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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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El levantamiento del islam

En un mapa polar puede trazarse una curva -como un alfanje, como un creciente- desde el Sáhara a Pakistán: una ancha franja desflecada en torno a un segmento del Trópico de Cáncer. Es el mundo islámico en el que viven -guerrean, se revuelven, claman- 500 o 600 millones de personas (los censos reales son imposibles). Parece el residuo de lo que fue la civilización más importante de la Edad Media, pero la realidad es que es algo en crecimiento continuo, no sólo por su fuerte demografía (religión y sociedad natalistas: la poligamia tiene ese sentido), sino también por un proselitismo continuo que sigue penetrando lentamente en Asia -hasta Indonesia- y en el África negra. Una cuarta parte de la población de China es musulmana, y un 10% de la soviética; hay unos 15 millones en Europa y un millón en América.Los países en que son mayoría (35) son los más pobres del mundo; donde son minoría están perseguidos y explotados. Pero desde hace años presentan combate: se está produciendo un fenómeno que se ha llamado de reislamización. Un intento de reconstruir la grandeza del islam. Una reacción de carácter histórico, que algunos atribuyen al palestinismo: la destrucción de una parte de este mundo islámico produjo una humillación del todo; la resistencia palestina es ejemplar.

El sentido de unidad islámica no es fácil de comprender cuando se ve la diseminación en tribus, etnias y sectas a que se ha reducido su historia. Los nuevos teólogos -la vanguardia de la reacción- definen la situación actual con la palabra yahiliya, la que servía para describir la sociedad antes de Mahoma. Un caos del que hay que salir. Pero en el islam, el sentido de nación es distinto de como lo empleamos en otras civilizaciones: la nación es el islam. Edmond Rabbath, en 1958, describía así el unitarismo islámico: "Un potencial de unión elevado hasta la fusión. Un carácter de uniformidad, más exactamente de homogeneidad, social y moral, que lleva aún en todo el mundo una marca de nacimiento. La unicidad resplandece en todas sus manifestaciones, en la imagen de un universo, quizá concentracionario, pero cargado de un sentido espiritual. El ser se sumerge en él, se moldea y resucita bajo la forma irreductible, definitiva, completa del hombre musulmán, inquebrantable en su fe, insensible a los antagonismos de clase, subyugado por el sentimiento de la superioridad moral que le confiere su pertenencia al cuerpo único y privilegiado del islam". En un texto de 1936 que el jeque H21ssan al Banna envió al rey Faruk de Egipto explicaba la doctrina: "La patria, según la concepción islámica, es, en lo inmediato, el país de origen; engloba, en segundo lugar, a los otros países musulmanes; en tercer lugar, se extiende al territorio del primer imperio musulmán; finalmente, la patria del musulmán englobará al mundo entero. Al hacerlo así, el islam habrá adaptado el sentimiento nacional particular al sentimiento nacional en un plano general, para la mayor ventura de la humanidad". Es básico: el jeque fue fundador de los Hermanos Musulmanes en 1928; sus descendientes asesinaron, el 6 de octubre de 1981, al lejano sucesor de Faruk, Anuar el Sadat. Un grupo que llevaba ef nombre de Al Yihad, que reaparece continuamente solo o con otras calificaciones. La palabra yihad es una clave; se suele traducir como guerra santa, pero tiene algo más profundo.

El desgaste de una palabra

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La traducción directa de yihad es esfuerzo. Es el esfuerzo máximo que un musulmán debe hacer para defender su religión (patria). Palabra del Profeta. Los reformistas la entienden como una expansión pacífica; los moderados, como una guerra legal defensiva; los extremistas actúan. En marzo de 1959, Gamal Abdel Nasser, opuesto a Irak, convocó o propició un congreso islámico para que declarase un yihad anticomunista; el FLN argelino clamaba continuamente por la guerra santa contra Francia. Utilizada por ulemas, generales y políticos, la palabra se ha ido desprestigiando. Se han perdido guerras hechas en su nombre, como las que tuvieron por enemigo a Israel. Pero para esta situación, el Consejo Islámico ha tenido siempre una explicación: "Un ejército musulmán vencerá si combate el verdadero combate de Dios. Si pierde es porque sus motivos no eran puros".

