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El intelectual y el 'horizonte 2000'

El hecho de estar enclaustrado durante 48 horas, reflexionando sobre la historia y las ciencias sociales, tenía para mí, hace pocos días, la ventaja de replantearme la eterna pregunta, ¿para qué nado, cerca del año 2000, por una crisis de civilización ya difícil de negar y por un marco español muy dramático y erizado de problemas, los de antaño y los de hogaño.¿Por qué y para qué la historia? La respuesta creo que es: no para agarrarse desesperadamente al pasado, como un náufrago, sino para repensar el presente y preparar el futuro.

Tal vez convenga recordar que una auténtica recuperación del pasado significa: Globalización. Interconexión de diversas disciplinas. Racionalización; y que estamos asistiendo al descubrimiento de nuevos territorios de la historia (mentalidades y vida cotidiana, imagen que los pueblos se forjan de ellos mismos, la familia como unidad de producción-consumo y retransmisión ideológica, opresión de sexos dentro de un entramado de dominación social, racial, etcétera, la vivienda, la alimentación...) que enriquecen el conocimiento con tal de que no sirvan de detonadores para hacer saltar en añicos el intento de construir una historia total.

Al hablar de historia, tampoco me parece superfluo recordar que el hombre ha tenido que producir siempre bienes para vivir y también que reproducirlos, esto de manera creciente, condición indispensable de todo paso adelante, y que, de la misma manera, ha producido ideas para explicarse los hechos, su mundo, pero también para justificarlo y justificarse, así como para canalizar las fuerzas naturales y mejorar las técnicas de producción. Hoy sabemos que además de esas ideologías y de esos repertorios de saber técnico-científico, hay algo que son las mentalidades, más colectivo que individual, más emotivo que racional, y que, sin embargo, condiciona las grandes pautas del comportamiento. Claro que en el origen de esto están los cambios de lo otro, de la producción y reproducción de bienes, de las técnicas que se usan para ello y de las relaciones sociales que engendran; así se ha pasado, como Jacques Le Goff lo ha explicado magistralmente, del "tiempo del labrador", en que las campanadas de la iglesia bastaban para marcar los ritmos de vida cotidiana, al "tiempo del mercader y del artesano urbano" (con la medida por el reloj de las horas de actividad por el calendario de los pedidos y de las letras de cambio) hasta llegar a los ritmos contemporáneos, "el tiempo de la superindustrialización" (que añado por mi cuenta), de la informática, de las decisiones de alcance nuclear; un tiempo en que ya no hay sitio para la bucólica escena del Angelus, sino ansia, fatiga, descompensación del sistema nervioso.

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Esta sociedad nuestra, con su carga de viejo sistema de opresiones e incomunicación, y con la desilusión de frustrados proyectos de alternativa, esta sociedad, roída por la contradicción que supone dominar la energía nuclear y navegar por el cosmos y tener cientos de millones de seres humanos padeciendo hambre y sin alfabetizar, esta sociedad es la heredera de un pasado que no puede sernos ajeno, que hay que comprender como proceso en el que va incluida su movilidad, sus correlaciones y contradicciones internas, la pugna de intereses sociales.

Decimos hay que comprender, explicarse racionalmente ese vasto proceso sin discontinuidad del que somos hijos, pero que seguimos viviendo. Porque la mayor amenaza que pesa sobre nosotros es la irracionalidad. Cuando no se comprende algo, se le busca una salida irracional, se sustituye la explicación por la reacción visceral, cuando no por el irracionalismo de salón igualmente nocivo.

