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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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¿Hacia un partido nuevo de centro izquierda?

Varias fueron las opciones que, a partir del inicio del período democrático, se presentaban en el horizonte español por lo que se refiere a los partidos políticos y a su sistema orgánico de orientador y canalizador de la opinión pública o, en términos constitucionales, como «instrumento fundamental (no necesariamente exclusivo) para la participación política». Tal vez, con un criterio precipitado, se eligió la fórmula del bipartidismo imperfecto, que, sin duda, resultó en exceso imperfecta. Hay que señalar, sin embargo, que este esquema y la colaboración activa de otras fuerzas políticas facilitó positivamente el necesario consenso para realizar una difícil transición y, en definitiva, para establecer una Constitución democrática abierta a interpretaciones progresistas para la modernización de España.El pluralismo más extenso quedó así relegado por razón de Estado y el instrumento normativo electoral, clave para la fijación de los espacios políticos, consagraba un sistema de partidos que, en nuestro contexto europeo, pero de Europa del Sur, es bastante ajeno. Los partidos-bisagra o partidos-puente, incluso los partidos-testimoniales, a la derecha o a la izquierda, fueron eliminados o se autoeliminaron -con las excepciones peculiares del nacionalismo regionalista- La cuestión fundamental ha sido -en este sexenio- la de potenciar y consolidar este modelo, entendido como equivalente a la potenciación y consolidación del sistema político en su totalidad.

En este período inicial, la consideración teórico-práctica de que la sociedad española era más compleja y diversificada, a la derecha y a la izquierda, que lo que podría reflejar una bipolarización partisana, es decir, la necesidad de partidos-bisagra la lanzamos y planteamos desde el Partido Socialista Popular (PSP). Por su inequívoca tradición y credibilidad democrática, al margen de todo tipo de colaboracionismo, el PSP podría haber respondido a este planteamiento, que, en parte, expresaba la complejidad de nuestra sociedad pólítica. Al margen de motivaciones externas, de competitividad de espacios políticos, tanto en el PSOE como en UCD, la naturaleza peculiar del PSP impidió su consolidación. He señalado en varias ocasiones que la paradoja de es-te pequeño partido-bisagra -que, en 1977, obtuvo cerca de un millón de votos, con una ley Electoral muy desfavorable- fue que se proyectaba como un partido plataforma sociológicamente de centro, pero ideológicamente de izquierda. Paradoja o contradicción que, en gran medida, respondía a la demanda de ciertos sectores sociales -urbanos, laicos, cuadros profesionales- que, desde diferentes posiciones, liberales de izquierda, progresistas o socialistas tercermundistas, rea firmábamos -en una lucha de más de veinte años, como PSI y PSP una secularización y moderniza ción de la sociedad española. Y también reiteramos, y el tiempo nos ha dado la razón, que el electorado y parte de los cuadros activos no estarían cómodos -al menos, orgánicamente- en las tres formaciones fronterizas que tenía el PSP: PSOE, UCD y PC.

Un sexenio que obliga a la reflexión

La hipótesis bipartidista pudo haberse consolidado, pero el hecho es que, por multiplicidad de causas, en parte ajenas al sistema de partidos y en parte al proceso difícil de asentar el nuevo régimen, no ha cristalizado operativamente. Las crisis de UCD y PC -crisis y/o clarificación-, la dinamización de Alianza Popular, el auge de sectores no democráticos, la apatía, miedo o privaticidad de amplios sectores sociales, remite, al menos, a una reflexión crítica sobre la validez del modelo elegido. La alternancia neocanovista entre PSOE y UCD, que pudo darse de forma directa, ha fallado, y objetivar culpas no es tarea fácil, aunque el PSOE resolvió adecuadamente -su imagen europea. Los grandes partidos han tenido que jugar un papel excepcional y complementario a su cotidiana labor partisana. Se ha hecho así, por necesidad histórica, más política de Estado que política de partido: la práctica, frontal o encubierta, del consenso ha sido la materialización de esta exigencia de defensa del régimen. Y esta es trategia ha tenido dos efectos: uno, positivo, mantener el proceso de asentamiento democrático; otro, negativo, deslizarse los partidos hacia una desnaturalización, aun que sea coyuntural, de sus fines y proyectos. La opinión pública quedaba así sorprendida y, en cierto modo, desilusionada. El centrismo, como pragmatismo posibilista, se generalizó de la de recha a la izquierda. Las causas externas, desde los crónicos problemas socioeconómicos, hasta la no resolución del viejo problema de la integración militar plena en la nueva sociedad civil, han coadyuvado a esta alteración general del sistema de partidos. En situaciones de estabilidad democrática, de democracia firme, las remodelaciones partidistas o las alternancias en el poder dejan de ser no triviales, pero no traumáticas. Pero la peculiar coyuntura española, de peligros de involución o de rumores permanentes de acciones anti o seudoconstitucionales más o menos matizadas, dan a la crisis de los partidos un alcance grave.