Entre el pueblo conserva toda su fuerza. En estos días el sentido de guerra santa, el de yihad, tiene aspectos concretos: el esfuerzo de Jomeini, la causa de los palestinos. Se podrá encontrar toda clase de razones políticas, manejos o manipulaciones en el cerco y expulsión de Arafat y sus milicianos de Líbano; serían inútiles sin la realidad de que una gran masa musulmana cree que Arafat ha traicionado al no continuar el máximo esfuerzo. Las razones de las graves revueltas en Marruecos de hace unos días están directamente en una pauperización de la población, pero su coincidencia con la presencia de Arafat en Casablanca como vicepresidente de una confederación islámica tiene una gran relación con la pérdida de prestigio -de irradiación religiosa, de baraka o de gracia- del rey Hassan II. En Casablanca se rehuyó el yihad, se incorporó a Egipto (donde Mubarak vive en perpetua amenaza), se burló el esfuerzo del pueblo islámico. El hambre y la guerra del Sáhara ya no tienen excusas.

La reislamización se manifestó sobre todo contra los propios dirigentes de los países islámicos, y cuando éstos pretendieron alcanzar la fuerza y la reconstrucción nacional por la occidentalización y combinarla con las nociones de atraso y progreso. Tal vez el primer intento serio fue el de Mustafá Kernal Pachá, que abandonó su título despótico, pachá, para convertirse en Ataturk, o padre de los turcos; prohibió todas las prácticas religiosas y sus reflejos sociales: el velo, la chilaba, la fiesta del viernes, el ayuno de Ramadán y el alfabeto árabe, y Turquía no se ha repuesto nunca de ese destrozo. Otros han sido más moderados, o más temerosos de la cólera popular. El sultán Sidi Mohamed de Maruecos abandonó también el título ancestral y se convirtió en Mohamed V, rey constitucional y hereditario. Burguiba abolió la religión de Estado y emprendió curiosas reformas: en Túnez, el mes de Ramadán ya no comienza cuando los adules atisban la aparición de la Luna (la noche de la duda), sino cuando los cálculos astronómicos señalan con certidumbre la nueva fase. Más aún, trató de abolir el ayuno, con la idea de que debilitaba a la nación y la impedía el esfuerzo, y el sacrificio de corderos porque diezmaba la cabaña. Nasser, a pesar de sus invocaciones a la guerra santa y sus plegarias en La Meca, era un occidentalista que mandó matar al jeque Hassan al Banna en 1949, degolló a los Hermanos Musulmanes en 1954 y asesinó al teórico Sayid Qutb en 1966.

Sin embargo, la occidentalización fue un gran sobresalto de esperanza en las independencias y las promesas de ayuda, y Nasser fue una figura profética dentro de la parte árabe del mundo islámico. Después de su muerte se extendió el desapego -el desencanto- y la sensación de fraude, un sentimiento global de desastre del Tercer Mundo después del alba frustrada de Bandung. No solamente nadie ha salido de su miseria -el petróleo ha favorecido a unos cuantos, pero ha empobrecido a otros, a los mismos países islámicos que no lo tienen-, sino que cualquier intento de modernización por la vía occidental -ha sido inútil. Los integristas, o fundamentalistas, o reislamizadores han apoyado sus razones antiguas en elpalestinismo, que comienza sobre todo a partir de la llamada guerra de los seis días, que en realidad fueron cuatro, del 5 al 8 de junio de 1967. Israel venció a Egipto, Jordania, Líbano, Irak y Siria; se quedó con la península del Sinaí, el golfo de Akaba, Jerusalén, la banda de Gaza... La crisis moral fue profunda. Los teólogos justificaban a Dios: la culpa iba a caer sobre los gobernantes, los que habían depurado sus pueblos y sus movimientos islámicos, sus ejércitos, su fe y se habían entregado a Occidente. De todo este esfuerzo perdido quedó en pie la resistencia palestina. Las guerrillas no cesaron nunca, el terrorismo tampoco, ni los ataques esporádicos a Israel desde los otros territorios; los palestinos mantenían su causa en el mundo entero, de Munich a Roma, París o Atenas.

