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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La LAU y la patrimonializacion del Estado

LA RETIRADA por el Gobierno del proyecto de Ley de Autonomía Universitaria, ya dictaminado por segunda vez en Comisión 31 en puertas de ser debatido en el Pleno del Congreso, constituye una de las estampas más bochornosas de un periodo -de más de un año de duración caracterizado por las concesiones del Poder Ejecutivo frente a las posesiones extraparlamentarias y por las humillaciones y desprecios infligidos a la soberanía de las Cortes Generales. La pretensión del Gobierno de que, señalada ya la fecha para el Pleno del Congreso, el grupo parlamentario socialista, cuyos votos son necesarios para aprobar la LAU como ley orgánica, aceptara veintitrés modificaciones de un texto negociado hasta el aburrimiento a lo largo de varios años entre UCD y PSOE se halla cerca de la provocación.Cabía suponer que Federico Mayor Zaragoza, un político que podía. haber aprendido la cortesía de las formas civilizadas y la virtud de la seriedad durante su estancia en la Unesco, estaba limpiando los cajones de su mesa de despacho, ya que su dimisión como ministro de Educación y Ciencia era previsible. Su compromiso en favor de la LAU, su pública promesa de abandonar la cartera si el proyecto fuera retirado por el Gobierno, y su activo papel en las negociaciones con el PSOE, en las que llevó la voz cantante precisamente por su competencia profesional, hacían ineludible que Federico Mayor, la gran esperanza blanca de UCD desde diciembre, eligiera el camino del respeto hacia sí mismo y hacia la palabra empeñada y no permitiera que su nombre y su prestigio sufrieran el mismo irreparable deterioro de aquellos ministros de la colza que se resistieron como gatos panza arriba a presentar una dimisión exigida por un mínimo sentido del decoro. Vana esperanza. El ministro no solo no se apea del coche oficial sino que explica su acomodamiento al sillón en virtud de que la Universidad que no es capaz de reformar por ley va a ser reformada, en lo más urgente, por decreto. La política española, en general, y el centrismo, en particular, necesitan personalidades públicas armadas de principios. Este espectáculo de ayer sería casi bufo si no resultara trágico comprobar cómo y por qué se toman las decisiones.

Los socialistas habrán podido comprobar el despilfarro de fuerzas y la inutilidad que supuso su deslucida y claudicante aceptación, tras el golpe de Estado del 23 de febrero y la defenestración de Luis González Seara como ministro de Universidades, del ultimátum lanzado por el Gobierno Calvo Sotelo, hace un año, en circunstancias casi idénticas a las actuales. El primer proyecto de la LAU quedó dictaminado por la Comisión del Congreso en diciembre de 1980, y sólo la interrupción invernal del periodo de sesiones impidió su aprobación inmediata por el Pleno de la Cámara Baja. El entonces portavoz del grupo parlamentario socialista aceptó, en abril de 1981, tras la sustitución de Suárez por Calvo Sotelo, la exigencia del Gobierno de interrumpir el trámite parlamentario y devolver a comisión el discutido texto, que hizo su camino de regreso a la fase de ponencia mediante el conocido procedimiento del barón de Müchhaussen: salirse del pozo tirando hacia arriba de la propia cabellera. El rechazo, en abril de 1982, de una maniobra similar, demuestra que el PSOE aprende con la experiencia, pero no le exonera de la dejación de principios parlamentarios implicada en su abdicación hace un año.

Se ha escrito tanto sobre la desventurada LAU, cuyos defectos empalidecen y se achican al compararlos con la ruinosa y desprestigiada situación actual de nuestras universidades, que no merece la pena practicar la autopsia de su cadáver, enterrado en medio de la desbordante alegría de los beneficiarios de esos intereses corporativistas que se sentían amenazados por sus discretas re formas. Sin embargo, merece la pena resaltar la vejación de que han sido objeto las Cortes Generales, despojadas de su soberanía legislativa por las abiertas presiones ejercidas sobre el poder ejecutivo por funcionarios públicos -esta vez de la enseñanza superior- y por grupos e instituciones que pretenden favorecer a las universidades eclesiásticas. En las ocasiones en que algunas movilizaciones populares pretendieron alterar el curso de los trabajos legislativos, las voces en defensa del fuero parlamentario y en contra de las manifestaciones sociales llegaron a los cielos. No parece que el trabajo de zapa realizado dentro del Poder Ejecutivo por funcionarios que, teóricamente, son servidores del Estado, pero que en la práctica se consideran sus propietarios, haya merecido igual repulsa. Ha bastado con que unos pocos centenares de catedráticos, que sólo se representan a ellos mismos (ni siquiera a los profesores agregados) y a sus intereses gremialistas, hayan utilizado su prestigio profesional y sus relaciones con los ministros algunos catedráticos y la gran mayoría funcionarios públicos para que el artículo 66 de la Constitución, según el cuál las Cortes Generales "ejercen la potestad legislativa del Estado" y "controlan la acción del Gobierno", se haya convertido en una ficción retórica.

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La explicación, naturalmente, es que el Gobierno tampoco ejerce esa función de dirigir la Administración civil y militar del Estado que la Constitución le asigna en su artículo 97, sino que expresa y defiende en ocasiones como esta los limitados intereses de los altos cuerpos de la Administración que simultanean sus escalafones con el ejercicio de la profesión política. El Estado español presenta todavía el rasgo semifeudal de la patrimonialización de los cargos por las carreras y cuerpos que los desempeñan, dispuestos siempre a utilizar todos los recursos -también estatales- en su mano para proteger su posición de propietarios. En esta ocasión, han sido algunos catedráticos, pero sobran los ejemplos, a lo largo de los últimos años, de ese secuestro de la política del Estado, que debe representar en última instancia la voluntad de todos los ciudadanos, por funcionarios que hacen compatible la hipotética condición de servidores del Estado con la concreta situación de dueños de su aparato.

Sólo a los ingenuos puede sorprender, por ejemplo, que la Reforma de la Administración -a cuyo frente estuvo como ministro invisible precisamente uno de los animadores del linchamiento de la LAU- sea el cuento de la buena pipa que UCD desgrana tan aburrida como ineficazmente. El asunto de la colza ya nos ilustró sobre los poderosos lazos gremiales o familiares que ampararon a determinados funcionarios del Ministerio de Comercio que habían mostrado negligencia en el desempeño de sus tareas. El desarrollo del debate de la ley de incompatibilidades puso igualmente de manifiesto que buena parte de los diputados de UCD prestan mayor atención a sus intereses corporativos que a las necesidades generales y al mandato de los electores. Sería improbable -por poner un ejemplo clarificador- que una eventual reforma del estatuto de derechos y deberes de los abogados del Estado, los técnicos comerciales, los registradores de la propiedad o los notarios pudiera llegar a puerto si perjudicara, de un lado, los intereses globales de esos cuerpos, y si el Gobierno, de otro, estuviera compuesto de abogados del Estado, técnicos comerciales, registradores de la propiedad y notarios. Y, sin embargo, la modernización de la sociedad española exige como paso previo la de un aparato estatal cuya reforma será imposible mientras que los defensores de los enquistados intereses corporativos dentro de la Administración Pública sean, a la vez, quienes tengan la responsabilidad política de dirigirla desde el Gobierno. La LAU, el futuro del saber y la investigación en este país, ha sido en esta ocasión la víctima.

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