De esta manera, lo que parecía más o menos estructurado se ha convertido en provisional. El 23-F no sólo ha precipitado nuestra entrada en la OTAN, el crecimiento de una derecha y extrema derecha hasta ahora no muy significativa, el auge de los poderes fácticos tradicionales -no sólo las Fuerzas Armadas, la CEOE es ya más que un grupo de presión-, el acelerado temor crónico de toda la izquierda, sino también va a repercutir, como resultado de todo este análisis, en los nuevos replanteamientos que permitan una participación más activa de la opinión pública en los intereses colectivos.

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Hace más de un año, y sobre todo a partir del trauma que para la clase política y para toda la sociedad española supuso el 23-F, desde distintos sectores se empezó a ver la gravedad del problema. Los medios de comunicación y la aparición de clubes políticos y de opinión -entre otros, la Fundación para el Progreso y la Democracia o los Clubes Liberales-, independientes o adscritos a tendencias ideológicas, fueron un fenómeno lógico de este tanteo de reflexión y de revisión, compensatoria y complementaria, de los cauces ordinarios de participación política.

¿Plataformas políticas o nuevo partido?

El año 1982 será, así, año clave para la viabilidad funcional de nuestra democracia pluralista. Institucionalizar la transición es cristalizar la ambigüedad inestable ,y, en gran medida, fijar un temor frustrantejógicam ente negativo para la consolidación democrática. Salir de la ambigüedad es, con las necesarias cautelas, que no significan renunciamientos, con la conciencia objetiva de los factores de poder que condicionan nuestra sociedad, una necesidad apremiante. Salir de la ambigüedad es, en definitiva, racionalizar el gran proceso que supuso el cambio de régimen y sus posibilidades reales -no utópicas- de ir construyendo una democracia progresista y avanzada.

Y en una democracia pluralista son los partidos -grandes y pequeños-, con sus objetivos y programas, con su actividad y organización, los que, imaginativamente, tienen que encauzar, animar y promover la participación de los ciudadanos sobre la cosa pública. La oligarquización de los partidos, la ausencia de imagínación, la falta de relpuestas serias a las demandas sociales de problemas generales y concretos serían datos extremadamente negativos para nuestro horizonte de 1982 y, por extensión, para el futuro. La responsabilidad es de todos, en unos en mayor medida que en otros.

En este contexto, ante unas elecciones en 1982 o 1983, ¿qué sentido tiene -si lo tiene- alterar el actual esquema de partidos? ¿Están los espacios políticos diferenciados a nivel social y popular?

Desde una perspectiva genérica, y en términos amplios, creo que hay dos opciones que pueden coadyuvar como estímulo a la actual coyuntura político-social. Opciones que se fundamentan en el objetivo último de defensa del régimen, de integración del proceso democrático, no sólo para arraigar la estabilidad, psicológica y política, sino también para que esta estabilidad sea firme, es decir, implique, sin temores reales o intencionados, alternativas normales de poder. Opciones que, en definitiva, se basan en ampliar la participación de sectores sociales que, justificada o no justificadamente, están alejados -por privaticidad o indiferencia- del proceso político democrático activo.

La primera opción sería la de organizar no ya clubes -que siguen siendo instrumentos complementarios valiosos-, sino plataformas políticas con fines electorales en su día, con relación directa con los partidos políticos más afines a sus planteamientos programáticos. Independientes de centro-derecha o centro-izquierda, que constituyen sectores sociales numerosos, tal como se deduce de las últimas elecciones, al margen de militancia política-orgánica, podrían coadyuvar a una renovación de la imagen de la política como quehacer colectivo, una integración generalizada de una opinión pública parcialmente apática y a resolver polarizaciones radicalizadas. En cierto modo, estas plataformas implican una relativa satelización, pero puede ser asumida para evitar confusiones y manipulaciones. La segunda opción podría ser la de promover, independiente y autónomamente, un nuevo partido de centro-izquierda, entre el PSOE y la UCD. Si la satelización, aunque sea relativa, está justificada en el caso de las plataformas, en el supuesto de un nuevo partido los principios de autonomía e independencia deben quedar claros. La claridad del planteamiento me parece obvia por la propia naturaleza de un partid o bisagra, especialmente en nuestra actual coyuntura política. Es decir, este partido-bisagra puede viabilizar coaliciones, a derecha o izquierda, integrar sectores sociales hoy marginados del proceso político, ayudar a clarificar límites político- ideológicos entre UCD y PSOE. Y, por otra parte, iniciar una apertura más pluralista y representativa del espectro político.

Ambas opciones, sin duda, ofrecen sus ventajas e inconvenientes, personales o de grupo, de apoyaturas de medios de comunicación o financieros, de organización y proyecto ideológico, pero, en todo caso, estas otras opciones van dirigidas a la exigencia participativa global que continúe -y no se frustre- el cambio hacia una convivencia pacífica y libre, abierta y, progresista, estable y justa. Es decir, hacia la modernización de España y su inserción en el mundo europeo.

Raúl Morodo es catedrático de Derecho Político.

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