El ejemplo de Jomeini

Se tiene por seguro que la derrota moral dé Alemania en 1918 produjo a Hitler en 1933. La derrota moral del islam en 1967 produjo a Jomeini en 1979 (Hitler fue uno entre muchos postulantes; Jomeini, uno entre muchos profetas). Jamás hay que despreciar circunstancias locales, pero hay un calco posible de las de Irán con la generalidad islámica. Chad se occidentalizaba, las riquezas enormes del país estaban explotadas por otros, la pobreza y la humillación se extendían y se aislaba al pueblo de la nación islámica. Aparte de la inspiración directa de Dios. a la que siempre alude, Jomeini podía tener muy bien aprendida la de los Hermanos Musulmanes. Su reislamización es absoluta. Esta vez el yihad es más seguro: ganó una revolución imposible -de pechos descubiertos frente a cañones con el alza a cero-, devoró a los hijos de esa revolución que parecían como heterodoxos, sobrevivió a todos los atentados, vio destruirse a los comandos del pobre Carter, cambió de signo la guerra de Irak. El retrato de Jomeini está, expuesto u oculto, en hogares islámicos desde Dakar a Yakarta, y su voz se distribuye en casetes que pasan por encima del analfabetismo y de las censuras.

Los Hermanos Musulmanes (cualquiera que pueda ser su nombre local, o sus siglas, o su acepción) pueden hoy disparar contra los traidores en cualquier ciudad europea o lanzar una operación suicida contra los marines de Beirut. Se les ha visto invadir La Meca en 1979, matar a Sadat en 1981, provocar asaltos y manifestaciones en Kuwait en 1983, predicar en las mezquitas todos los viernes. Ganan adeptos. Pueden ver un mismo enemigo en Hassan II o en Gadafi, en Assad o en Fahd; ninguno de ellos representa claramente la ley coránica, y los integristas pretenden que los asuntos de este mundo dependan, como los del otro, de un Dios único, y los gobernantes no pueden ser más que sus jalifas o delegados. Jamás tiranos. Para lo cual hay que partir de la contracción dialéctica de que Jomeini no es un tirano, sino un ejecutor de los designios de Dios.

Vuelta a los viejos hábitos

En cualquier país musulmán, pero más ostensiblemente en Egipto, es posible ver la reislamización de la juventud. Los estudiantes, y las mujeres que comenzaron viendo como una liberación el feminismo de Occidente, han vuelto a los antiguos hábitos: a la chilaba, a la barba en los hombres y el velo en la mujer, al turbante. Se ha perdido la moda de hablar en inglés o en francés; se vuelve al árabe clásico, al del Corán.

Los extremistas ven en este cambio de costumbres un reformismo satisfactorio, pero insuficiente. La rama moderada de los fundamentalistas (Tílsimani, que predica en Egipto; Aderramán Jalifa y Yusuf al Azin, en Jordania; Isam al Atar, en Siria ... ) mantiene que este cambio veloz de aceptación del islam será suficiente, y que el yihad consiste en esta. expansión natural de la única religión verdadera y en la conversión de los grandes dirigentes. Los otros, proclaman la guerra santa. No son ramas enemigas. En un lenguaje occidental se diría que unos son los teóricos, los legales, y los otros, el brazo armado, los clandestinos. El gran pueblo unifica estas tendencias en una sola, y reverencia simultáneamente a unos y otros. A veces, en situaciones agudas, se producen divisiones sangrientas como la actual de los palestinos.

Devoción y populismo

Algunos textos antiguos parecen esclarecer la situación de ahora. Jacques Berque, arabista francés, escribía en 1959 (Les arabes) que el movimiento de los Hermanos Musulmanes tenía "un carácter al mismo tiempo devoto y populista"; el iraquí Al Wardi, que "las disputas de chiitas contra sunitas, innovación contra, conservadurismo, sinceridad contra hipocresía, no representan más que una unidad".

