La solidaridad ante la crisis y las prestaciones sociales
AUNQUE EN otros terrenos pueda existir cierto margen de duda acerca de las expectativas mayoritarias de los diez millones de españoles que votaron a Felipe González, no parece arriegado afirmar que la llegada de los socialistas al poder es aguardada por los desempleados, los jubilados, los minusválidos y los usuarios del seguro de enfermedad como el comienzo de un cambio sustancial de los poderes públicos respecto a las capas de la población con menores rentas y mayores dificultades para afrontar los embates de la crisis económica. La política económica del futuro Gobierno socialista está obligada, por supuesto, a adoptar las medidas de corto y medio plazo indispensables para frenar la inflación, relanzar la inversión privada, contener el déficit público, crear puestos de trabajo y equilibrar las cuentas exteriores. Sería inconcebible, sin embargo, que los responsables de esa estrategia, a quienes probablemente vincula con sus predecesores centristas una formación técnica y una experiencia profesional parecidas, ignoraran los compromisos políticos del programa del PSOE para mejorar e incrementar, en nombre de la solidaridad contra la crisis, las prestaciones colectivas en el terreno de la Sanidad y la Seguridad Social, necesariamente financiadas con fondos públicos. Es cierto que la satisfacción de esas de mandas tendrá como límite los recursos presupuestarios y que las pujas demagógicas orientadas a desbordar al Gobierno socialista por su izquierda tenderán a crear expectativas desmesuradas e imaginarias, a fin de erosionar el apoyo popular a los ganadores de las eleccíones. Pero una cosa sería que el futuro Gobiemo socialista hiciera esfuerzos pedagógicos para recordar las resistencias de una realidad dominada por la crisis mundial y para negar verosimilitud a las críticas ideologizadas de sus adversarios y otra muy distinta que los responsables de su política económica olvidaran que una de las señas de identidad del PSOE tendrá que ser, forzosamente, el intento de dar cumplimiento a la parte de su programa referido a la reforma de la Sanidad pública, al aumento de las jubilaciones, a la cobertura digna de los desempleados y a la protección de los sectores ínvoluntariamente marginales de la población. Durante el pasado verano, el PSOE realizó una encuesta para averiguar cuáles eran los problemas que más preocupaban a los españoles. Para sorpresa de muchos, los temas sanitarios figuraban en el primer lugar de la mayoría de las respuestas, claro indicio de las insatisfacciones y frustraciones de los ciudadanos por la insuficiente atención que les prestan unos servicios pagados, de una u otra forma, a costa de sus ingresos. A las extendidas quejas contra el mal funcionamiento genérico del seguro de enfermedad se añadió la indignación popular ante la incapacidad de nuestra sanidad para afrontar las consecuencias del envenenamiento masivo producido por la adulteración de aceites. Posiblemente el Gobierno todavía en funciones no llegó a valorar en todas sus dimensiones el deterioro que supuso para su prestigio el comportamiento con que los poderes públicos afrontaron la situación de emergencia creada por aquella catástrofe, que puso de relieve las debilidades y carencias del edificio entero de la sanidad española.La campaña electoral de los socialístas ha creado fuertes expectativas respecto a la voluntad del Gobierno de Felipe González para mejorar sustancialmente los servicios sanitarios y sentar las bases de una auténtica política nacional de salud pública. Numerosos son los renglones de ese programa mínimo de actuaciones: la racionalización de los conciertos entre la Seguridad Social y las instituciones privadas o los centros dependientes de la Administración Local; una política farmacéutica que reduzca el gasto de la Seguridad Social en medícamentos sin perjudicar su calidad; el impulso de la epidemiología y la medicina preventiva; la eliminación de las bolsas negras sanitarias en zonas atrasadas; la reforma de los ambulatorios y de los hospitales para mejorar sus prestaciones, etc. Ni que decir tiene que el futuro Gobierno socialista tendrá que enfrentarse, para realizar sus propósitos, con los poderosos intereses de la industria farmacéutica y con las resistencias corporativistas de aquellos sectores de la profesión médica que han patrimonializado, en beneficio propio, cargos y funciones pagados con dinero público. Como puso de relieve el enfrentamiento del doctor Rivera con la Diputación madrileña y su posterior -y provocadora- elección como presidente del Colegio Nacíonal de Médicos, la necesaria firmeza de la Administración para reformar la sanidad pública implica el riesgo, que no hay más remedío que afrontar, de suscitar desgradables respuestas político-gremíalistas de rechazo, alimentadas por el deseo de una minoría de conservar sus privilegios y susceptibles de ser manipuladas con propósitos desestabiuadores.
La firme voluntad política para realizar el cambio sanitario, pagando si es preciso los inevitables costes de un enfrentamiento con banderías corporativistas, tendrá -que establecer claramente la complementariedad entre la medicína pública y la medicina privada e impedir, al tiempo, la vampirización de los recursos presupuestarios por intereses particular¡ stas. El régimen de incompatibilidades permitirá, de añadidura, abrir el ejercicio de la medicina hospitalaria a miles de profesionales que están hoy en paro. Esas transformacíones, por lo demás, no tienen por qué disparar el déficit público, ya que la racionalización de los recursos permitiría una reconversión del sistema sanitario sin aumentos excesivos del gasto presupuestario.
Otros importantes aspectos del programa social del PSOE necesitarán, sin embargo, un aumento sustancial de asignaciones presupuestarias, que deberían ser compensadas, a fin de no producir efectos inflacionistas, con ahorros paralelos en otras áreas del gasto público. La disminucíón de la edad de jubilación incrementará. unas partidas de la Seguridad Social ya engrosadas por la promesa de actualizar periódicamente las pensiones y de elevar las prestaciones situadas hoy día en niveles inaceptables. Mientras la reactivación de la economía no se produzca y la creación de puestos de trabajo no comience lentarnente a erosionar nuestra altísima tasa de paro, la cobertura del desempleo seguirá siendo una carga considerable, pero también inevitable, para los recursos colectivos.
Seguramente el Gobiemo de Felipe González tendrá mayor autoridad moral y, por consiguiente, más energía para combatir la picaresca y los fraudes en la percepción del subsidio de paro. Pero los ahorros que puedan producirse por ese concepto tendrán que aplicarse a sufragar la cobertura de los desempleados de la ciudad y de] campo, sin olvidar los problemas de los jóvenes que no han conseguido ni siquiera entrar en el mercado de trabajo. Evidentemente, este programa puede ser muy costoso y habrá que financiarlo detrayendo eventualmente recursos de otras áreas o perfeccionando la recaudación fiscal. Pero el llamamiento de los socialistas a la solidaridad entre los españoles exige que las exhortaciones morales se expresen en cifras y traduzcan en prestaciones sociales destinadas a paliar la deteríorada situación de quienes padecen más gravemente las consecuencias de la crisis económica.
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