica. Hoy, en cambio, parece orientarse, como todo el arte, hacia un moderno realismo. En lo que a mí se refiere, de cuando en cuando echo una mirada atrás, hacia las raíces de nuestra historia, pues la inventada ayuda muchas veces a comprender mejor la general y verdadera. Dice Faulkner que la finalidad de todo artista es detener el movimiento de la vida, de suerte que 100 años después, cuando un extraño la contemple, vuelva a ponerse en movimiento en virtud de que es vida precisamente. Y puesto que el hombre es mortal -añade-, la única inmortalidad a su alcance es dejar tras de sí algo que sea inmortal, porque siempre será capaz de moverse. Es la forma que tiene el escritor de decir: "Yo estuve aquí".
Narrar, contar esas historias, interpretar la vida en torno a tratar de buscarle algún sentido es lo que yo he intentado a lo largo de 20 libros. He escrito y escribo para volver a vivir de algún modo ciertos años, para sobrevivir, para fijar ese curso o movimiento de la vida que puso en pie mi generación allá por los años cincuenta.
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