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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Cincuenta años de la Constitución republicana

El día 9 de diciembre de 1931, las Cortes Constituyentes de la Segunda República aprobaban, por 368 votos a favor, 89 ausencias y ningún voto en contra, la Constitución, que desde el día 27 de agosto del mismo año había venido discutiéndose con vicisitudes diversas a lo largo de interminables sesiones -prolongadas algunas hasta altas horas de la madrugada.No fue fácil la discusión parlamentaria, y desde el primer día que la Comisión Constitucional presentó su proyecto surgieron serias discrepancias no solamente en los diputados que formaba n la oposición al recién nacido régimen, sino entre los propios componentes del Gobierno y de la mayoría -no muy homogénea- que le apoyaba.

A cincuenta años de distancia, la perspectiva nos permite analizar con una cierta objetividad la trascendencia histórica no solamente de la Constitución en sí, sino de las intervenciones parlamentarias, de los incidentes surgidos en la discusión del texto fundamental; de, la ruptura de la unidad de propósitos que parecía haberse hecho un difícil camino entre los hombres del Gobierno provisional, de distintas procedencias y con diferentes trayectorias y hasta del significado mismo de las Cortes Constituyentes, tanto por lo que fueron capaces de hacer como por lo que no pudieron, no quisieron o no supieron iniciar o concluir.

Urge decir que la Constitución de 1931 no fue una Constitución del consenso. Y es lógico que fuese así. Al término de la dictadura había aflorado una irreparable fractura en la vida política española que culminaría en las elecciones del día 12 de abril de 1931; pero que venía arrastrándose desde antes de la dictadura, cuando ya la dinámica de la Restauración había agotado sus posibilidades de irse superviviendo en un turno más bien artificial de los partidos políticos de la Monarquía.

El 13 de septiembre de 1923 no es otra cosa que un episodio más en este camino, un cambio de ritmo en busca de una recomposición de la estructura política para adaptarla a nuevas maneras que sustituyeran a las que habían cumplido ya su misión. Pura especulación sería -y muchas veces se ha intentado- imaginarse una dictadura más breve que hubiese terminado su obra con la pacificación de Marruecos. Desgraciadamente, la Historia no se hace con deseos a posteriori o con hipótesis de lo que pudo ser y no fue. Y en 1929 ya no fue posible intentar nuevas construcciones con materiales antiguos. Consecuencia lógica, ineluctable: la instauración de la República. La República fue el efecto y no la causa. No es que -como tantas veces se dice- unas elecciones municipales cambiasen el régimen. Es que el régimen ya había cambiado en la opinión española. No puede olvidarse la influencia decisiva que en los acontecimientos tuvieron los propios políticos monárquicos que reconocieron el fracaso de la Monarquía.

Con estos precedentes, la Constitución de 1931 tenía que traducir la ruptura producida en la vida política española recogiendo las nuevas ideas de los hombres que representaban más genuinamente el espíritu y el deseo de un cambio radical en las instituciones.

Una Constitución que podría haberse reformado.

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Mucho se ha especulado con la idea de que la Constitución de 1931 fue sectaria y causante, por ello, del posterior hundimiento de la República. Quienes tal cosa afirman olvidan que después de aprobada la Constitución, justo a los dos años, accedían al poder los que habían abandonado las Cortes Constituyentes, al aprobarse, en octubre de 1931, el famoso artículo 26, sobre las órdenes religiosas. Pues bien, si eran sinceros esos partidos políticos que tan ostensiblemente abandonaron el Parlamento; si realmente consideraban un riesgo gravísimo para la convivencia española las disposiciones sobre las órdenes religiosas y la enseñanza, surge una pregunta inevitable: ¿Por qué no reformaron la Constitución? El propio presidente de la República era partidario de la reforma constitucional. Su libro -sincero, coherente con su más íntimo pensamiento- titulado Los defectos de la Constitución de 1931 debería ser lectura obligada para todos aquellos que desvían responsabilidades ajenas sobre los hombres de izquierda de la República. La firme convicción de Alcalá-Zamora es que la reforma constitucional no se acometió por las Cortes elegidas en 1933 sencillamente por temor a las consecuencias que inevitablemente conllevaba: la disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones. El no tener segura la reelección, o el miedo a perder el escaño, fue el principal obstáculo que se interponía entre los que decían que querían reformar la Constitución y la ejecución de sus proyectos e intenciones. De ese conjunto de presuntos reformadores se salva sólo la honestidad política del presidente, que creyendo con absoluta honradez que la Constitución tenía muchos defectos, no dudó en propugnar su reforma; pero cumplió e hizo cumplir la ley en tanto no fue reformada.

Esta es, a cincuenta años vista, la principal enseñanza que hay que sacar del acontecimiento de trascendencia histórica que se produjo el 9 de diciembre de 1931. Y otra enseñanza más: que la definición del «Estado integral» y el tratamiento del problema de las autonomías fue, y quizá siga siendo, el mejor de los posibles. Si ahora se hubiese aplicado el artículo 12 de la Constitución de la República, no habrían obtenido su autonomía ni Cataluña, ni el País Vasco, ni Galicia, ni Andalucía. En ninguna de las cuatro regiones consiguió el Estatuto un 66% de los votos favorables de electores inscritos en el censo. La Constitución republicana no empleó nunca el término «nacionalidades», sino en todos los casos el de «región». Por eso ha podido decir y muy justamente, Ferrando Badía que fue la primera Constitución que organizó un Estado regional, diferente del unitario y del federal. La segunda fue la italiana de 1947, que tuvo muy en cuenta algunas experiencias de la República Española de 1931. Es lástima que en España sigamos teniendo tan escasa aptitud para aprender las lecciones de la Historia y que interpongamos el afán de novedad y el propósito de inventar -por ejemplo, la famosa «tabla de quesos» del ex ministro Clavero- donde ya está casi todo inventado. El juicio que nos merece hoy el texto de la Constitución de 1931 tiene que ser mucho más favorable que adverso, aun admitiendo que algunos reproches estaban justificados, pero reconociendo que de los más graves no fueron únicos responsables quienes aprobaron la ley fundamental, sino igualmente los que queriendo reformarla no supieron o no quisieron hacerlo cuando les llegó su oportunidad.

Que la Historia es, a veces, maestra en el difícil empeño de deshacer cómodas coartadas.

Emilio Torres Gallego es presidente de Acción Republicana Democrática Española (ARDE).

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