Comprender más y más, sin quedarnos sentados, porque creemos que eso ya está hecho. Así, Marx abrió muchos horizontes, pero no pudo explicarlo todo (nos dejó su crítica del capitalismo, la concepción dialéctica, una metodología de análisis histórico y social); Freud nos llevó al desconocido territorio del subconsciente, de la. carga sexual... pero algo quedó en la sombra: explicarse el poder por el poder, por ese placer específico e irrefrenable de disponer de hombres y cosas a todos los niveles. Y no se trata de corrupción, sino de un simple instinto que acababa por no ser controlado éticamente y que se presenta a cada recodo de la historia. Tal vez explica esa cerrazón gremialista de algunos que sienten su profesión como estamento, con privilegios y valladares, de los que se creen que han llegado porque obtuvieron un alto puesto docente, administrativo, etcétera, cuando a más de la mitad de los españoles se les negaba la simple pretensión de acceder a él; de los que se crispan porque las nacionalidades, reconocidas por la Constitución, les rompen los esquemas recibidos en la infancia, aquello de la España de Fernando e Isabel, que por añadidura no saben lo que fue. Y así se suceden y s e frustran las LAU, LOAPA, etcétera, que no son (aunque se vistan de terminología racionalizadora) la imagen de una sociedad que está ya muerta aunque siga en pie.

Me parece demasiado peligroso instalarse en la irracionalidad o jugar a que la historia se ha roto en pedazos; al contrario, se trata de racionalizar lo que todavía se presenta sin coherencia; de integrar los hechos y datos históricos en un vasto complejo de racionalidad. Cierto que la historia no es una tarea de razón lógico-abstracta, sino todo lo contrario; parte del hecho histórico que es preciso comprobar, interrelacionar, sobre cuyas conexiones se precisa la reflexión. Como dice E. P. Thompson: "Los hechos no revelarán nada espontáneamente, es el historiador quien tiene que trabajar arduamente para permitirles encontrar sus voces propias (las suyas, no las del historiador)".

Tiempos difíciles

Los tiempos no son fáciles: irracionalismo, terrorismo, proceso 23-F, desempleo -millones de jóvenes que no entraron aún en ninguna profesión-, política de fuerza y colonialismo en el panorama internacional. Para este final del siglo XX no nos basta el experto ni el simple técnico, hace falta el intelectual (sí, sin aspavientos, aunque no vivamos la época de J'accuse, de Zola), entendiendo corno tal no sólo el que conoce los hechos, sino también sus conexiones, sobre las cuales es capaz de reflexionar, de establecer su juicio crítico, pero también de construir. La tarea del intelectual no puede asemejarse a una empresa de demolición, sin saber qué se edificará sobre el solar que quede.

El llamado desencanto no es más que la renuncia a racionalizar nuestro tiempo y a batallar por mejorarlo. Ortega nos habló de la razón vital, luego de una razón histórica, que quedó en título incitante; pensemos hoy en una racionalización de la realidad histórica. Basta de agoreros y de profetas de la catástrofe, postura mucho más espectacular y cómoda que la de comprender y preparar alternativas constructivas de recambio. Basta también de anacrónicos regeneracionismos (lema usado con olvido o ignorancia de que el regeneracionismo negaba el protagonismo popular y de que era un concepto construido con categorías de la filosofía positivista reinante hace un siglo), y más aún de política alicorta, de combinas electorales, chalaneos y zancadillas, de comportamientos que pueden dar pretexto a que los enemigos de la libertad digan "eso es la democracia", mixtificación fácil ya utilizada en los primeros lustros del siglo para confundir adrede una praxis caciquil y oligárquica con la constitucionalidad parlamentaria ("Por encima de la cabeza del cacique, esos propagandistas disparan sobre los ciudadanos", decía a ese propósito Manuel Azaña).

Quisiéramos que, más que entregamos a enumerar "los terrores del año 2000" y los males que nos acechan, desde un plano de desencanto, apecháramos con nuestra plural España para buscarle un horizonte a nivel humano para ese año 2000. A sabiendas de que eso no nos lo va a regalar nadie, ni tampoco se vende a crédito como los aparatos electrodomésticos de esta sociedad que, tras ignorar la ética, parece prescindir también de la razón. Ese horizonte se conquista, se gana a pulso, y para ello lo primero que hay que asegurar y ampliar es la libertad. A partir de la base mínima de nuestras propias libertades, y de un profundo juicio crítico, elaboremos los materiales aptos para construirlo.

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