Este espíritu señalado hace un cuarto de siglo es el que parece renacer hoy. Probablemente es una idea demasiado reduccionista. Hay menos identidades entre el musulmán del África negra:

-perseguido y aislado por los animistas, los ateos o los dirigentes de procedencia cristiana- y el afgano que se enfenta contra el Gobierno comunista sostenido por la URSS de las que estos textos parecen indicar, pero existe el mismo soplo y las mismas reivindicaciones. También hay menos diferencias entre sunitas y chiitas, entre drusos y malekitas de lo que la finura de las cancillerías occidentales trata de suponer. Algunas de las viejas disputas teológicas o de situación histórica se han perdido con el tiempo. El unitarismo se lo ha hecho el enemigo.

Todo este gran arco islámico está sometido a una crisis violenta en estos momentos. La nación islámica está despedazada: el extremo occidental vive la guerra fratricida entre marroquíes y saharauis, y el oriental, la invasión de Afganistán y la dictadura de Pakistán; entre esos dos puntos, el destrozo de Líbano, la guerra de Chad, la crispación libia, las represiones en Siria, la dictadura en Turquía, las matanzas de Sabra y Chatila. Desde dentro del islam todo este gran arco se ve como una sola disputa entre el islam y sus viejos y perennes explotadores. Cualquier estudiante cairota o rabatí desdeñará la simple explicación de que Afganistán fue invadido por la URSS como parte de la lucha contra Estados Unidos y para salvaguardar sus fronteras de Pakistán; lo que la URSS pretende, según esta óptica, es cerrar el paso al integrismo musulmán que pasa por encima de sus fronteras. Nadie ignora el nombre del sultán Galiev, marxista y musulmán, que trató de impedir "que los rusos monopolizasen la revolución", que fundó una república islámica en el Ural en 1918 y que fue finalmente fusilado por Stalin en 1937. Se tiene la seguridad de que Zia Ul Haq mantiene la dictadura en Pakistán no en beneficio de Estados Unidos o de una concepción occidentalista del mundo, ni siquiera como una fortaleza anticomunista, sino para cortar el paso al integrismo musulmán que se desborda desde Irán. Como los militares turcos, empeñados en evitar una reislamización de la fe. Estados Unidos, la Unión Soviética, los aliados de esas naciones, las antiguas potencias colonialistas podrían no ser más que un sólo frente explotador, capaz de luchar únicamente por continuar su supervivencia a costa del mundo islámico.

Un contexto diferente

La mezcla de devoción y populismo no es desconocida en Europa. En el breve pero significativo ámbito polaco, devoción y populismo parecen unidos de la misma forma: como en el Ulster. Pero son movimientos cortos y aislados. En el mundo islámico, el contexto general es otro, por varias razones:

1. Por la creencia de que la ley coránica es universal y esencialmente política y social (el Corán es un textol lo suficientemente amplio y flexible, tiene una plasticidad tan grande que puede abrirse a numerosas interpretaciones locales).

2. Porque la situación de miseria es sensiblemente igual, y las zonas relativamente privilegiadas, con respecto a otras, no ofrecen mejoras reales.

3. Porque el comunismo ha fracasado en su ilusión redentora, exterminado, en un principio, por la misma devoción coránica; luego, por su incapacidad.

4. Porque Occidente aparece regularmente como explotador, y las últimas acciones, como las intervenciones europeas y la presencia naval y de desembarco de Estados Unidos, no han hecho más que confirmar esa idea.

5. Porque el triunfalismo de Jomeini, aunque asusta a las clases dirigentes, y con un sentido mayor de la libertad individual y colectiva, despierta en los parias la noción de que puede ser, de que una reintegración en el islam puede ser premiada con las únicas derrotas que,han sufrido los occidentales en los últimos tiempos.

6. Porque los gobernantes propios se han quemado y no han conseguido mejorar sus pueblos, han perdido las guerras, y las materias primas que han vendido no han proporcionado la riqueza colectiva.

El movimiento progresará si no se le aplican soluciones específicas. Los movimientos integristas y fundamentalistas no han tomado posesión de él, y el esfuerzo de unos gobernantes árabes consiste en secar la revolución; el de otros, en tratar de encabezarla. Este y Oeste se lo echan el uno al otro, le comunican sus propios miedos: lo multiplican. Israel, con su propio miedo y su arrogancia, lo azuza. Su misma magnitud mundial hace que la revolución colectiva sea imposible de manejar, pero la erupción continua le va alimentando.

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